El Don siempre prohibía las visitas a Rose Marie en la clínica exceptuando las de Dante, Giorgio, Vincent y Petie; pero Cross enviaba a menudo a su tía ramos de flores y cestos de fruta. ¿Por qué estaba entonces Rose Marie tan traumatizada? ¿Acaso con la culpa de Dante y el motivo que lo había inducido a actuar? En aquel momento Cross recordó el comentario del Don en el sentido de que Dante sería su heredero. Aquello le pareció muy siniestro. Decidió visitar a Rose Marie en la clínica a pesar de la prohibición del Don. Iría con flores, fruta, chocolate y queso, y manifestaría su sincero afecto con el exclusivo propósito de inducirla con engaño a traicionar a su hijo.
Dos días más tarde, Cross entró en el vestíbúlo de la clínica psiquiátrica de East Hampton. Había dos guardias de seguridad en la entrada. Uno de ellos lo acompañó al mostrador de recepción.
La recepcionista era una mujer de mediana edad, elegantemente vestida. Al comunicarle Cross el objeto de su visita, le dirigió una encantadora sonrisa y le dijo que tendría que esperar media hora pues Rose Marie estaba siendo sometida en aquellos momentos a un pequeño procedimiento médico. Cuando estuviera lista se lo indicaría.
Cross se sentó en la sala de espera de la zona de recepción, situada a un lado del vestíbulo y amueblada con unas mesas y unos mullidos sillones. Mientras, hojeaba un ejemplar de una revista de Hollywood. Mientras lo hacía, vio un reportaje sobre Jim Losey, el heroico investigador de Los Ángeles. En el reportaje se enumeraban todas las hazañas que habían culminado en la muerte del atracador-asesino Marlowe. A Cross e hicieron gracia dos cosas: que su padre fuera calificado de propietario de una empresa de servicios financieros, víctima inocente de un despiadado criminal, y la frase que cerraba el reportaje, en la cual se afirmaba que si hubiera más policías como Jim Losey, la delincuencia callejera se podría controlar.
Una fornida emfermera le dio una palmada en el hombro y le dijo con una amable sonrisa en los labios:
—Tenga la bondad de acompañarme.
Cross cogió la caja de bombones y las flores que llevaba y subió con la enfermera unos peldaños. Después avanzó por un largo pasillo con puertas a ambos lados. Al llegar a la última puerta, la enfermera la abrió con una llave maestra, le indicó con un gesto que pasara y cerró la puerta a su espalda.
Rose Marie, envuelta en una bata de color gris y con el cabello pulcramente trenzado estaba contemplando la pantalla de un pequeño televisor. Al ver a Cross se levantó de un salto del sofá y se arrojó en sus brazos llorando. Cross le dio un beso en la mejilla y le entregó los bombones y las flores.
—Oh, has venido a verme —le dijo. Creía que me odiabas por lo que le hice a tu padre.
—No le hiciste nada a mi padre —dijo Cross, acompañándola de nuevo al sofá. Después apagó el televisor y se arrodilló junto al sofá. —Estaba preocupado por ti.
Rose Marie alargó la mano y le acarició el cabello.
—Siempre fuiste muy guapo —le dijo. Me molestaba que fueras el hijo de tu padre, y me alegré de su muerte. Pero yo siempre supe que ocurrirían cosas terribles. Yo llené el aire y la tierra de veneno para él.
—¿Crees que mi padre lo pasará por alto?
—El Don es un hombre justo contestó. Nunca te echará la culpa a ti.
—Te ha engañado a ti tal como engañó a todo el mundo —dijo Rose Marie. Nunca te fíes de él. Traicionó a su propia hija y a su nieto y traicionó también a su sobrino Pippi... Y ahora te traicionará a ti.
Había levantado la voz, y Cross temió que le diera uno de sus ataques.
—Cálmate, tía Rose —le dijo. Cuéntame qué es eso que tanto te ha disgustado y te ha obligado a regresar aquí.
La miró a los ojos, y al ver la inocencia que todavía conservaban se imaginó lo bonita que debía de ser en su infancia. Diles que te cuenten lo de la guerra de los Santadio y entonces lo comprenderás todo —contestó Rose Marie en un susurro. Miró más allá de Cross y se cubrió el rostro con las manos. Cross se volvió. Vincent y Petie se encontraban de pie en la puerta. Rose Marie se levantó del sillón, corrió al dormitorio y cerró ruidosamente la puerta.
—Dios mío —dijo Vincent. Su rostro de granito reflejaba profunda compasión y desesperación. Se acercó a la puerta del dormitorio, llamó con los nudillos y —dijo a través de ella: —Rose abre la puerta. Somos tus hermanos. No te haremos daño...
—Qué casualidad que os haya encontrado aquí —dijo Cross. Yo también he venido a visitar a Rose Marie.
Vincent nunca perdía el tiempo con tonterías.
—No estamos aquí de visita. El Don quiere verte en Quogue.
Cross analizó la situación. Estaba claro que la recepcionista había llamado a alguien de Quogue, y que el Don no quería que él hablara con Rose Marie. El hecho de que hubiera enviado a Vince y Petie, significaba que no pensaban liquidarlo pues no era posible que actuaran con tanta imprudencia.
Sus suposiciones quedaron confirmadas cuando Vincent dijo:
—Cross, yo iré contigo en tu coche. Petie irá en el suyo.
Un golpe en la familia Clericuzio nunca era de uno contra uno.
—No podemos dejar a Rose Marie así —dijo Cross.
—Pues claro que podemos —dijo Petie. La enfermera que le de una inyección.
Cross trató de entablar conversación mientras conducía.
—Qué rápido habéis llegado, Vincent.
—Petie iba al volante —dijo Vincent. Es un loco; una breve pausa antes de añadir en tono preocupado: —Cross conoces las normas, ¿cómo es posible que hayas venido a visitar a Rose Marie?
—Rose Marie era una de mis tías preferidas cuando yo era pequeño —contestó Cross.
—Al Don no le gusta —dijo Vincent; está muy enfadado. Dice que eso no es propio de Cross. Él lo sabe.
—Ya lo arreglaré —dijo Cross, pero es que estaba muy preocupado por tu hermana. ¿Qué tal va?
Vincent, lanzó un suspiro.
—Me parece que esta vez será para siempre. Ya sabes el cariño que le tenía a tu padre de niña. De todos modos, ¿quién hubiera podido imaginar que el asesinato de tu padre la afectara tanto?
Cross captó la falsedad del tono de voz de Vincent. Estaba seguro de que sabía algo.
—Mi padre siempre le tuvo mucho aprecio a Rose Marie —se limitó a decir.
—Pero en los últimos años ella ya no lo quería tanto —añadió Vincent, sobre todo cuando le daban los ataques. Hubieras tenido que oír las cosas que decía de él.
—Tú participaste en la guerra de los Santadio —dijo Cross en tono indiferente. ¿Cómo es posible que nunca me hayáis contado nada sobre ella?
—Porque nunca hablamos de las operaciones —contestó Vincent. Mi padre nos enseñó que eso no servía para nada. Hay que seguir adelante. Bastantes preocupaciones tiene el presente como para que uno se preocupe por el pasado.
—Pero de todos modos, mi padre fue un gran héroe, ¿verdad?
Vincent sonrió levemente y su rostro de piedra estuvo casi a punto de suavizarse.
—Tu padre era un genio —contestó. Podía planear una operación como Napoleón. Nada fallaba cuando él lo organizaba. Puede que sólo fallara una o dos veces, por culpa de la mala suerte.
—¿O sea que fue él quien planeó la guerra contra los Santadio? —preguntó Cross.
—Estas preguntas se las tienes que hacer al Don —contestó Vincent. Hablemos de otra cosa.
—De acuerdo —dijo Cross. ¿Me váis a liquidar como a mi padre?
El frío rostro de piedra de Vincent reaccionó violentamente. Agarró el volante y obligó a Cross a detenerse al borde de la autovía.
—¿Pero es que te has vuelto loco? —dijo con la voz rota por la emoción. —¿Tú crees que la familia Clericuzio sería capaz de hacer una cosa así? Tu padre llevaba la sangre de los Clericuzio. Era nuestro mejor soldado, él nos salvó. El Don lo quería tanto como a cualquiera de sus hijos; pero, ¿se puede saber por qué haces esta pregunta?
—Me he llevado un gran susto cuando os he visto aparecer de repente.
—Vuelve a la carretera —le dijo Vincent en tono asqueado Tu padre, Giorgio, Petie y yo luchamos juntos en tiempos muy difíciles. Nunca nos podríamos enfrentar los unos a los otros. Pippi tuvo mala suerte, un atracador negro se lo cargó.
El resto del camino lo hicieron en silencio.
En la mansión de Quogue había los habituales dos guardias de la entrada y un tercero sentado en el porche. No parecía que hubiera ninguna actividad fuera de lo normal. Don Clericuzio, Giorgio y Petie lo estaban esperando en el estudio de la mansión.
En el mueble bar había una caja de puros habanos y un cubilete lleno de negros y retorcidos puros italianos.
Don Clericuzio estaba sentado en uno de los grandes sillones de cuero marrón de la estancia. Cross se acercó a saludarle y se soprendió al ver que el Don se levantaba con una agilidad impropia de su edad y lo abrazaba. Después el Don le indicó una mesa sobre la cual se habían dispuesto varios platos de quesos y fiambres.
Cross comprendió que el Don aún no estaba listo para hablar Se preparó un bocadillo con mozzarella y prosriutto. El prosriutto estaba cortado en finas lonchas de color rojo oscuro, rodeadas por una suave grasa blanca. La blanca bola de la mozzarella era tan fresca que todavía rezumaba leche. Estaba rematada en la parte superior por una gruesa prominencia salada parecida al nudo de una cuerda.
De lo único que presumía el Don era de que nunca sacó una mozzarella que tuviera más de treinta minutos.
Vincent y Petie también se sirvieron comida, y Giorgio hizo de camarero, ofreciéndole una copa de vino al Don y bebidas sin alcohol a los demás. El Don sólo se comió la jugosa mozzarella, dejando que se le fundiera en la boca. Petie le ofreció uno de los retorcidos puros italianos y se lo encendió. Menudo estómago del viejo pensó Cross.
—Croccifixio —dijo bruscamente Don Clericuzio; cualquier cosa que ahora intentes averiguar a través de Rose Marie, te la diré. Sospechas que hubo algo extraño en la muerte de tu padre. Te equivocas. He mandado investigarla y los datos son ciertos. Pippi tuvo mala suerte. Era el hombre más prudente de su profesión, pero a veces ocurren accidentes ridículos. Deja que se tranquilice tu espíritu. Tu padre era mi sobrino y un Clericuzio, uno de mis amigos más queridos.
—Háblame de la guerra de los Santadio —dijo Cross.
—Es peligroso ser razonable con las personas estúpidas —dijo Don Clericuzio, tomando un sorbo de vino mientras apartaba a un lado el puro italiano. Presta mucha atención. Es una larga historia y no todo fue lo que parecía. Ocurrió hace treinta años... El Don señaló hacia sus tres hijos. Si me olvido de algo importante, ayudadme.
Sus tres hijos sonrieron ante la idea de que el Don pudiera olvidar algo importante.
La luz del estudio era una suave neblina dorada mezclada con el humo del puro, y los olores de la comida eran tan fuertes y aromáticos que parecían afectar a la luz.
—Me convencí de ello después de que los Santadio... El Don hizo una pausa para tomar un sorbo de vino. Hubo un tiempo en que los Santadio igualaban nuestro poder, pero los Santadio se habían creado demasiados enemigos, llamaban demasiado la atención de las autoridades y no tenían el menor sentido de la justicia. Crearon un mundo sin valores, y un mundo sin sentido de la justicia no puede perdurar. Les propuse a los Santadio muchos acuerdos; hice concesiones porque deseaba vivir en un mundo de paz, pero como eran muy fuertes, los Santadio tenían el sentido del poder propio de las personas violentas, creían que el poder lo era todo. Y asi estalló la guerra entre nosotros.
—¿Por qué tiene Cross que conocer esta historia? —preguntó Giorgio, interrumpiendo a su padre. ¿De qué nos servirá eso a él o a nosotros?
Vincent apartó la mirada de Cross, y Petie lo miró fijamente con la cabeza ladeada, como si lo estuviera estudiando. Ninguno de los tres hijos quería que el Don contara la historia.
—Porque se lo debemos a Pippi y a Croccífixio —contestó el Don, y dirigiéndose a Cross añadió: —Saca de esta historia las conclusiones que tú quieras, pero mis hijos y yo somos inocentes del crimen que tú sospechas. Pippi era como un hijo para mí, y tú eres como un nieto. Todos lleváis la sangre de los Clericuzio.
—Eso no nos hará ningún bien —insistió Giorgio.
Don Clericuzio agitó el brazo con impaciencia y después preguntó a sus hijos:
—¿Es cierto lo que he dicho hasta ahora?
Los tres asintieron con la cabeza.
—Los hubiéramos tenido que liquidar a todos desde un principio —dijo Petie.
El Don se encogió de hombros y le dijo a Cross: —Mis hijos eran muy jóvenes, tu padre era muy joven, ninguno de ellos había cumplido todavía los treinta años. Yo no quería desperdiciar sus vidas en una gran guerra. Don Santadio, que en paz descanse, tenía seis hijos, pero más que hijos los consideraba soldados. Jimmy Santadio era el mayor y trabajaba con nuestro viejo amigo Gronevelt, que en paz descanse también. Por aquel entonces los Santadio eran propietarios de la mitad del hotel. Jimmi era el mejor de todos, el único que comprendía que la paz era la mejor solución para todos nosotros, pero el viejo y los otros hijos estaban sedientos de sangre. Ahora bien, yo no tenía ningún interés en que la guerra fuera sangrienta.
Yo quería tiempo para utilizar la razón y convencerlos de la sensatez de mis propuestas. Yo les hubiera cedido a ellos el negocio de la droga, y ellos me hubieran tenido que ceder a mí el del juego. Yo quería su mitad del Xanadú, y a cambio permitir que ellos controlaran todo el tráfico de droga de Estados Unidos, un negocio muy sucio que exigía una mano firme y violenta. Era una propuesta muy razonable. Con la droga se podía ganar mucho más dinero y era un negocio que no exigía estrategias a largo plazo, un negocio sucio con mucho trabajo operativo; y por tanto muy apropiado para los Santadio. Yo quería que los Clericuzio controlaran todo el juego, que era un negocio menos arriesgado menos provechoso que el de la droga, pero que si se gestionaba con inteligencia, a la larga podía ser más lucrativo, y me parecía más apropiado para la familia Clericuzio. Yo siempre he aspirado a convertirme algún día en un miembro de la sociedad, y el juego podía llegar a ser una mina de oro legal, sin necesidad de correr riesgos diarios y vernos obligados a hacer trabajos sucios. En eso, el tiempo me ha dado la razón.
Por desgracia, los Santadio lo querían todo. Todo. Ten en cuenta, sobrino, que era una época muy peligrosa para todo el mundo. El FBI ya estaba al corriente de la existencia de las familias y sabía que colaborábamos las unas con las otras. El Gobierno, con sus recursos y su tecnología, destruyó muchas familias. La muralla de la omertá se estaba desmoronando.