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Authors: Desmond Morris

Tags: #GusiX, Ensayo, Ciencia

El zoo humano (30 page)

BOOK: El zoo humano
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Este proceso evolutivo parece muy sencillo y claro, pero no siempre cumple su primitiva promesa.

De niños, todos atravesamos estos procesos de exploración, invención y creación, pero el nivel final de creatividad al que nos elevamos como adultos varía dramáticamente de un individuo a otro. En el peor de los casos, si las demandas del medio ambiente son demasiado apremiantes, nos restringimos a actividades limitadas que conocemos bien. No nos arriesgamos a nuevos experimentos. No hay tiempo ni energía sobrantes. Si el medio ambiente parece demasiado amenazador, preferimos la seguridad a la lamentación: nos quedamos en la seguridad de las rutinas probadas, garantizadas y familiares. La situación ambiental tiene que cambiar de una u otra forma antes de que nos arriesguemos a ser más exploratorios. La exploración implica incertidumbre, y la incertidumbre es intimidante. Sólo dos cosas nos ayudarán a vencer estos temores. Son opuestas entre sí: una es el desastre, y la otra la incrementada seguridad. Una rata hembra, por ejemplo, con una prole numerosa que criar, está sometida a una intensa presión. Trabaja incesantemente para mantener alimentada, limpia y protegida a su prole. Tendrá poco tiempo para explorar.

Si el desastre sobreviene —si su madriguera resulta inundada o destruida—, al pánico la obligará a la exploración. Si, por el contrario, su descendencia ha sido bien criada y ella ha acumulado muchas provisiones de alimento, la presión disminuye, y, desde una posición de mayor seguridad, puede consagrar más tiempo y energías a explorar su medio ambiente.

Existen, pues, dos clases básicas de exploración: la exploración de pánico y la exploración de seguridad. Otro tanto sucede para el animal humano. Durante el caótico cataclismo de una guerra, una comunidad humana puede verse impulsada a la inventiva para superar los desastres a que se enfrenta.

Alternativamente, una próspera y floreciente comunidad puede ser altamente exploratoria, lanzándose desde su fuerte posición de incrementada seguridad. Es la comunidad que sólo se las arregla para ir capturando la que manifestará escasa o nula tendencia a explorar.

Volviendo la vista hacia atrás en la historia de nuestra especie, es fácil ver cómo estos dos tipos de exploración han ayudado al progreso humano a recorrer su camino. Cuando nuestros primitivos antepasados abandonaron las comodidades de una existencia en la selva dedicada a recoger los frutos que caían de los árboles y salieron al campo abierto, se encontraron en graves dificultades. Las demandas extremas del nuevo medio ambiente les obligaban a ser exploratorios o a morir. Sólo cuando evolucionaron hasta ser eficientes y cooperativos cazadores disminuyó un poco la presión. Se encontraron de nuevo en la fase de «ir tirando». El resultado fue que esta condición duró larguísimo tiempo, miles y miles de años; los avances de la tecnología se produjeron a un ritmo increíblemente lento, y para sencillas mejoras en cosas tales como herramientas y armas, por ejemplo, se necesitaron cientos de años para avanzar un pequeño paso.

Por fin, cuando la primitiva agricultura emergió lentamente y el medio quedó más sometido al control de nuestros antepasados, la situación mejoró. En donde esto tuvo lugar con especial éxito, se desarrolló la urbanización y se atravesó el umbral de una nueva y dramáticamente incrementada seguridad social. Con ello, se produjo un auge de la otra clase de exploración, la exploración de seguridad. Ésta, a su vez, condujo a desarrollos progresivamente más notables, a más seguridad y a más exploración.

Por desgracia, esto no era todo. El acceso del hombre a la civilización sería una historia mucho más feliz si no hubiera habido nada más. Pero, infortunadamente, los acontecimientos discurrían con demasiada rapidez, y, como hemos visto a lo largo de este libro, el péndulo del éxito y el desastre empezó a oscilar violentamente a un lado y a otro. Como pusimos en marcha mucho más de lo que biológicamente estábamos equipados para hacerle frente, nuestros magníficos progresos y complejidades sociales fueron, con frecuencia, tanto objeto de abuso como de uso. Nuestra incapacidad para tratar racionalmente con el súper status y el superpoder que nuestra condición supertribal proyectaba sobre nosotros, nos condujo a desastres más súbitos y desafiantes de lo que habíamos conocido jamás. En cuanto una supertribu había llegado a una fase de gran prosperidad, con la exploración de seguridad actuando a pleno rendimiento y floreciendo maravillosas y nuevas formas de creatividad, algo se torcía. Invasores, tiranos y agresores destrozaban la delicada maquinaria de las complicadas y nuevas estructuras sociales, y la exploración de pánico volvía en mayor escala. Por cada nuevo invento constructivo había otro destructivo, y el péndulo se movía de un lado a otro, de un lado a otro, durante diez mil años, y sigue moviéndose todavía en la actualidad. Es el horror de las armas atómicas lo que nos ha dado la gloria de la energía atómica, y es la gloria de la investigación biológica lo que aún puede darnos el horror de la guerra biológica.

Entre estos dos extremos, todavía hay millones de personas que desarrollan las sencillas vidas de los primitivos agricultores, labrando la tierra en forma muy semejante a la de nuestros antepasados. En unas cuantas zonas sobreviven primitivos cazadores. Como han permanecido en la fase de «ir tirando», son típicamente no exploratorios. Al igual que los grandes monos supervivientes —los chimpancés, los gorilas y los orangutanes—, tienen el suficiente potencial de inventiva y exploración, pero no sale a la luz en grado apreciable. Experimentos realizados con chimpancés en cautividad han revelado lo rápidamente que pueden ser estimulados a desarrollar su potencial exploratorio: pueden manejar máquinas, pintar cuadros y resolver toda clase de rompecabezas experimentales; pero en estado salvaje ni siquiera aprenden a construir toscos refugios para protegerse de la lluvia. Para ellos, y para las comunidades humanas más sencillas, la existencia del ir tirando —no demasiado difícil y no demasiado fácil— ha embotado sus impulsos exploratorios. Para el resto de nosotros, un extremo sigue al otro, y constantemente estamos explorando, bien por exceso de pánico, bien por exceso de seguridad.

Existen entre nosotros quienes, de vez en cuando, vuelven la vista hacia atrás y miran con envidia la «vida sencilla» de las comunidades primitivas y empiezan a desear no haber abandonado jamás nuestro primigenio Bosque del Edén. En algunos casos, se han llevado a cabo serios intentos para convertir en realidad estos pensamientos. Por mucho que simpaticemos con tales proyectos, debe comprenderse que están llenos de dificultades. La inherente artificialidad de intentadas comunidades pseudoprimitivas, tales como las que han aparecido en Norteamérica y en otras partes, es ya un punto flaco inicial. Después de todo, están compuestas por individuos que han probado las excitaciones de la vida supertribal, así como sus horrores. Han estado condicionados a todo lo largo de sus vidas a un alto nivel de actividad mental. En cierto sentido, han perdido su inocencia social, y la pérdida de la inocencia es un proceso irreversible.

Al principio, puede que todo vaya bien para los neoprimitivos, pero esto es engañoso. Lo que sucede es que el retorno al modo de vida sencillo implica un tremendo desafío al ex inquilino del zoo humano. Su nuevo papel puede ser sencillo en teoría, pero en la práctica está lleno de fascinantes y nuevos problemas. El establecimiento de una comunidad pseudoprimitiva por un grupo de ex habitantes de ciudad se convierte, de hecho, en un importante acto exploratorio. Esto, más que el retorno oficial a la pura sencillez, es lo que hace tan atractivo y satisfactorio al proyecto, como puede testimoniar cualquier boyscout.

Pero, ¿qué sucede una vez que el desafío inicial ha sido enfrentado y vencido? Ya se trate de un grupo remoto, rural o habitante de una cueva, o de un grupo pseudoprimitivo establecido en un callejón aislado dentro de la propia ciudad, la respuesta es la misma. Surge la desilusión, al paso que la monotonía empieza a asaltar el cerebro, que ha sido irreversiblemente educado para el superior nivel supertribal.

O el grupo se deshace, o se pone en acción. Si la nueva actividad da buenos resultados, entonces la comunidad no tardará en encontrarse a sí misma, organizándose y expansionándose. Antes de que transcurra mucho tiempo, estará de nuevo en la carrera de ratas supertribal.

En el siglo XX, resulta bastante difícil subsistir como auténtica comunidad primitiva, al igual que los esquimales o los aborígenes, por no decir nada de un pseudoprimitiva. Incluso los tradicionalmente resistentes gitanos europeos están sucumbiendo gradualmente a la inexorable extensión de la condición de zoo humano.

Para los que desean resolver sus problemas por medio de un retorno a la vida sencilla, la tragedia estriba en que, aun cuando se esfuercen por volver sus altamente activados cerebros a su estado primitivo, tales individuos serían aún muy vulnerables en sus pequeñas comunidades rebeldes. Al zoo humano le resultaría difícil dejarlos en paz. O serían explotados como atracción turística, como lo son en la actualidad tantos de los auténticos primitivos, o se convertirían en un elemento irritante y serían atacados y dispersados. No es posible escapar del monstruo supertribal, y bien podemos sacar el mejor partido de ello.

Si, como parece, estamos condenados a una compleja existencia social, entonces lo mejor es procurar hacer uso de ella, en vez de dejar que ella haga uso de nosotros. Si tenemos que estar obligados a desarrollar la lucha de estímulo, lo importante es seleccionar el método más recompensador de hacerlo.

Como ya he indicado, la mejor manera es dar prioridad al principio exploratorio, inventivo, no inadvertidamente, como los marginados, que se encuentran demasiado pronto a sí mismos en un callejón sin salida exploratorio, sino deliberadamente, acoplando nuestra inventiva al curso de nuestra existencia supertribal.

Dado el hecho de que cada miembro de supertribu es libre de elegir su forma de desarrollar la lucha de estímulo, queda por preguntar por qué no selecciona con más frecuencia la solución inventiva. Con el enorme potencial exploratorio de su cerebro que yace ocioso, y con su experiencia de juego inventivo infantil tras de sí, debería, en teoría, favorecer esta solución con preferencia a todas las demás. En cualquier próspera ciudad supertribal, todos los ciudadanos deberían ser «inventores» potenciales. ¿Por qué, entonces, tan pocos de ellos se dedican a la creatividad activa, mientras los demás se conforman con disfrutar de segunda mano sus invenciones, contemplándolas en la televisión, o con practicar juegos y deportes sencillos con posibilidades de inventiva estrictamente limitadas? Todos parecen encontrarse en el medio ambiente necesario para convertirse en adultos infantiles. La supertribu, como un gigantesco padre, los protege y cuida de ellos; por consiguiente, ¿por qué no desarrollan todos una mejor y más grande curiosidad infantil?

Parte de la respuesta es que los niños están subordinados a los adultos. Inevitablemente, los animales dominantes intentan controlar la conducta de sus subordinados. Por mucho que los adultos amen a sus hijos, no pueden por menos de ver en ellos una creciente amenaza a su dominación. Saben que, con la senilidad final, tendrán que dejarles paso, pero hacen todo lo que pueden por retrasar el día. Existe, por tanto, una fuerte tendencia a sofocar la inventiva de los miembros de la comunidad más jóvenes que uno mismo. En contra de ella actúa la apreciación del valor de sus «ojos nuevos» y de su nueva creatividad, pero es una lucha penosa. Cuando la nueva generación ha madurado hasta un punto en que sus miembros podrían ser adultos infantiles impetuosamente inventivos, se hallan ya agobiados por un pasado sentido de conformismo. Luchando contra ello tan enérgicamente como pueden, se ven, a su vez, enfrentados a la amenaza de otra generación más joven que surge bajo ellos, y el proceso represivo se repite. Sólo aquellos raros individuos que, desde este punto de vista, experimentan una infancia insólita, podrán alcanzar en la vida adulta un nivel de gran creatividad. ¿Cómo de insólita tiene que ser una infancia así? O tiene que ser tan represiva que el niño se rebele contra las tradiciones de sus mayores (muchos de nuestros más grandes talentos creadores fueron supuestos delincuentes infantiles), o tiene que ser tan poco represiva que la pesada mano del conformismo se apoye sólo levemente sobre su hombro. Si un niño es castigado con dureza por su inventiva (que, después de todo, es esencialmente rebelde por naturaleza), puede pasarse el resto de su vida compensando el tiempo perdido. Si un niño es grandemente recompensado por su inventiva, entonces puede no perderla nunca, por grandes que sean las presiones que haya de soportar en los años futuros. Ambos tipos pueden causar un gran impacto en la sociedad adulta, pero el segundo se hallará, probablemente, menos afectado de obsesivas limitaciones en sus actos creadores.

Naturalmente, la inmensa mayoría de los niños recibirán una mezcla más equilibrada de castigo y recompensa por su inventiva, y emergerán a la vida adulta con una personalidad a la vez moderadamente creativa y moderadamente conformista. Se convertirán en adultos. Tenderán a leer los periódicos, más que a ser protagonistas de las noticias que salen en ellos. Su actitud respecto a los adultos infantiles será ambivalente; por una parte, los aplaudirán por suministrar las necesarias fuentes de novedad, mas por otra los envidiarán. El talento creador se encontrará, por tanto, alternativamente ensalzado y condenado por la sociedad en una forma desconcertante, y permanecerá en constante duda acerca de su aceptación por el resto de la comunidad.

La educación moderna ha dado grandes pasos para estimular la inventiva, pero aún tiene un largo camino por recorrer antes de que pueda desembarazarse por completo del impulso represivo de la creatividad. Es inevitable que los estudiantes brillantes sean vistos como una amenaza por los académicos maduros, y se necesita un gran autodominio en los profesores para vencer esta tendencia. El sistema está planeado para hacerlo fácil, pero su naturaleza, en cuanto machos dominantes, no. Dadas las circunstancias, es extraordinario que logren controlarse a sí mismos tan bien como lo hacen. A este respecto, existe una diferencia entre el nivel escolar y el nivel universitario. En la mayoría de las escuelas, la dominación del maestro sobre sus alumnos es expresada intensa y directamente, tanto en el aspecto social como en el intelectual. El maestro utiliza su mayor experiencia para vencer la mayor inventiva de sus alumnos. Su cerebro se ha vuelto, probablemente, más anquilosado y rígido que el de ellos, pero enmascara esta debilidad impartiendo grandes cantidades de hechos «indiscutibles». No hay argumentación, sólo instrucción. (La situación está mejorando, y existen, desde luego, excepciones, pero esto aún tiene validez como regla general).

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