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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (71 page)

BOOK: El viajero
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Pascal llamó a Michelle, pero no obtuvo respuesta.

Otras teas también cayeron al suelo mientras tanto. Los otros dos espectros se habían percatado de lo que ocurría y se abalanzaban sobre Pascal sin darle tiempo a comprobar la eficacia de su primer golpe. Aunque semejante escena resultaba espeluznante, el calor que desprendía la daga sagrada y la convicción con la que Pascal la empuñaba le permitieron mantenerse firme. Así pudo rechazar el primer embate de los esqueletos, que reconocieron el arma que blandía entre las manos y se mantuvieron a una distancia prudencial.

El Viajero estaba comprobando que, en efecto, aquellos monstruos eran más inteligentes que los carroñeros. Como obedeciendo a una invisible consigna, los dos espectros se lanzaron al mismo tiempo contra Pascal, en lo que habría supuesto una maniobra mortal.

Sin embargo, Pascal se limitó a obedecer los impulsos de la daga, que ante aquella amenaza se volvieron extremadamente veloces, creando alrededor del Viajero un auténtico escudo protector. Los esqueletos no se esperaban aquel despliegue defensivo, y cayeron bajo la lluvia letal de aquella pulida arma. Uno de ellos quedó mutilado, y Pascal terminó la faena decapitándolo antes de que pudiese recomponerse y volver a atacar. El otro, sin embargo, logró escapar con la única pérdida de un brazo, y empezó a alejarse para avisar a los demás espectros.

No llegó a hacerlo. Pascal se precipitó tras su rastro y poco después terminaba con él del mismo modo que con los anteriores.

«Esto es soltar adrenalina, y no el
puenting
», se dijo.

No se concedió un momento ni para recuperar el aliento. Se volvió ilusionado hacia el carro que trasladaba a Michelle, y lo que quedó ante su vista lo dejó helado.

Aquel tosco vehículo estaba vacío.

Michelle y el otro prisionero habían desaparecido mientras él luchaba.

CAPITULO LIII

MICHELLE corría sin mirar atrás y agarraba de la ropa al niño maniatado para ayudarle a mantenerse junto a ella. Tropezaban con frecuencia, pero no se detenían por miedo a desperdiciar unos segundos que podían ser fundamentales.

Michelle ni siquiera se había querido entretener en liberar al chico de sus ataduras, tan solo le había quitado la mordaza para facilitar su respiración. El resto lo haría más tarde. Todo podía esperar a cambio de la supervivencia.

Ellos seguían corriendo, buscando con desesperación un lugar en el que esconderse antes de que aparecieran los espectros. Si para entonces aún continuaban a la vista, ya nada se podría hacer. Su fuga se convertiría en un simple testimonio, un gesto de resistencia tan baldío como los enérgicos movimientos de un pez sacado del agua.

Pero de momento eso no había sucedido, y estaban a punto de llegar hasta unas rocas grandes tras las que podían esconderse. Michelle todavía albergaba esperanzas, que aumentaban a cada paso. La imagen de su casa, de su familia y de sus amigos volvía a darle fuerzas. También el recuerdo de Pascal, con su semblante dubitativo de niño que no se atreve a soñar; un rostro vulnerable que siempre había despertado en ella una agradable ternura.

Los dos alcanzaron al fin la roca y se quedaron tras ella, recuperando el resuello después de aquel esfuerzo. La primera intención de Michelle había sido llegar hasta una nube negra que podía ocultarlos con su bruma densa, pero estaba más lejos, suponía demasiado riesgo. Era preferible desaparecer ya del campo de visión de los esqueletos.

La chica intentó entonces ocuparse de las ligaduras que inmovilizaban los brazos del niño, pero, sin herramientas, lo único que logró fue aflojar la presión de aquellas cadenas y cuerdas.

—Ahora no podemos hacer ruido —le dijo ella—. Luego lo volvemos a intentar, ¿vale?

El niño asintió. Michelle aún no había escuchado su voz desde que compartía con él aquella pesadilla, pero lo entendió viendo su semblante conmocionado. Estaba aterrado. Lo abrazó, en un intento de infundirle el calor que aquel mundo de tinieblas perpetuas arrebataba sin compasión a cada segundo. El chico mantuvo, sin embargo, su frialdad en la piel.

—Me llamo Michelle, ¿y tú? —preguntó ella, procurando humanizar aquellos instantes de precario sosiego.

Él la miró, dispuesto a contestar a pesar de que en sus pupilas solo se leía un mensaje: «¿Tú me puedes salvar? ¿Me puedes llevar a casa?».

—Marc.

—Muy bien, Marc. Ahora vamos a esperar sin hacer ruido, hasta que pase el peligro y podamos continuar, ¿vale?

—Vale.

Él no dijo nada más.

Michelle se giró con la intención de abandonar la pose de tranquilidad que había adoptado para serenar al niño. En realidad, estaba muy asustada. Contemplando la vasta perspectiva de aquella planicie abombada cuyo horizonte se perdía en la noche, se dio cuenta de que, incluso si conseguían despistar a los esqueletos, resultaba casi imposible sobrevivir en aquellas condiciones: sin alimentos ni agua, perdidos en un lugar cuyos límites podían encontrarse a miles de kilómetros de distancia. A saber qué otros peligros desconocidos acechaban en la penumbra.

Poco a poco, Michelle iba adquiriendo conciencia de que su prometedor plan solo constituía un punto de partida. ¿Se había dejado llevar por un miedo irracional? Bien, ya habían escapado; y ahora ¿qué? Si no encontraban ayuda en pocas horas, lo que se le antojaba inverosímil en aquel lugar, su muerte sería inevitable. Desaparecerían para siempre, engullidos por la noche eterna que envolvía aquella tierra olvidada.

Michelle imaginó la escena: ambos de la mano, el niño y ella, caminando sin volver la vista atrás hacia una negrura espesa, silenciosa, que los iba absorbiendo paulatinamente, desdibujando sus contornos hasta devorarlos por completo. Después, nada. La oscuridad de siempre, inalterable. El mismo paisaje y, en su seno, dos existencias que se desvanecían hasta adquirir la naturaleza etérea de un recuerdo.

¿Cuánto tardarían en ser olvidados?

Las lágrimas se deslizaron por su rostro. Por eso se negó a volverse, se negó a ofrecer a aquel niño que ahora dependía de ella un rostro que habría masacrado su esperanza. Cuando no tenían nada más.

Mientras llegaban hasta ellos los primeros sonidos de los espectros que merodeaban buscándolos, Michelle se preguntó si no había condenado a aquel chico a una suerte peor al arrastrarlo en su propia fuga.

Cada vez se escuchaban más ruidos amenazadores. Gemidos, susurros siseantes, chasquidos de huesos. Los monstruos, en su rastreo, se iban aproximando. Michelle y Marc contuvieron el aliento, pegándose a las rocas hasta parecer sombras de su propio relieve, en un inconsciente pero eficaz mimetismo.

Los pensamientos habían terminado, para dar paso a la angustia.

* * *

Marcel contempló desde la ventana de su habitación del hospital cómo la luz del sol iba bañando las calles de París conforme la mañana avanzaba. A pesar de su palidez invernal, agradeció aquel resplandor matutino que ahuyentaba la oscuridad.

Incluso las sombras de los edificios parecían rehuir la luz al ir encogiéndose, agotándose en sí mismas por efecto del movimiento solar.

El forense volvió a la cama para vestirse. Aún quedaban varias horas para que le dieran el alta, pero no estaba dispuesto a esperar; tenía una misión trascendental que cumplir. Al menos no lo habían conectado a ningún gotero, lo que facilitaba aquella pequeña travesura con apariencia de fuga.

Marcel Laville consultó su reloj. No quería que Varney recuperara sus fuerzas en el depósito de cadáveres, y cada hora que transcurría, el tejido no-muerto del vampiro se iba regenerando, aunque las balas de plata alojadas en el cuerpo del monstruo retrasarían el proceso.

Marcel se daba prisa. Solo podría terminar con aquella bestia de una vez por todas si lo sorprendía débil y a plena luz del día. Las circunstancias eran, por tanto, ideales.

El forense se dirigió a la puerta de la habitación y, antes de girar el picaporte, dedicó unos segundos a serenarse y a preparar un caminar normal que no levantara las sospechas de las enfermeras ni de los celadores. Después salió al corredor y, minutos más tarde, atravesaba la puerta principal del hospital.

En cuanto pisó la acera, se apresuró a llamar a un taxi. Se encontraba demasiado débil y tenía demasiada prisa como para malgastar sus energías caminando.

Tardaron alrededor de veinte minutos en llegar al Instituto Anatómico Forense, lo que no era demasiado teniendo en cuenta el tráfico de la ciudad un sábado por la mañana.

El guardia de seguridad le franqueó la entrada en cuanto reconoció al doctor Laville, mientras lo saludaba con cordialidad.

—Buenos días, Edgar —respondió Marcel con la mayor normalidad posible.

—Vaya mala cara que trae. ¿Le toca guardia hoy, doctor?

Lo cierto era que no; un compañero forense estaría a punto de llegar. Marcel no se molestó en mentirle, pues en seguida quedaría en evidencia y sería peor:

—No —contestó sin detenerse—, pero tengo trabajo pendiente que quiero terminar.

Marcel había sido rigurosamente sincero. A eso venía. A terminar un trabajo. Además, como director del centro, no necesitaba dar más explicaciones.

Al ser sábado, el escaso personal de guardia permanecía en una sala de estar aguardando por si había alguna emergencia. Aquello le facilitaba las cosas, pues no se cruzaría con nadie salvo que hubiese alguna muerte durante la mañana y se activara todo el protocolo establecido.

Ya en su despacho, Marcel se puso la bata verde, cogió sus utensilios y bajó por la escalera más próxima hasta el sótano donde se ubicaba la cámara frigorífica en la que se conservaban los cadáveres. Una vez allí, cerró con llave la puerta de aquella sala y, acto seguido, sin perder tiempo, llegó hasta los cajones metálicos que guardaban los cuerpos. Fue leyendo los nombres de los restos contenidos en cada compartimento hasta localizar el que buscaba: Alfred Varney.

Marcel tiró del asa hasta dejar por completo a la vista el cuerpo desnudo del vampiro, de piel blanquísima en la que se distinguían los orificios de las balas, algunas quemaduras y la herida producida por el filo de su espada japonesa.

—¿Cuántas veces has muerto ya, criatura? —susurró, solemne, mientras se preparaba para el ritual definitivo.

No había señales de arañazos en las paredes metálicas que rodeaban el cuerpo. Varney todavía no había despertado, continuaba en estado letárgico, nutriéndose de su propia podredumbre para poder emerger de nuevo desde la oscuridad ignota del Más Allá. El forense interrumpiría aquel proceso maligno, cortaría de raíz la epidemia vampírica que podía producirse en el mundo a partir de aquel primer ser. La semilla del Mal.

Marcel colocó la estaca de madera sobre el corazón de Varney y alzó el brazo para descargar con todas sus fuerzas la pesada maza que sujetaba.

La calma se mantenía.

En aquel momento, una voz llegó hasta el forense desde el otro lado de la puerta de la sala.

—¡Marcel! ¿Estás ahí?

«¡Mierda!», pensó el aludido, deteniendo en el acto el inminente golpe al escuchar la voz de su colega, Thierry Darget.

—¡Hola, Thierry! —su tono sonó más tenso de lo que pretendía.

Ya estaba sudando.

—¿Qué haces aquí? —preguntaba el otro—. ¡Hoy no te tocaba!

Marcel resopló, agobiado, todavía encima del cuerpo congelado de Varney.

—¡Ya lo sé, pero tenía que acabar algo! ¡Luego te veo!

La puerta de la sala emitió un quejido y su picaporte giró. Darget estaba intentando entrar.

—¿Te has cerrado con llave?

Marcel maldijo en silencio antes de responder.

—Es que no quiero que me interrumpan —confió en que captase la indirecta—. Termino en seguida.

—Vale, vale —un ligero asombro delataba el acento de su compañero, que tampoco podía insistir más dado que Marcel era, en definitiva, su jefe—. Luego nos vemos.

Marcel se volvió hacia el cadáver del vampiro. A pesar de que su apariencia pacífica no se había alterado, algo era diferente.

No había duda.

Ahora, una de las manos del monstruo agarraba sobre su pecho la punta de la estaca.

A Marcel le dio un vuelco el corazón, algo que a buen seguro aquella criatura podía percibir.

El cadáver de Varney, o de Luc Gautier, acababa de abrir los ojos.

* * *

Los minutos transcurrían y los dos empezaban a sufrir calambres por tanta inmovilidad. Pero aguantaban, resistiéndose al abatimiento de la rendición. Michelle y Marc seguían vivos. Habían soportado momentos de gran tensión, percibiendo cómo las siluetas encapuchadas de los esqueletos avanzaban esquivando la roca que los guarecía de modo milagroso, manchas borrosas que se desplazaban, sinuosas, entre las depresiones del terreno. Sin embargo, ellos habían reunido la fortaleza suficiente como para permanecer inmóviles ante la amenaza, a pesar de su asfixiante cercanía. Y eso les había salvado la vida, al menos de momento.

Michelle todavía esperó mucho, incluso cuando ya los espectros estaban lejos. De hecho, no se concedió ni un instante de relajación hasta que los resplandores de las antorchas que portaban aquellas criaturas quedaron por fin fuera de su visión. Solo entonces se dejó caer al suelo, exhausta. El niño la imitó, tragando saliva. Había faltado muy poco. Michelle le acarició el pelo en un ademán cariñoso, una leve recompensa por su valentía, que provocó que él se apartara de un respingo, trémulo, huyendo de cualquier posible contacto. Michelle comprendió aquella reacción y se dedicó a observar el panorama que los envolvía.

Todo ofrecía un tinte tétrico, pero ella, fiel a su espíritu siniestro, supo apreciar cierto romanticismo en la escena. Estaban siendo perseguidos como si ellos fueran los monstruos, configurando una ambientación gótica cuyos ingredientes le recordaron a la novela de Frankenstein: la noche, las antorchas, el acoso furibundo. El acorralamiento en medio de una naturaleza adversa. La soledad, la rebeldía quizá inútil y la inexorable llamada de la muerte. Todo rezumaba una intensidad sofocante, irrespirable.

El conjunto, sin embargo, resultaba bello, la intrincada belleza estética de una armonía en el horror. Michelle habría deseado asistir a aquella escena como simple testigo de una ficción y así poder disfrutarla. Pero se encontraba inmersa en ella, buscando una salida que le permitiera huir, y así resultaba imposible advertir hermosura en el paisaje.

La vida no siempre depara el cumplimiento exacto de los sueños. En ocasiones, el destino los pervierte, los adultera transformándolos en pesadillas. Solo los muy observadores son capaces de atisbar en ellas la semilla de lo que una noche soñaron, pero entonces ya es tarde para rechazarlas.

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