Sólo cuando sufría sus peores ataques acusaba a su padre Don Clericuzio de la muerte de su marido. El Don siempre negaba haber dado la orden, del mismo modo que negaba que sus hijos y Pippi hubieran llevado a cabo la matanza. Sin embargo, tras haber sido acusado por ella por dos veces consecutivas, el Don la mandó encerrar un mes entero en una clínica. A partir de entonces Rose Marie se limitó a despotricar y desbarrar, pero jamás lo volvió a acusar directamente.
Sin embargo Dante siempre recordaba sus comentarios en voz baja. De niño quería a su abuelo y creía en su inocencia, pero siempre maquinaba intrigas contra sus tres tíos, a pesar del cariño que éstos le profesaban, y soñaba especialmente con vengarse de Pippi. Por más que sus sueños sólo fueran fantasías, se recreaba en ellos por amor a su madre.
Cuando se encontraba en condiciones normales, Rose Marie cuidaba del viudo Don Clericuzio con el máximo afecto. Se preocupaba fraternalmente por sus hermanos, y con Pippi se mostraba distante.
La delicadeza de sus rasgos le impedía expresar los malos sentimientos de una forma convincente. La estructura de los huesos de su rostro la curva de su boca y la dulzura de sus bellos y diáfanos ojos castaños contradecían su odio. A su hijo Dante le manifestaba toda la abrumadora necesidad de amor que jamás le hubiera podido inspirar un hombre.
Lo inundaba de regalos y de afecto, como también hacían su abuelo y sus tíos aunque por motivos menos puros, por un afecto teñido de remordimiento. En estado normal, Rose Marie jamás le contaba a Dante la historia.
Sin embargo, cuando sufría los ataques, empezaba a soltar palabrotas y maldiciones, y su rostro se convertía en una máscara de furia.
Dante siempre se mostraba perplejo. Cuando tenía siete años le entró una duda.
—¿Cómo supiste que eran Pippi y mis tíos? le preguntó a su madre.
Rose Marie estalló en carcajadas. Dante la miró, pensando que parecía una de las brujas de sus libros de cuentos de hadas.
—Se creen tan listos —le dijo que todo lo planifican con máscaras, trajes especiales y sombreros. ¿Sabes qué es lo que se les olvidó? Pippi aún no se había quitado los zapatos de bailar de charol con cordones negros. Y tus tíos siempre se agrupaban de una manera especial. Giorgio siempre delante, Vincent a su espalda y Petie siempre a la derecha. Y además por la forma en que miraron a Pippi, para ver si les daba la orden de matarme, porque yo los había reconocido. Titubearon y estuvieron casi a punto de echarse atrás. Pero me hubieran matado, vaya si lo hubieran hecho. mis propios hermanos.
Entonces se puso a llorar con tal desconsuelo que Dante se aterrorizó.
A pesar de que sólo era un niño de siete años, Dante siempre trataba de consolarla.
—Tío Petie jamás te hubiera hecho daño le decía, y el abuelo los hubiera matado a todos si lo hubieran hecho.
No tenía las ideas totalmente claras con respecto a su tío Giorgio ni a su tío Vincet, pero su corazón infantil jamás podría perdonar a Pippi.
A los diez años Dante ya había aprendido a identificar el comienzo de los ataques de su madre, y cuando ella lo llamaba por señas para volver a contarle la historia de los Santadio, se la llevaba rápidamente a la seguridad de su dormitorio para que su abuelo y sus tíos no la oyeran.
Al Llegar a la edad adulta, su inteligencia no se dejó engañar por ninguno de los disfraces de la familia Clerícuzio. Tenía una personalidad tan burlona y perversa que había conseguido darles a entender a su abuelo y a sus tíos que conocía la verdad, y se daba cuenta de que sus tíos no le tenían demasiado aprecio. Querían prepararle para que entrara a formar parte de la sociedad legal y quizá para que ocupara el lugar de Giorgio y aprendiera todas las dificultades del mundo financiero; pero él no sentía el menor interés por todo aquello. Incluso había provocado a sus tíos, insinuándoles que le importaba un bledo la faceta afeminada de la familia. Giorgio lo había escuchado con una frialdad tan grande que por un momento su juvenil corazón de dieciséís años se llenó de terror.
—Bueno, pues allá tú —le dijo tío Giorgio con una cierta tristeza levemente teñida de cólera.
Cuando abandonó los estudios secundarios sin terminar el último curso, Dante fue enviado a trabajar en la empresa constructora de Petie en el Enclave del Bronx. Trabajaba muy duro, y debido al esfuerzo que tenía que hacer en las obras se le desarrollaron enormemente los músculos. Petie lo hacía trabajar con soldados del Enclave del Bronx. Cuando tuvo edad suficiente el Don decretó que se convirtiera en soldado a las órdenes de Petie.
El Don lo decidió así tras haber recibido unos informes de Giorgio sobre el carácter de Dante y sobre ciertos actos que había cometido.
El joven había sido acusado de violación por parte de una bonita compañera de clase, y de agresión con una pequeña navaja por parte de otro compañero de su misma edad. Dante les suplicó a sus tíos que no le dijeran nada al abuelo y ellos prometieron no decírselo; pero inmediatamente informaron al Don. Las acusaciones se resolvieron con la entrega de elevadas sumas de dinero antes de que se celebraran los juicios.
Los celos que Dante tenía a Cross de Lena se intensificaron cuando alcanzaron la adolescencia. Cross se había convertido en un agradable joven, muy alto y apuesto. Todas las mujeres de la familia Clericuzio lo adoraban y revoloteaban a su alrededor. Sus primas coqueteaban con él, cosa que jamás hacían con el nieto del Don. Dante, con sus gorros renacentistas, su sarcástico sentido del humor y su pequeño musculoso cuerpo, les daba miedo. Y Dante era lo bastante listo cómo para haberse dado cuenta.
Cuando lo llevaban al pabellón de caza de la Sierra, disfrutaba más cazando animales con trampas que disparándo. Cuando una vez se enamoró de una de sus primas, cosa muy frecuente en la familia, sus requerimientos amorosos fueron tan directos que provocaron el rechazo de la joven. Además se tomaba familiaridades excesivas con las hijas de los soldados de los Clericuzio que vivían en el Enclave del Bronx. Giorgio, que hacía las veces de severo progenitor encargado de su educación, acabó por ponerse en contacto con el propietario de un lujoso burdel de Nueva York para que se calmara.
Su insaciable curiosidad y su sutil inteligencia lo convirtieron no obstante en el único miembro de sugeneración que estaba al corriente de las verdaderas actividades de los Clericuzio. Al final decidiéron someterlo a adiestramiento operativo.
Conforme pasaba el tiempo, Dante se sentía cada vez más aislado de su familia. El Don lo quería tanto como siempre y le había manifestado claramente su voluntad de convertirlo en heredero de su imperio, pero ya no lo hacía partícipe de sus pensamientos y no le daba consejos ni le impartía lecciones de sabiduría. Además no soportaba sus sugerencias ni sus ideas a propósito de la estrategia a seguir.
Por otra parte, sus tíos Giorgio, Vincent y Petie ya no le manifestaban el mismo afecto de antaño. Cierto que Petie más parecía un amigo que un tío lo cual era comprensible pues era el hombre que se había encargado de su adiestramiento.
Dante era lo bastante inteligente como para pensar que tal vez la culpa era suya por haber revelado lo que sabía sobre la matanza de los Santadio y de su padre. Incluso había llegado al extremo de hacerle preguntas a Petie acerca de Jimmy Santadio, y su tío le había comentado el gran aprecio que todos le tenían a su padre y lo mucho que habían lamentado su muerte.
Nunca se había reconocido ni dicho nada abiertamente, pero Don Clericuzio y sus hijos sabían que Dante conocía la verdadera historia y que Rose Marie, en el transcurso de sus ataques, le había revelado el secreto.
De ahí que quisieran resarcirle de los daños y lo trataran como a un pequeño príncipe.
Sin embargo, el elemento que más había contribuido a la formación del carácter de Dante era el amor y la compasión que sentía por su madre. Durante sus ataques, Rose Marie avivaba el odio de su hijo hacia Pippi de Lena pero disculpaba a su padre y a sus hermanos.
Todas esas cosas indujeron a Don Clericuzio a tomar una decisión final pues el Don podía leer los pensamientos de su nieto con tanta facilidad como las páginas de su libro de oraciones. El Don pensaba que Dante jamás podría participar en el paso definitivo de la familia a la sociedad legal. La sangre de los Santadio que corría por sus venas y también la de los Clericuzio (el Don era un hombre justo) constituían una mezcla demasiado violenta. Dante tendría por tánto que incorporarse a la sociedad de Vincent y Petie, de Giorgio y de Pippi de Lena. Todos ellos combatirían la última batalla juntos.
Dante demostró ser un buen soldado, aunque tremendamente indomable. Su independencia llevaba a saltarse las normas de la familia, y algunas veces incluso se permitía el lujo de no cumplir las órdenes recibidas. Su crueldad resultaba muy útil cuando algún bruglione descarriado o un soldado indisciplinado rebasaban los límites impuestos por la familia y tenían que ser enviados a otro mundo menos complicado. Dante sólo estaba sometido al control del Don, quien por misteriosas razones se negaba a castigarlo personalmente.
El joven estabá preocupado por el futuro de su madre, y el futuro dependía del Don. Dante se había dado cuenta de que a medida que aumentaba la frecuencia de los ataques el Don se mostraba cada vez más impaciénte, sobre todo cuando Rose Marie se retiraba majestuosamente, trazando un círculo en el suelo con el pie y escupiendo en su centro, y proclamaba a gritos que jamás volvería a entrar en la casa. En tales ocasiones, el Don la enviaba unos cuantos días a la clínica.
Dante intentaba calmarla por todos los medios y hacía todo lo posible para que recuperara su natural dulzura y su afecto pero temía que al final ya no pudiera protegerla; a no ser que alcanzara un poder tan grande como el del Don.
La única persona del mundo a quien Dante temía era al viejo Don. Su sentimiento arrancaba de sus experiencias infantiles con su abuelo, y también de haber constatado que sus tíos temían al Don tanto como lo amaban, cosa que sorprendía mucho a Dante. El Don tenía ochenta y tantos años, carecía de fuerza físíca, raras veces salía de casa y su importancia se había reducido considerablemente. ¿Qué razón había para temerle?
Cierto que comía con gran apetito y que su aspecto físico era impresionante. El único estrágo físico causado por el tiempo en su cuerpo era el reblandecimiento de la dentadura, que lo obligaba a seguir una dieta a base de pasta, queso, verduras estofadas, sopas y carne picada con salsa de tomate.
Pero el viejo Don no tardaría mucho en morir y entonces se produciría un cambio de poder. ¿Y si Pippi se convertía en la mano derecha de Giorgio? ¿y si Pippi se hacía con el poder mediante el uso de la fuerza?
En caso de que ello ocurriera, el ascenso de Cross sería imparable, sobre todo teniendo el cuenta la enorme riqueza que había adquirido con su participación en el Xanadú.
Los motivos que hacían aconsejable una acción, pensó Dante, no eran sólo el odio hacia Pippi de Lena, que se había atrevido a criticarle ante su propia familia, sino también razones de índole práctica.
Dante había establecido inicialmente contacto con Jim Losey en el momento en que su tío Giorgio había decidido cederle algunas parcelas de poder, confiándole la tarea de pagarle a Jim Losey el sueldo que éste percibía de la familia.
Como era de esperar se habían tomado toda suerte de precauciones para proteger a Dante en caso de que Losey se convirtiera en traidor.
Para ello se firmaron unos contratos según los cuales Losey trabajaba como asesor de una empresa de seguridad controlada por la familia Clericuzio.
En los contratos se especificaba el carácter confidencial que debería presidir todas las actuaciones de Losey, y se establecía que éste debería cobrar en efectivo; aunque en las declaraciones de la renta de la empresa el dinero se incluía en la partida de gastos y se utilizaba como perceptor a un testaferro de la empresa.
A lo largo de varios años, antes de establecer con él una relación más estrecha, Dante había efectuado varios pagos especiales a Losey. No se sentía intimidado lo más mínimo por su fama y le tenía simplemente por un hombre dispuesto a acumular los mayores ahorros posibles con vistas a la vejez. Losey tenía la mano metida en casi todo. Protegía a los traficantes de droga, cobraba de los Clericuzio para proteger el juego e incluso ejercía extorsión sobre varios destacados comerciantes para que le pagaran cuotas adicionales de protección.
El joven hacía todo lo posible por causar una buena impresión a Losey, y éste a su vez se sentía atraído no sólo por su taimado y perverso sentido del humor sino también por su desprecio de todos los princípios morales. Dante escuchaba con sumo interés las amargas historias que él le contaba sobre su guerra contra los negros que estaban destruyendo la civilización occidental. Él en cambio no tenía prejuicios raciales. Los negros no ejercían la menor influencia en su vida, y en caso de que la hubieran ejercido los hubiera eliminado sin piedad.
Dante y Losey tenían un poderoso instinto en común. Ambos eran muy presumidos, cuidaban mucho su aspecto y experimentaban el mismo impulso sexual de dominio sobre las mujéres. No obstante, semejante impulso era más una expresión de poder que una manifestación erótica.
Durante el período que Dante había pasado en el Oeste, ambos se habían acostumbrado a ir juntos a todas partes. Salían a cenar y recorrían las salas de fiestas, pero Dante jamás se había atrevido a llevar a su amigo a Las Vegas ni al Xanadú porque tal cosa no le hubiera sido útil para sus propósitos.
Dante se complacía en contarle a Losey los pormenores de sus actuaciones sexuales, en las que primero se dejaba dominar abyectamente por el poder de las mujeres y después las obligaba mediante el hábíl manejo de aquel poder, a colocarse en una posición en la que no podían evitar entregarse involuntariamente a él. Por su parte, Losey, que despreciaba un poco los trucos de Dante, le contaba de qué forma dominaba desde un principio a las mujeres con su sola presencia de macho y después las humillaba.
Ambos afirmaban que jamás hubieran obligado a mantener relaciones sexuales con ellos a ninguna mujer que no hubiera respondido favorablemente a sus galanteos. Y ambos estaban de acuerdo también en que Athena Aquitane hubiera sido un preciado trofeo en caso de que les hubiera dado alguna oportunidad. Recorrían juntos los clubs de Los Ángeles, elegían a las mujeres que más les gustaban y después comparaban notas y se burlaban de aquellas insensatas que creían poder llegar al límite máximo y negarles después el acto final. Las protestas de las mujeres eran a veces tan vehementes que Losey no tenía más remedio que enseñarles la placa y amenazarlas con detenerlas por prostitución, y puesto que casi todas ellas eran prostitutas a ratos perdidos, la amenaza daba resultado.