El viajero (67 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El viajero
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El ruido creció hasta hacer temblar el suelo bajo sus pies y todo aquel fondo empezó a vibrar hasta que una de aquellas ranuras que resquebrajaban el terreno se abrió más y dejó escapar un chorro de vapor a presión, que se elevó varias decenas de metros. Junto a aquel gas, que desprendía un hedor pegajoso, también salieron despedidos algunos residuos sólidos que Pascal, para su horror, no tardó en identificar: se trataba de restos humanos empapados en una especie de lodo viscoso. Entre aquella inmundicia vomitada distinguió una pierna, parte de un brazo, un tronco humano con algunas costillas al aire y dos cabezas con las cuencas de los ojos vacías.

Pascal hizo una mueca.

—Aquí nunca se acaban las pesadillas... —se quejó, hastiado de tanta repugnancia y desolación—. ¿Y esto habrá tenido que aguantar Michelle? No sé si la reconoceré, después de todo...

Beatrice lo agarró de los hombros y lo sacudió.

—Estamos recorriendo el camino hacia el Infierno, ¿qué esperabas? —se detuvo para volver a estudiar todo el borde de aquella depresión; no quería que la nube negra la sorprendiese—. Ahora no es momento para pensar en eso, Pascal. Créeme; ella no habrá cambiado tanto como tú, así que estaréis en igualdad de condiciones.

Pascal se encogió de hombros. De repente sentía que todo lo hecho hasta entonces no había servido para nada, que estaban como al principio.

—Tienes razón, para qué voy a pensar en ella —concluyó con pesadumbre—. Tampoco es seguro que vayamos a encontrarla, ¿no? Es todo tan... maligno, tan infinito...

A Beatrice no le hizo gracia descubrir que Pascal se estaba desmoralizando, aunque era comprensible. Para un mortal, el contacto prolongado con aquella región de pesadilla tenía que suponer un auténtico shock. Demasiado había aguantado el chico, con toda probabilidad gracias al impulso de su amor por Michelle.

Pero el Mal se respiraba en aquella atmósfera corrupta con una densidad abrumadora. Con su tacto correoso, acababa contaminando cada poro de cualquier incauto visitante, arruinando sus esperanzas y hundiendo su voluntad en abismos cuya profundidad solo podía concebirse en un mundo de oscuridades eternas como aquel. Un mundo donde el dolor radicaba, precisamente, en la ausencia absoluta, rotunda, de esperanzas.

Ni siquiera el amor más puro podía subsistir por mucho tiempo sin marchitarse en aquel hábitat demoníaco. Y Pascal estaba a punto de sucumbir a aquella desazón que, si no oponía resistencia, minaría su voluntad de forma irreversible.

Como siempre, los enemigos más peligrosos son los invisibles.

Beatrice se dio cuenta de que había que evitar a toda costa ese síndrome maléfico; la vida de Michelle dependía de que ambos estuviesen al cien por cien en aquella última fase de su viaje a las tinieblas.

—¡Pascal! —volvió a sacudirlo, intentando despertar su vitalidad—. ¿Qué te pasa? ¿A qué viene ese comentario a estas alturas? ¡Eres el Viajero!

El chico presentaba un semblante vencido.

—No puedo más, Beatrice. Necesito luz, necesito dormir, necesito sentirme seguro. No puedo más.

—Pero estamos tan cerca... —procuró estimularlo ella, dirigiendo una vez más sus pupilas hacia el borde de aquel enorme agujero. Si aparecía en aquel momento la nube negra... Pascal, ajeno al celo guardián de Beatrice, alzó los ojos.

—¿Cerca de qué? ¿De morir... al menos yo?

—No seas tan duro. Presiento que Michelle está muy cerca, de verdad. Te lo juro.

Aquella información sí logró que Pascal recuperara algo de su ánimo.

—¿Estás segura?

Beatrice apretó los labios.

—Sí. Estás a punto de encontrarte con ella cara a cara —el espíritu errante hacía un verdadero esfuerzo cada vez que se veía obligada a nombrar a Michelle, pues a pesar de su íntima resistencia había empezado a experimentar algo especial por Pascal—. Imagina qué sentirá Michelle cuando se dé cuenta de que has venido a rescatarla.

El rostro de Pascal continuaba mejorando; la proximidad de la meta sí constituía un motor poderoso. Deseaba tanto verla...

—Después de todo lo que hemos sufrido para llegar hasta aquí —añadía Beatrice—, ahora no te puedes rendir. Por favor, necesitamos que el Viajero despierte, que vuelva tu espíritu combativo.

Pascal extrajo la daga de su funda y dejó que el calor que emanaba de su hoja recorriese su cuerpo. Pensó en sus padres, en sus amigos. Empezó a recuperarse, empezó a encontrarse de nuevo. Y sonrió.

Aquel último gesto, insignificante, suponía, sin embargo, una gran victoria. Los dos se abrazaron en silencio.

Pascal también recordó, ante aquel contacto, el momento de pasión que había vivido con Beatrice, aunque no habían vuelto a hablar de ello. Casi parecía un sueño, algo que no había sucedido en realidad. Pascal lo habría deseado así; ahora que se aproximaba el instante en el que se encontraría con Michelle, aquel secreto de su pasado reciente empezaba a resultar incómodo.

—Voy a subir —comunicó entonces Beatrice—. Ya ha pasado bastante rato. Me asomaré para ver si la nube negra ha desaparecido.

Pascal tragó saliva.

—Ten cuidado.

Beatrice no pudo evitarlo y le dio un beso en la mejilla.

—Lo tendré.

CAPITULO LI

SE los habían tenido que llevar del desván casi por la fuerza.

Jules no se había enterado de nada debido a su estado, pero Dominique y Daphne intentaron resistirse; no podían abandonar la Puerta Oscura hasta que llegara Pascal. Sin embargo, la imposibilidad de encontrar una justificación válida para la policía a aquella imperiosa necesidad de permanecer junto al arcón los había dejado inermes. Además, Dominique presentaba heridas serias en el costado y, por otra parte, debían someterlos a unas pruebas médicas para comprobar su estado general.

Marguerite se había mostrado inflexible al respecto, y el Guardián no estaba como para intervenir. Así que no habían tenido opción, habían claudicado en su enigmática rebeldía y, al final, los dos se habían dejado trasladar, con el íntimo compromiso de volver en cuanto pudiesen. Una resistencia mayor habría resultado demasiado sospechosa.

Algunos policías, incluida la detective, no entendieron la resignación con la que Dominique y Daphne salían del desván —¡a fin de cuentas, acababan de librarse de la muerte!—, pero lo achacaron al shock postraumático que debían de sufrir.

Ahora, con todos en el centro sanitario, la bruja y el chico no podían evitar una angustiosa sensación de culpabilidad. Se mezclaban las dudas sobre si el Viajero lograría retornar sano y salvo y acompañado de Michelle, con la imagen de su fría llegada a una estancia vacía y desordenada, un recibimiento injusto para todo lo que habrían padecido.

De todos modos, tal como pensaba la vidente, lo verdaderamente importante era que Pascal venciese los obstáculos en el Más Allá y alcanzara el mundo de los vivos sin agotar el tiempo máximo en la Tierra de la Espera. Lo demás era secundario.

* * *

—Te darán el alta mañana —le comunicó Marguerite a su amigo forense, en una aséptica habitación de hospital—. A los chicos y a la... —titubeó, todavía le costaba tomarse en serio la ocupación de aquella mujer— vidente les siguen haciendo pruebas en estos momentos.

Aquel último dato resultó muy esperanzador para Marcel, que aún no había tenido tiempo de hablar con sus involuntarios cómplices en aquella increíble noche. Y necesitaba hacerlo para preparar una «versión oficial» que ocultase lo que de verdad había tenido lugar en las buhardillas de los Marceaux. La lucha con el vampiro había trastocado sus planes. No obstante, todavía podía construir una coartada para que todo cuadrase, de modo que la policía acabase satisfecha y ellos mantuvieran a salvo su delicado secreto.

—¿Así que aún no habéis podido tomarles declaración? —quiso confirmar el forense, dolorido, desde su cama—. ¿A ninguno?

—No, pero eso puede esperar. Lo más urgente es que os recuperéis.

Genial. Marcel intentó incorporarse, pero el dolor de sus heridas le hizo desistir. Varios hematomas cubrían, además, distintas partes de su cuerpo, debido a la caída por las escaleras.

—Después de todo lo que acababa de vivir, el chico de la silla de ruedas y esa especie de bruja insistían en quedarse en ese mugriento desván —comentaba Marguerite, extrañada—. De verdad que hasta el final este caso me ha traído de cabeza. Cuánto loco hay en París.

—Ánimo, ya queda muy poco para dar carpetazo al asunto. Por cierto —se interesó Marcel, preocupado—, ¿qué tal está Jules? Por lo visto, sufrió una agresión directa del asesino, no reaccionaba.

Marguerite asintió.

—Sí, su estado es el peor de todos. Presenta lesiones de diversa consideración en el rostro, el cuello y el pecho, pero ninguna reviste gravedad. Al menos, eso me han dicho los médicos.

—Pobre chaval. Supongo que sus padres están por aquí...

—Sí, claro. Han venido también los de Dominique; los llamamos nosotros. Ya los hemos tranquilizado. Menos mal que sus hijos no se han convertido en las últimas víctimas del psicópata.

—Han tenido mucha suerte.

Marcel reflexionaba. Quedaban pocas horas para que saliese el sol, y con el nuevo día la noticia correría de boca en boca, se enteraría todo el mundo, incluidos los padres del Viajero. El asunto todavía podía complicarse mucho más.

—Desde luego —convenía ella—. Aunque de la vecina de los Marceaux no se puede decir lo mismo, por desgracia. Qué mala pata, salir a la escalera justo cuando estaba subiendo el asesino.

—La historia de muchas muertes —comentó Marcel—: estar en el sitio equivocado a la hora equivocada.

Los dos se quedaron pensativos, repasando todos los hechos de aquella noche.

—Vaya fiera, ese profesor —Marguerite se mostraba ahora impresionada—. Entre cuatro y no podíais con él...

—A mí también me sorprendió su fortaleza —Marcel lo reconocía con cierta culpabilidad, como si hubiese cometido una imprudencia al pretender afrontar solo aquel combate—. No tenía ni idea de que iba ser tan difícil, me confié.

—No avisarme, teniéndome tan cerca... —Marguerite movía la cabeza hacia los lados, incrédula—. ¿Desde cuándo eres tan poco profesional? No sé si algún día te lo perdonaré.

—Pensaba hacerlo, de verdad —se excusó él—. Pero todo se precipitó y ya no tuve ocasión.

Marguerite hizo un gesto con la mano que indicaba que estaba dispuesta a olvidarse del asunto.

—Por cierto, Marcel. Ya habrás visto que, a pesar de tus «impactantes teorías», nuestro asesino ha resultado ser bastante humano, ¿no? Un simple profesor trastornado, aunque muy inteligente y calculador.

El forense sonrió, aparentando rendición. Por suerte, cuando Marguerite apareció en el desván de los Marceaux, el vampiro había recuperado la forma humana casi por completo. El único problema sin resolver eran las huellas dactilares de su cadáver, que evidenciarían la identidad de Luc Gautier, quebrando así la tapadera construida por Marcel. El forense tenía que conseguir que nadie tocara el cuerpo hasta que él pudiese encargarse de aquel último fleco.

—La imaginación me jugó una mala pasada —añadió con inocencia—. Eso es todo.

La detective asintió, satisfecha.

—Me conformo con que asumas esa paranoia que te dominó y te tomes unas vacaciones en cuanto cerremos este caso.

—Vale, vale. Pero antes prométeme que nadie tocará el cuerpo de Varney hasta que yo le haga la autopsia. Entiéndelo, es algo personal. Quiero ser el que raje a ese bastardo que me ha herido y ha matado a tanta gente.

Marguerite se encogió de hombros.

—Supongo que me da igual. Está muerto, no creo que se queje.

Marcel volvió a sonreír ante el flagrante error de su amiga. Varney sí podía quejarse. La no-muerte circulaba todavía por sus venas, el monstruo seguía oculto en aquel cuerpo inerte que no era sino un disfraz protector. Por eso, aquella última cuestión que Marcel había planteado era mucho más importante de lo que parecía, pues de ella dependía que pudiera solucionar la cuestión de las huellas dactilares y matar de forma definitiva al vampiro. Había que clavarle una estaca en el corazón antes de que se recuperase del impacto de la plata.

Al menos, nadie le extraería las balas hasta que Marcel acudiese a terminar el trabajo, una misteriosa labor que no respondía a su cometido como forense, sino como Guardián de la Puerta.

* * *

Ya no había peligro, la nube negra había pasado de largo hasta perderse en el horizonte, confundiéndose con el vapor pútrido de los geiseres que salpicaban el paisaje. Beatrice, asomada desde el interior de la hondonada, terminó su inspección cautelosa a los alrededores y le hizo un gesto a Pascal. Al poco rato, ambos se hallaban avanzando a buena velocidad por aquella estepa volcánica.

No tardaron mucho en detectar un indicio que aceleró el ritmo cardíaco de ambos: luz.

Se trataba de unos puntos diminutos de resplandor débil, anaranjado, sinuoso, que se desplazaban en la oscuridad. Pascal no supo concretar qué podía ser aquello, pero Beatrice sí.

—Antorchas —afirmó, impactada por lo que aquel descubrimiento implicaba—. Son antorchas.

—Entonces... —Pascal no se atrevía a terminar su deducción, por miedo a hacerse ilusiones. No soportaría una nueva decepción, estaba exhausto y lo que necesitaba era comprobar que la promesa de la chica se cumplía; necesitaba que Michelle estuviera, de verdad, cerca de ellos.

—Entonces —concluyó Beatrice, casi sin poder contener su emoción— es que estamos llegando al final del trayecto. Eso de allí tiene por fuerza que ser una caravana. Y avanzan en dirección hacia el núcleo del Mal. Son los captores de Michelle, seguro.

Pascal tragó saliva ante la inminencia de un momento con el que había soñado infinitas veces: el encuentro con su amiga, con la amiga a la que amaba. De repente no sabía cómo reaccionar, le entró pánico. ¿Y si no estaba a la altura de las circunstancias?

—¿Qué hacemos? —preguntó sin atreverse a tomar la iniciativa.

—Lo primero, debemos tranquilizarnos —recomendó la chica sin perder de vista los puntos luminosos, que atraían la atención de los dos como un imán—. No podemos permitirnos cometer ningún error.

—Estoy de acuerdo, después de todo lo que hemos pasado...

Beatrice no se sentía cómoda haciendo propuestas al Viajero, pues ella solo lo acompañaba como apoyo. Pero se dio cuenta de que, en aquel momento, Pascal precisaba un pequeño empujón para superar la incertidumbre sentimental que lo embargaba.

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