Bajó las escaleras a toda prisa. Isabel debía de sentir esa inquietud ante lo desconocido cuando Mimoun la volvió a mirar a los ojos muy adentro. Ven, le dijo, y ella se había dejado llevar. Ven, que yo vivo muy cerca de aquí, y ella probablemente pensó que por qué no, que un mozo así no se prueba demasiado a menudo, que ya estaba cansada de tanta fregona arriba y abajo y que aquello se lo merecía. No sabemos si también se lo merecía el olor que despedía la manta después de tantas noches sobre el cuerpo alcoholizado de Mimoun, pero intentó no oler nada mientras él no paraba de hablar. La confusión en el uso de las vocales la enfriaba por momentos,
¿tiguchta
?, decía él, y ella debía de pensar que si se callara todo iría mejor, pero no dijo nada hasta que se sintió mojada por dentro y tuvo la certeza de que ese hombre le traería un montón de problemas que todavía no había tenido.
Así fue como Mimoun conoció a Isabel, un nombre que crecería con nosotros en los primeros tiempos de nuestra infancia, a pesar de estar tan lejos. Pero Mimoun cuenta, sobre todo cuando ha bebido, que las cosas fueron al revés. Que primero dudó que yo fuera hija suya y después, de la rabia que le dio todo eso, decidió vengarse de madre buscándose una cristiana a quien engancharse y que se le enganchase.
LA HIJA DEL HIJO
Yo nací cuando debía, pero hay quien dice que me adelanté más de lo conveniente y que ese hecho destrozó la familia y provocó un dolor de los que te persiguen toda la vida. Yo, la verdad, ya no sé si hice bien en nacer. Todavía pienso que quizá no lo tendría que haber hecho, eso de nacer porque sí, como un capricho mío y punto.
La noticia había sido grabada en una cinta de casete en la que la abuela decía hijo mío, soy yo, tu madre, quien te habla desde tan lejos para anunciarte una nueva que te hará muy feliz. Tu mujer ha dado a luz, gracias a Dios, y ha sido una niña preciosa. Mimoun lo había escuchado con ese chasquido de fondo que hacen las cintas grabadas y había sonreído al aparato, lo había abrazado y saltaba de alegría como si la suerte le hubiera sonreído por primera vez en su vida. Fue a buscar a Jaume y bailó un rato, lo cogió por el cuello, aunque era un hombre de peso, y salió a la calle saltando y cantando como si estuviera loco. Después se llegó hasta el snack de la plaza e hizo abrir un par de botellas de cava; no sabemos si los que estaban allí lo conocían o no, pero él invitaba a todo el mundo para celebrar el nacimiento de su primera hija. Soy padre de una niña preciosa, decía, es preciosa, y quienes lo rodeaban debían de encontrar un poco extraño que un moro celebrase un nacimiento de esa manera. Pero nadie dijo nada y todos lo felicitaron por su paternidad, sin saber que si esta vez Mimoun era tan feliz por haber procreado era porque veía cumplido el sueño de tener una hija. Las niñas son más leales a los padres, te hacen más caso y te quieren de todo corazón, y no por la obligación de ser tus hijos. Y te lo demuestran, las niñas te demuestran que te quieren hagas lo que hagas y su amor siempre es incondicional.
Yo ya nací con este deber afectivo, con una madre arisca domesticada desde el principio de su matrimonio y un padre al que no vería muy a menudo; con esta herencia tenía que cumplir mi deber afectivo.
Mimoun siempre cuenta que estuvo tres días de fiesta, que fue a todos los bares donde lo conocían a beber a mi salud y que en todas partes le daban golpes en la espalda y lo felicitaban. Incluso su tío, al que se encontró por casualidad en el bareto donde antes pasaban las tardes, le había dicho, muy bien, eres todo un hombre, tú. Te pasas un mes en casa y ya le haces una criatura a la mujer. No debiste de descansar mucho, no. ¿Cuánto dices que hace de tu viaje?
Y allí se quedó suspendida la pregunta, que fue saltando arriba y abaJo entre el humo de los cigarrillos y los farias hasta que Mimoun tuvo un instante de lucidez. Algo dentro de su cabeza nublada por el alcohol hizo dic. Clic, Mimoun, piensa un poco, Mimoun. Llevas unos cuernos como los de un toro y encima lo celebras, te la ha metido, la mala puta, y bien metida. Si la niña acaba de nacer, el embarazo no ha durado nueve meses, ha durado siete, justo el tiempo que hace que esa desgraciada me contó lo de la visita a su padre enfermo. Enferma se va a quedar ella para siempre.
Ya no lo debió de celebrar más y se pondría a pensar en cuál era la mejor forma de salvar su honor.
Mientras yo crecía dentro de una caja de zapatos cubierta de algodón y nadie sabía si viviría o no, con las orejas aún pegadas al cráneo y membranas entre los dedos de las manos, Mimoun pensaba qué podía hacer con todo lo que no tendría que pasar si creas vínculos verdaderos con alguien.
Ya había enviado el dinero para celebrar el nacimiento, pero toda la familia estuvo de acuerdo en esperar más de los siete días establecidos para dar a conocer al nuevo miembro; querían esperar a saber si yo viviría o no. Y yo no me decidía y madre ponía su oreja junto a mi boca para saber si respiraba o no, me amamantaba sacándose la leche y haciéndomela tragar con una jeringa. Quizá habría podido escoger no vivir, pero con tantos esfuerzos que me dedicaban no tuve otro remedio.
Y al otro lado del estrecho el patriarca se sentía medio contento y medio enfurecido por tener una hija que no era suya o que no podía asegurar que lo fuera. Había tenido tantas ganas de tener descendencia femenina que se permitió la dudde creer que quizá sí que fuera suya. Sobre todo después de haber hablado por teléfono con su padre y de haberle dicho que le diera el divorcio a su mujer. Envíala con su padre, es evidente que me ha engañado y todos vosotros sois sus cómplices. No quiero saber nada y conmigo ya no contéis. Pero ¿de qué hablas?, dijo el abuelo, la niña ha nacido antes de lo que le tocaba, ha pesado un kilo y medio y no está del todo formada. La tenemos entre algodones bien calentita para que acabe de ganar un peso que le sea saludable. Tu mujer no te ha engañado, no encontrarás ninguna otra mujer que te sea tan fiel. Si la repudias seré yo quien te desheredará.
Aunque el abuelo lo había medio convencido, a partir de entonces Mimoun ya tuvo una justificación objetiva para su enfado hacia madre y hacia el resto del mundo. Era un hecho absoluto que había tenido una hija antes de lo que sería decente, era evidente que el único argumento que podía desmentir su hipótesis estaba a miles de kilómetros y testimoniado por su padre. Pero ¿y si todos eran cómplices y mi pequeñez sólo era una invención para proteger a madre? ¿Y si todo el asunto formaba parte de una conspiración contra él por el simple hecho de que su mujer caía más en gracia a sus padres que él mismo?
Yo, con tanto alboroto y con un espíritu de rebeldía que debía de haber heredado del propio Mimoun, decidí vivir.
ABEJAS
Mimoun se fue aferrando a Isabel más de lo que se había aferrado a una mujer de ésas. Ya no existía la emoción de saber si se dejaría o no se dejaría hacer aquello o aquello otro, porque ella no tenía ningún límite. Hasta se podría decir que lo amaba, ella a él, seguro. Él a ella, quizá, si admitimos la premisa de que Mimoun pueda amar, claro.
Se habían ido viendo cada vez más a menudo. Desde que le había presentado a sus hijos no le importaba ir a visitarla día sí y día también. ¿Tienes unos hijos racistas o qué?, le preguntaba a Isabel cuando alguno de ellos lo miraba brevemente y soltaba un resoplido de conformidad. Que no, hombre, que no, es que a ellos les gustaría que volviera con su padre, ya lo sabes.
Y Mimoun seguía encontrando horrorosas las figuritas de porcelana de los estantes de cristal, y el perro que servía de paragüero, y las pieles de conejo encima de las mesitas entre los sofás. Aquella casa no era un hogar y Mimoun no sabía exactamente por qué. Pero había una parte del mueble del comedor que se abría y dejaba al descubierto botellas con licores de todo tipo, y todo estaba bastante limpio.
Durante un cierto tiempo Mimoun pasó más noches en casa de ella que en casa de Hamed, pero oficialmente no vivía allí. No llevaba la ropa a lavar ni ponía a Rachid Nadori, que cantaba canciones sobre inmigrantes y sobre mujeres que te maltratan. Sólo un cierto tiempo, hasta que Mimoun decidió que necesitaba una mujer, que su compañero de piso estaba muy bien, pero que no le podía ofrecer aquello de las caricias cuando estaba medio dormido.
Hasta que un día se presentó en casa de Isabel con las maletas y la manta
made in China
. Ella la escondió en el fondo del armario después de llevarla a la tintorería, avergonzada de lo hortera que llegaba a ser. Mimoun, por su parte, fue desplazando cada vez más aquel paragüero odioso hasta que fue a parar al cuarto de la plancha, vuelto de cara a la pared. Por un lado aún se le podía ver la lengua, que le colgaba por fuera.
Es probable que Isabel no pensara demasiado en si Mimoun le habría tenido que pedir permiso para quedarse en su casa o no, pero parecía el paso lógico después de ver a qué ritmo avanzaba la relación. Ella debía de creer que por fin estaba rehaciendo su vida y que se fastidiase su ex al verla con un hombre más joven, y encima moro. Seguro que pensará que la tiene más larga y que por eso lo quiero en mi cama. Y aunque la medida no importara, a ella le satisfacía que los celos de su ex pudieran venir por eso. A Mimoun, también. No hay nada como la sensación de pensar que te estás tirando a la mujer de otro: como las casadas ya le habían traído suficientes problemas, valía más una no casada pero que hubiera sido la esposa de otro.
Si él se divorciase, su mujer tendría que seguirle siendo fiel hasta la muerte; por algo había sido el primero en tenerla.
Así fueron sucediendo las cosas: mientras yo crecía al otro lado del estrecho envuelta en trapos y untada cada noche con aceite de oliva, Mimoun no le decía nada a Isabel de que tenía algo parecido a una familia en algún lugar del mundo. De hecho, a ella debería darle igual si tenía mujer y tres hijos en el pueblo cercano a la capital de provincia, era sólo que valía más no decirle nada, porque en aquel país las mujeres se ofenden por asuntos de lo más normales.
Y, por supuesto, a madre tampoco le había hablado de Isabel, ni en los registros sonoros que enviaba por carta ni en las conversaciones que mantenía por teléfono con su padre de vez en cuando. Jaume no dejaba de decirle,
sahbi
, ¿no ves que vas a desgraciarte la vida, que no te conviene meterte donde te estás metiendo? Cuando sepan lo que estás haciendo te la cortarán a trozos las dos. Entonces Mimoun sacaba el discurso de la infidelidad de su mujer y se justificaba sin grandes problemas. ¿Has visto ya a tu hija? Quizá sea clavada a ti y tú aún dudas de tu paternidad. Podrías disfrutar, y mucho, si no permitieses que el mismo demonio te dijera al oído esa clase de disparates.
Mimoun no me conoció hasta más tarde. Dicen que cuando yo tenía siete u ocho meses decidió que debía ir a reencontrarse con los suyos. Hizo las maletas y le contó a Isabel lo mismo que había contado en la empresa para la que trabajaba. Que su madre había muerto y que tenía que acudir al entierro. Y de paso aprovechó para pedirle dinero a Isaoel y un anticipo a su jefe. Ninguno de los dos sabía que la madre de Mimoun se moriría muchas más veces para poder justificar otros viajes y otros préstamos precipitados.
Las tías siempre dicen que no habían visto nunca tan feliz a Mimoun como el día que me conoció. Que no me dejaba en paz, que no hacía más que abrazarme y que ellas no le han visto querer nunca a nadie de esa manera, ni a su propia mujer. Que le desconcertó el hecho de que me pusiera a llorar la primera vez que lo vi y que se enfadó con todo el mundo por eso. Pero al cabo de un par de días yo ya le tiraba del bigote y le reía como reía a todos los conocidos que entonces me rodeaban.
Cuentan que nos acostumbramos tanto el uno al otro que ya no nos pudimos separar. Él me llevaba a todas partes, donde no se suelen llevar bebés de esa edad, y le gustaba sentarse conmigo bajo las higueras del huerto. Dicen que como yo no era capaz todavía de sentarme sola, me puso un montón de piedras encima de la falda del vestido que me rodeaban y servían de contrapeso para mantenerme con la espalda recta. Pobre hija, decía madre, que no es bueno que una niña vaya tan arriba y abajo, y aún menos a los sitios adonde Mimoun me llevaba.
Hasta que pasó todo aquello de las abejas y Mimoun volvió a dudar de si yo era o no hija suya. Yo todavía no sé qué parte de culpa tuve en todo ese asunto. Madre cuenta que él había ido a pasear por el campo, como le gustaba hacer cada vez que
volvía
, y que había topado con un nido de abejas que le picaron por toda la cara. Se le hincharon los ojos y casi no podía abrirlos. Le salieron unas protuberancias en el labio inferior, y también en las mejillas, y en la frente.
De esa guisa volvió a casa, cerca del anochecer, cuando la abuela ya había empezado a encender velas y candiles para iluminar antes de que oscureciera del todo. Madre debía de estar ocupada entre los fogones de la cocina. En cuanto lo vieron, todas las mujeres habían corrido a traer barro del patio de afuera y se lo habían puesto por toda la cara. Así, lleno de bultos y con el rostro enfangado, Mimoun dijo traedme a la niña que la echo de menos. Sus hijos mayores lo miraban asustados y no tardaron mucho en salir corriendo a buscar al abuelo, pero a mí me llevaron a verle, porque me añoraba. ¿Y qué tenía que hacer yo, viéndole con esa pinta? Seguramente no lo reconocí, o lo reconocí más que nunca, pero se ve que en cuanto me tuvo entre sus brazos yo ya no dejé de llorar, como si me fuera la vida en ello, como si me hubieran clavado una aguja. Rompí a llorar y no pude parar, no pude parar. Y él, al principio, se esforzó, y me lanzó por los aires, me cantó canciones, intentó jugar conmigo a los cinco lobitos. Todo fue en vano, y al final Mimoun rompió el silencio de mi llanto para decir lleváosla, no la quiero ver.
No dijo mucho más, pero todo el mundo sabe que fue entonces cuando sintió que se le confirmaba la duda, que fue entonces cuando tuvo la certeza de haber sido víctima del mayor de los engaños.
ABANDONAR O DEJAR DEL TODO, QUE NO SE PUEDE TRADUCIR
Mimoun había hecho aquel viaje para sentirse el hombre más feliz del mundo y para ser el más desgraciado del mundo. Todo ello no debía de tener demasiado que ver con las circunstancias externas, es sólo que Mimoun siempre se ha sentido más cómodo cuando todo va mal, cuando sufren los que le quieren, y así él no se siente querido. No sabemos por qué motivo a él la paz y la tranquilidad lo suelen hacer sentirse a disgusto, como si le faltara algo. Dicen que todo eso se debe a alguno de aquellos hechos que se produjeron durante su infancia, pero esta explicación quizá sea demasiado determinista.