Ésa fue su mejor época: estaba ganando mucho dinero y había hecho amistad con algún cristiano que no le resultaba del todo desagradable. Uno de ellos le había invitado a comer a su casa, donde la madre del chico le sonreía con unos dientes muy blancos. Caía tan rendido por las noches que ya no pensaba en alcohol ni en hachís. En la calle de Argenters ya no estaban aquellas chicas de las batas transparentes.
La construcción estaba en alza y Mimoun iba adquiriendo las habilidades del oficio propias del país, y cada vez se le hacía más fácil alinear los ladrillos en fila uno junto a otro y una fila encima de otra. Tenía más destreza de la que se podía esperar en estos casos y la resistencia que demostraba maravillaba a más de uno. Parecía que por fin su destino sería el que tenía que haber sido desde buen principio.
Mimoun siempre explica que las envidias de los demás hacen mucho daño. Que cuando las cosas te van mal o no destacas especialmente en nada no corres peligro, pero que el hecho de tener éxito te hace estar en el punto de mira de los que tienen el corazón tan estrecho que no pueden desear que a los otros les vaya bien. Colocaba uno de los ladrillos bajo el cordel del equilibrio y retiraba el mortero sobrante que resbalaba por los lados cuando su tío se lo dijo. Ya faltaba poco para terminar y Mimoun había mirado de soslayo, cerrando un ojo, la hilera que acababa de hacer para comprobar que estuviera recta, cuando su tío le dijo, ¿y qué? ¿Es que tu mujer no te echa de menos? Todo habría sido muy normal si su tío no hubiese continuado y no hubiera especificado a qué tipo de añoranza se refería. Sí, hombre, ya me entiendes, las mujeres cuando son vírgenes no lo necesitan, pero si la tuya ya se había acostumbrado… No tuvo tiempo de acabar la frase. Mimoun le arreó un golpe con el mango de la paleta que tenía en las manos y el cemento debió de ir a parar al pelo de su tío. Mi mujer no es una puta como la tuya, ¿me oyes?, no lo es. No vuelvas a hablarme así nunca más, le decía mientras le iba dando patadas. Yo no soy un marica como tú, le debía de decir con esos ojos que pone cuando las cosas no salen como él quiere, muy redondos y con las cejas muy juntas.
Mimoun se fue y lo dejó allí tendido. Puede que diera una vuelta por debajo de las arcadas de la plaza de la capital de comarca antes de irse a emborrachar a algún bar de aquellas calles tan estrechas. Llegó al portal de su casa a trompicones y empezó a gritar y a llamar a la puerta cuando ya era noche cerrada. Perdóname, tío, yo no te quería hacer daño, perdóname. Pero nadie abría mientras él seguía bramando. Nadie.
Debió de pasar horas intentando echar abajo la puerta, pero el peso de su cuerpo en ese estado etílico le impedía hacerlo con todas sus fuerzas, así que tuvo que pasar la noche acurrucado sobre el felpudo en el que ponía bienvenidos.
Al día siguiente ya no recordaba si había visto a alguien salir del piso o no, pero encontró junto a él la maleta de hebillas no tan brillantes y una bolsa con la comida que guardaba en la nevera.
Apalizar al único conocido de tu mismo pueblo en una ciudad capital de comarca como aquélla, tan lejos de la ciudad capital de provincia, no había sido una de las mejores ideas que había tenido Mimoun. Se fue a buscar a ese chico que le había caído medio bien en la obra y le preguntó si lo podía acoger, aunque fuera por una noche, mientras buscaba una habitación de alquiler. No puedo, tengo mujer e hijos, le dijo, no cabrías. Mimoun sabía que no era ése el motivo principal, pues él tampoco habría dejado entrar en su casa a un tipo con la pinta que tenía él en ese momento y con la fama que ya le precedía incluso en aquel rincón del mundo.
Mimoun se pasó el día vagando por las calles, tratando de encontrar a algún conocido o de distinguir a algún paisano suyo que pudiera necesitar un compañero de piso. Fue a lavarse a los lavabos del restaurante que tenía aquella carta con fotos grasientas de las comidas grasientas que allí se servían y no se separó ni un instante de su maleta de hebillas, ahora todavía menos brillantes.
Malparido, musitó cuando se acercaba la noche. Para no pensar más en cómo era su tío, empezó a emborracharse tan pronto como le permitía su estómago y hasta tan tarde como le dejó su bolsillo. ¡Maldito marica! Debía de dar muchas vueltas antes de comenzar a buscar un sitio donde poder dormir, aunque sólo fuera un rato. Regresó al lugar del que se había marchado por la mañana e insistió con unos cuantos golpes antes de rendirse. El puente tan antiguo por debajo del que pasaban aguas tan apestosas se le presentó como la única solución. Ya había dormido en la calle una vez; al menos ahí debajo no pasaría frío, o pasaría menos que a plena intemperie.
Así pues, ésa fue la primera noticia de Mimoun que llegó a casa de los Driouch después de su segundo viaje: que el hijo mayor del abuelo dormía debajo de un puente en una tierra donde todo era posible. Madre aún no sabe si eso sucedió de verdad o si fue una invención de su tío, tan envidioso, pero durante la llamada que cada quince días hacía a su mujer, en la ciudad, el tío de Mimoun contó eso. Que Mimoun no cambiaría nunca y que ahora le había dado por vivir debajo de un puente, que no sacarían nada bueno de ese chico.
Sí que es cierto que el que sería el gran patriarca fue a parar una noche debajo de las antiguas piedras del puente románico, pero también es cierto que al día siguiente volvió a tratar de buscar a alguien que le fuera más familiar que el resto de rostros sonrojados y abstractos, y que esta vez la búsqueda había dado sus frutos. No fue él quien encontró al chico de cabellos tan lisos y con aquel flequillo ridículo que le enmarcaba la cara de pan que tenía, Mimoun ni se debió de fijar, pensando que la conversación que pudieran tener se ceñiría al escaso vocabulario que había recuperado en su segunda estancia en ese país.
Fue el otro quien lo estuvo observando durante un rato mientras compartían barra, y cuando Mimoun ya le iba a dar un puñetazo, pensando que se le estaba insinuando, el chico, sonriente, le dijo, ¿qué te pasa que andas perdiendo el tiempo por aquí? El hecho de que le hablara en su propio idioma lo pilló a contrapié, y Mimoun transformó el gesto de enojo en una amplia sonrisa. Malparido, yo pensaba que eras un maldito cristiano; ¿por qué no me has hablado antes?, a mí sí que se me nota que soy moro. Y tan moro, debió de decir el otro mientras se daban un apretón de manos.
El chico se llamaba Hamed, pero todos lo conocían como Jaume, que venía de Jaime, y entretuvo a Mimoun con todo un repertorio de chistes de zorros y leones. Cuando hacía ya rato que se reían y él ya no se acordaba de su situación, Jaume le dijo, ¿es que te vas de viaje?
Seguramente Mimoun le contó que el malparido de su tío había insultado a su mujer y que, ya sabes,
sahbi
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, hay cosas que uno no puede consentir si quiere salvar su honor. Le debió de relatar orgulloso la de hostias que le dio y cómo había acabado toda la historia.
Así fue cómo el gran patriarca, que todavía no lo era del todo, se vio entrando en el piso de la calle de la Celada, un piso tan deteriorado como el primero, pero lejos de las pestilencias del río y de los curtidores. Entró en su habitación feliz por haber conocido a aquel hombre de facciones extrañas que le hablaba en la lengua más cercana que conocía. Aún no sabía que esa amistad se mantendría durante casi toda una vida.
ENCASA
Jaume se ocupaba de la casa igual que las mujeres. El piso donde vivían no era mucho mejor que el que Mimoun había compartido con su tío, pero él tenía ganas de volver allí después de trabajar. Quizá fuera porque Jaume siempre preparaba café al llegar a casa y cuando Mimoun entraba por la puerta ya notaba el olor. Quizá porque los curtidores quedaban lo bastante lejos como para que el aroma del café no se mezclara con los hedores de los vertidos de las fábricas. O quizá porque a Mimoun el río no le había traído demasiada buena suerte y sentía que era mucho mejor para su espíritu estar alejado del agua.
Hacía tiempo que Mimoun echaba de menos tener la casa limpia; no sabía que eso era lo que le hacía estar siempre con la mandíbula apretada. Su tío y él dejaban la ropa sucia esparcida por todo el piso, los platos se amontonaban hasta que ya no sabías qué hacer para desmontar el castillo lleno de comida reseca. Mimoun había llegado a comprar una vajilla nueva al no encontrar nada donde poner la cena. Y no era que le gustase vivir así, con el suelo pringoso pegándose a los zapatos y aquel ruidillo de chuf, chuf; no, sólo era que no sabía cómo encargarse de la casa. Su madre y sus hermanas lo habían educado para hacer de señor, y su mujer había proseguido la costumbre. Aún ahora, si se le ocurre pelarse una fruta, corre hacia él cualquiera de las tías y le dice, no, no, no, ¿qué haces? Habiendo tantas mujeres como hay en esta casa, ¿cómo puedes pretender hacerte tú mismo las cosas? Venga, déjame, que es tarea nuestra.
Por eso Mimoun no entendía a un individuo tan excepcional como Jaume, al que consideraba casi como un ser híbrido por la destreza que demostraba con los estofados de pollo con patatas o con aquella especie de crepes llenas de burbujas. No, era un hombre, estaba seguro de ello, pero no sufría la disminución natural de su género a la hora de hacer las labores del hogar. Mimoun pasaba su tiempo libre contemplándolo desde el sofá con una lata de cerveza y un cigarrillo mientras el otro pasaba la fregona por todos los rincones. Oye,
sahbi
, intenta no levantarte hasta que se haya secado, ¿vale? Y él contestaba aquello de sí, señora.
Mimoun se burlaba siempre, pero el otro esquivaba los dardos venenosos que salían de su lengua. Aun antes de que él dijera nada, Jaume ya se había reído de sí mismo tanto como podía y así neutralizaba el ataque de Mimoun antes de que a éste se le ocurriera. Cuando Mimoun le preguntaba que cómo había ido a parar a ese país un hombre como él, que cuáles habían sido los motivos de su migración, Jaume siempre respondía lo mismo: ¿no ves que me expulsaron de allí por no parecer lo bastante moro? Me vieron tan rubito y tan blanco que no me quisieron,
sahbi
, ya lo ves. Y su compañero de piso se reía, aunque la bromita ya no fuera ninguna novedad. No había día en que no le hiciera la misma pregunta, y el otro continuaba abriendo la boca con la misma respuesta. Además, con el flequillo cortado así, añadía siempre Mimoun, ¿qué te crees?, ¿que eres un Beatle o qué?
La calidad de vida del gran patriarca mejoró mucho desde que conoció a Jaume; no sabemos cuál era el motor que lo movía a actuar de esa manera, pero lo cierto es que era la primera vez que Mimoun podía tener la certeza de que hay quien te ayuda porque sí, que se da porque sí.
Jaume no sólo le hacía sentirse a gusto en casa como no se había vuelto a sentir desde que se había marchado del pueblo, sino que lo sacaba de muchos líos. Lo había frenado en el mercado cuando Mimoun quiso pegar a un vendedor que se reía de su forma de hablar la lengua del país o de esa costumbre que conservaba de pedir póngame tantas pesetas de patatas o tantas otras de tomates. Mimoun solía ponerse a gritar cuando el dependiente en cuestión empezaba a reírse con un ¿y éste qué dice ahora? despectivo, y Jaume, que lo veía venir, se lo llevaba del puesto. Estás muerto, tenía tiempo de gritar Mimoun a ese hombre, que ya no se reía. Hacía ese gesto que él siempre hace para asustar a los demás y que sabe que impresiona. Se pasaba veloz la mano extendida junto al cuello, estirándolo amenazante.
A pesar de esa clase de sucesos, en general Mimoun había mejorado bastante. Trabajaba las horas que le tocaban y tenía muchas menos discusiones con su jefe, llegaba rendido a casa y cada vez salía menos a emborracharse. Incluso se había comprado un cubo de albañil, una paleta propia y un nivel y hacía trabajillos por su cuenta durante los fines de semana. Cambiaba baldosas de lavabos llenos de moho, levantaba paredes de granjas que se habían caído y reparaba suelos pavimentados llenos de grietas.
Ya casi no tenía tiempo de pensar en madre y en si se iría con otro o no o en si le debía de hacer todo el caso que él le había exigido. El tiempo iba pasando y las palabras de su tío le habían ido resonando de vez en cuando dentro del magín. ¿Necesidades, dice el malparido?, ¿qué necesidades debe de tener mi mujer?
Un día se levantó por la mañana y decidió que añoraba su casa. Sin ninguna explicación, así, sin reminiscencias proustianas ni nada de nada, lo decidió. Tenía suficientes ahorros para el viaje, para volver y para comprar regalos para todo el mundo. Mimoun ya no pensaba en comprar ningún camión cuando hizo su primer viaje de vuelta, que ahora lo era de verdad, y no una expulsión.
NO ME ENGAÑARÁS NUNCA MÁS
Mimoun vuelve a casa, Mimoun vuelve a casa, madre, madre, ya está aquí. ¡Nuestro hermano ha vuelto! Las tías gritaron en cuanto lo vieron subir por el camino de piedra que venía de la carretera y a la abuela le debieron de temblar las rodillas de la emoción, eso dice. Madre no debía de saber cómo comportarse. ¿Tenía que estar contenta de recibir a su marido? ¿Lo debía demostrar delante de todos o sólo ante él? ¿Qué tenía que demostrar si ni siquiera sabía qué sentimientos le provocaba aquel hombre al que hacía dos años que no veía?
Tu marido está aquí, le habían dicho las hermanas de Mimoun, pero ella no se movió, tan sólo lo miró mientras él la contemplaba con esa especie de chispa en los ojos. Le había cogido la mano, nada más, por vergüenza a mostrar demasiado afecto delante de la familia. Las hermanas se reían, seguro que lo que habías pensado es cogerle sólo de la mano, ¿verdad?
Pero a madre ya le dio vergüenza sólo que la mirara de aquel modo delante de todo el mundo. Que es tu marido, chica, le dijo su suegra, y no muerde a menos que le dé un ataque de los suyos. Era un buen momento para bromear con Mimoun.
Sus hermanas lo llevaron hasta la habitación y le hicieron sentarse, lo descalzaron y le trajeron el lavamanos. Os he comprado un jabón que ya veréis qué piel os deja, nada que ver con ese pastoso y seco que me dais. Ya lo veréis. Allí mismo, con el primer vaso de té hirviendo y un cigarrillo entre los dedos, Mimoun empezó a contar lo bien que le iba todo. Se puede decir, y no digo ninguna mentira, que tengo mi propia empresa. Un piso donde ya os gustaría vivir, ya, con comodidades que aquí no encontraríais jamás.
¿Sabéis que es una lavadora?, ¿a que no? El día que aquí os llegue la electricidad y montemos una cisterna para tener agua corriente, os prometo que os enviaré una por correo certificado y ya no tendréis que bajar más al río a desgastaros las palmas de las manos contra aquellas piedras.