El Último Don (59 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: El Último Don
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En la puerta los recibió una sirvienta que los acompañó a un gran salón lujosamente amueblado.

El doctor Ocell Gerard era un hombre muy alto y corpulento, ímpecablemente vestido con un traje marrón a rayas, camisa blanca y corbata de seda marrón a juego. La barba le hubiera sentado bien para disimular sus mofletudos carrillos. Sus carnosos labios eran de un intenso color rojo oscuro. Se presentó a Athena y Cross, pero no prestó la menor atención a la niña. Athena y Cross experimentaron una inmediata aversión hacia él. No parecía un médico muy adecuado para la delicada profesión que ejercía.

Había una mesa preparada con té y pastas. Les sirvió una doncella. Poco después entraron dos jóvenes enfermeras enfundadas en unos severos uniformes de cofia blanca, y falda y blusa de color marfil. Las dos enfermeras se pasaron todo el rato estudiando atentamente a Bethany.

El doctor Gerard se dirigió a Athena:

—Madame, quiero darle las gracias por su generosa aportación a nuestro Instituto Médico para Niños Autistas. He estudiado su solicitud con absoluta discreción. Por este motivo llevaré a cabo el examen aquí, en mi centro privado. Ahora dígame exactamente qué espera usted de mí.

Tenía una suave y magnética voz de bajo que llamó la atención de Bethany. La niña lo miró fijamente, pero él no le hizo caso. Athena estaba nerviosa. Aquel hombre no le caía nada bien.

—Quiero que haga usted una evaluación. Quiero que la niña lleve una vida más o menos normal, si es posible, y estoy dispuesta a dejarlo todo con tal de conseguirlo. Quiero que la admita usted en su instituto. Estoy dispuesta a quedarme a vivir en Francia para ayudarla en su aprendizaje.

Lo dijo con una tristeza y una esperanza tan grandes y con un espíritu tan abnegado que las dos enfermeras la miraron casi con veneración. Cross se dio cuenta de que Athena estaba echando mano de todas sus dotes de actriz para convencer al médico de que aceptara a la niña en su instituto. La vio alargar el brazo para tomar cariñosamente la mano de Bethany.

El único que no parecía impresionado era el doctor Geard, que se dirigió a Athena sin mirar a Bethany.

—Por mucho amor que le dé, no podrá ayudar a esta niña. He examinado su historial y no cabe la menor duda de que es auténticamente autista. No puede corresponder a su amor. No vive nuestro mundo. Ni siquiera vive en el mundo de los animales. Vive absolutamente sola en una estrella distinta. Usted no tiene la culpa añadió, y en mi opinión tampoco la tuvo su padre. Se trata de una de esas misteriosas complejidades de la condición humana. Lo que yo haré será examinarla y someterla a unas pruebas más exhaustivas. Después le diré lo que podemos y lo que no podemos hacer en nuestro instituto. Si veo que no podemos hacer nada por ella, deberá usted llevársela a casa. Si podemos ayudarla, deberá usted dejarla aquí conmigo en Francia durante cinco años.

Se dirigió en francés a una de las enfermeras y ésta se retiró; regresó con un enorme libro con fotografías de célebres cuadros. Se lo ofreció a Bethany, pero era demasiado grande como para que la niña pudiera sostenerlo sobre las rodillas. El doctor Geard se dirigió a ella por primera vez, hablándole en francés. Bethany colocó inmediatamente el libro sobre la mesa y empezó a pasar páginas. Muy pronto se enfrascó en el estudio de los cuadros. El médico parecía un poco turbado.

—No quisiera ofenderla —dijo, pero es por el bien de la niña. Sé que el señor De Lena no es su esposo, pero ¿es posible que sea el padre de la niña? En caso afirmativo quisiera someterlo a unas pruebas.

—No lo conocía cuando nació mi hija —contestó Athena.

—Bon —dijo el médico encogiéndose de hombros. Estas cosas siempre son posibles.

Cross se echó a reír.

—A lo mejor el doctor ve en mí algunos síntomas.

El médico frunció sus labios rojos y asintió con la cabeza, esbozando una amable sonrisa.

—Sí, tiene usted ciertos síntomas. Todos los tenemos. ¿Qué sabe? Un centímetro de más o de menos y todos podríamos ser autistas. Ahora tengo que examinar exhaustivamente a la niña y meterla a algunas pruebas. Tardaremos por lo menos cuatro horas. ¿Por qué no aprovechan para dar un buen paseo por nuestra hermosa ciudad de París? Es la primera vez que viene, señor De Lena?

—Sí, —contestó Cross.

—Quiero quedarme con mi hija —dijo Athena.

—Como usted quiera, madame —dijo el médico, y dirigiéndose a Cross añadió —Disfrute de su paseo, Yo personalmente detesto París. Si alguna ciudad pudiera ser autista, parís lo sería sin duda alguna.

Pidieron un taxi, y Cross regresó a la habitación del hotel. No le apetecía ver París sin Athena y necesitaba descansar. Además había viajado a París para despejarse la cabeza y reflexionar.

Pensó en lo que le había dicho Falene. Recordó que Losey había acudido solo a Malibú, cuando lo normal era que los investigadores de la policía trabajaran en pareja. Antes de emprender viaje a París le había dicho a Vazzi que examinara el asunto.

A las cuatro ya se encontraba de vuelta en la sala de estar del médico. Lo estaban esperando. Bethany seguía estudiando el libro de los cuadros y Athena estaba muy pálida, el único signo físico que Cross sabía que no era fingido. Bethany se estaba atiborrando de pastelillos. El médico le retiró la bandeja y le dijo algo en francés. Bethany no protestó. Apareció una enfermera y se la llevó a la sala de juegos.

—Perdone, pero tengo que hacerle unas preguntas —le dijo el médico a Cross.

—Como usted quiera —dijo Cross.

El médico se levantó de su asiento y empezó a pasear arriba y abajo por la estancia.

—Le voy a decir lo que ya le he dicho a madame. En estos casos no hay milagros, absolutamente ninguno. Con un largo adiestramiento puede producirse una enorme mejoría en algunos casos, pero no es muy frecuente. En el caso de mademoiselle, hay ciertos límites. Tendrá que permanecer en mi centro de Niza por lo menos cinco años. Allí tenemos profesores capaces de explorar todas las posibilidades. Ese período nos permitirá saber si hay posibilidades de que la niña lleve una vida casi normal, o si tenemos que mantenerla permanentemente ingresada.

Athena rompió a llorar. Se acercó un pañuelito de seda a los ojos y Cross aspiró su perfume.

El médico miró a Athéna con semblante impasible.

—Madame está de acuerdo. Se incorporará a nuestro instituto como profesora... Bien. Se sentó directamente delante de Cross. Algunas señales son muy buenas. Tiene verdadero talento de pintora. Algunos sentidos están muy alerta y no los oculta. Mostró interés cuando le hablé en francés, un idioma que no comprende pero intuye. Eso es una buenísima señal. Otra cosa que también es positiva es que la niña ha dado muestras de echarle a usted de menos esta tarde, lo cual significa que experimenta algún sentimiento por otro ser humano y que a lo mejor este sentimiento se puede ampliar. Muy insólito, pero tiene una explicación no demasiado misteriosa. Cuando se lo comenté a la niña me dijo que usted era guapo. Le ruego que no se ofenda señor De Lena. Le hago la pregunta por razones médicas y para ayudar a la niña, no para acusarle a usted de nada. ¿Ha estimulado usted sexualmente a la niña de alguna manera, tal vez sin querer?

Cross se llevó tal sorpresa que estalló en una carcajada.

—No sabía que hubiera reaccionado a mi presencia, y nunca he dado ocasión para que reaccionara.

Athena enrojeció de cólera.

—Eso es ridículo —dijo. Nunca ha estado solo con ella. El médico insistió.

—¿Le ha hecho usted en algún momento alguna caricia física? No me refiero a tomar su mano, acariciarle el cabello ni siquiera darle un beso. La niña es muy pequeña, y por consiguiente su acción sería de carácter puramente físico. No sería usted el primero en sentirse atraído por semejante inocencia.

—A lo mejor intuye mi relación con su madre —dijo Cross.

—Su madre no le importa —dijo el médico. Perdóneme, madame, pero ésa es una de las cosas que tiene usted que aceptar... No le importa ni la belleza de su madre ni su fama. Son cosas que ralmente no existen para ella. Es por usted por quien siente algo. Piénselo bien. A lo mejor una inocente muestra de ternura, alguna acción involuntaria.

Cross lo miró fríamente.

—Si así fuera se lo diría, para poder ayudarla.

—¿Siente usted cariño por esta niña? —preguntó el médico.

—Sí, —contestó Cross tras dudar un instante.

El doctor Gerard se reclinó contra el respaldo de su asiento y entrelazó los dedos de las manos.

—Le creo —dijo. Y eso me infunde una gran esperanza. La niña reacciona con usted, puede que consigamos ayudarla a reaccionar con otras personas. Hasta es posible que algún día tolere a su madre. Eso será suficiente para usted, no es cierto, madame.

—Oh, Cross —dijo Athena. Espero que no te hayas enfadado.

—No te preocupes —dijo Cross.

El doctor Gerard lo estudió detenidamente.

—¿No se ha ofendido? —le preguntó. Muchos hombres se lo hubieran tomado muy a mal. El padre de una paciente llegó a agredirme, en cambio usted no está enfadado. Dígame por qué.

Cross no podía explicarle al médico, y ni siquiera a Athena, hasta qué extremo la máquina de los abrazos de Bethany lo había afectado. Le recordaba a Tiffany y a todas las coristas que habían hecho el amor con él y lo habían dejado totalmente vacío de sentimientos, a todos los Clericuzio e incluso a su padre, que siempre lo habían hecho sentirse aislado y desesperanzado. Y también a las víctimas que había dejado a sus espaldas y que eran como unos personajes de un mundo espectral que sólo se hacía realidad en sus sueños.

Cross miró al médico directamente a los ojos.

—Quizá porque yo también soy autista —dijo. O quizá porque tengo crímenes peores que ocultar.

El médico se reclinó contra el respaldo de su asiento y, sonriendo por primera vez, —dijo en tono complacido:

—Vaya. ¿Quiere venir a hacerse unas pruebas? Los dos se echaron a reír.

—Bueno, madame —dijo el doctor Gerard. Tengo entendido que regresa usted a Estados Unidos mañana por la mañana. ¿Por qué no me deja a su hija? Mis enfermeras son muy competentes y le aseguro que la niña no la echará de menos.

—Pero yo la echaré de menos a ella —dijo Athena. ¿Podría quedarme con ella esta noche y traerla de nuevo mañana por la mañana? Hemos fletado un avión y puedo irme cuando quiera.

—Por supuesto que sí, —contestó el médico. Tráigala por la mañana. Mis enfermeras la acompañarán a Niza. Ya tiene usted el teléfono del instituto y sabe que me puede llamar todas las veces que quiera.

Se levantaron para marcharse. Athena besó ímpulsivamente al médico en la mejilla. El doctor Gerard se puso colorado pues no era insensible a su belleza y a su fama a pesar de su pinta de ogro.

Athena, Bethany y Cross se pasaron el resto del día paseando por las calles de París. Athena le compró a Bethany un vestuario completo; utensilios de pintura y una enorme maleta para guardar las cosas. Después lo enviaron todo al hotel.

Cenaron en un restaurante de los Campos Elíseos. Bethany comió como una fiera, sobre todo pasteles. No había pronunciado una sola palabra en todo el día ni había respondido a los gestos de afecto de Athena.

Cross jamás había visto unas manifestaciones de amor como las que Athena le prodigaba a su hija salvo en su infancia, cuando su madre Nalene le cepillaba el cabello a Claudia.

En el transcurso de la cena Athena sostuvo la mano de Bethani en la suya, le quitó las migas de la cara y le explicó que regresaría a Francia después de un mes y se quedaría con ella en la escuela durante cinco años.

Bethany no le hizo el menor caso.

Athena le explicó con entusiasmo que aprenderían juntas francés, irían a los museos, verían los cuadros de los grandes pintores y ella podría dedicar todo el tiempo que quisiera a pintar cuadros. Añadió que viajarían por toda Europa y que visitarían España, Italia y Alemania.

De pronto Bethany pronunció sus primeras palabras de aquel día.

—Quiero mi máquina.

Como siempre, Cross se sintió rodeado por una atmósfera sagrada. La encantadora niña parecía una copia de un hermoso lienzo al que le faltara el alma del artista, como si su cuerpo se hubiera vaciado para que únicamente lo pudiera llenar la presencia de Dios

Ya había oscurecido cuando regresaron al hotel. Bethany caminaba entre los dos. En determinado momento la cogieron por las manos y la levantaron en el aire. Por un instante pareció que a la niña le gustaba, hasta tal punto que pasaron de largo al llegar a la entrada del hotel.

Fue entonces cuando Cross experimentó exactamente la misma sensación de felicidad que había sentido durante el almuerzo en el bosque. Todo consistía en estar los tres juntos, cogidos de la mano. Se llenó de asombro y horror ante aquella muestra de sentimentalismo.

Al final volvieron al hotel. Tras haber acostado a Bethany, Athena regresó a la sala de estar de la suite, donde Cross la estaba esperando. Se sentaron el uno al lado del otro en el sofá lavanda, cogidos de la mano.

—Amantes en París —dijo Athena sonriendo, y ni siquiera hemos tenido ocasión de dormir juntos en una cama francesa.

—¿Te preocupa dejar a Bethany aquí? —preguntó Cross.

—No —contestó Athena. No nos echará de menos.

—Cinco años es mucho tiempo —dijo Cross. ¿Estás dispuesta a renunciar a cinco años de profesión?

Athena se levantó y empezó a pasear por la estancia.

—Me enorgullezco de poder prescindir de mi trabajo de actriz. Cuando era pequeña soñaba con ser una gran heroína, María Antonieta dirigiéndome a la guillotina, Juana de Arco consumiéndose en la hoguera, María Curie salvando a la humanidad de algún desastre. Y por supuesto, lo más ridículo que puede haber; dejarlo todo por el amor de un gran hombre. Soñaba con vivir una existencia heroica y estaba segura de que sería pura de alma y de cuerpo y que iría al cielo. Aborrecía la idea de asumir compromisos, especialmente a cambio de dinero. Había tomado la firme decisión de no hacer jamás el menor daño a ningún ser humano en ninguna circunstancia. Todo el mundo me querría, incluida yo misma. Sabía que era lista, todo el mundo me decía que era guapa y había demostrado no sólo que era competente sino también que tenía talento. ¿Y qué hice? Me enamoré de Boz Skannet. Me acostaba con los hombres no por deseo sino para favorecer mi carrera. Di la vida a un ser humano que a lo mejor nunca me querrá ni querrá a nadie. Después maniobré hábilmente, exigiendo el asesinato de mi marido. Pregunté sin demasiado disimulo quién accedería a eliminar a aquel marido que tanto me molestaba. Apretó la mano de Cross con la suya. Te lo agradezco de corazón.

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