Emaús (13 page)

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Authors: Alessandro Baricco

BOOK: Emaús
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Pasamos por delante, pues, y al final muchas veces ni siquiera nos damos la vuelta para mirarlas. Pero a lo mejor damos media vuelta, y luego desde el otro lado de la calle, desde más lejos, las miramos —las botas, los muslos, esos pechos.

Ellas nos dejan hacer. Somos como mariposas nocturnas. Aparecemos de tanto en tanto.

Pero un día Bobby va y se detiene delante mismo, apoyando un pie en el suelo. ¿Me das un beso?, pregunta con ese aire suyo de recochineo. Ella se echa a reír. Tenía la edad de nuestras madres, y otra presencia. A partir de ahí, empezamos a ser más audaces. Luca y yo no, que sólo hacemos acto de presencia. Pero sí Bobby. Y el Santo, de esa manera suya tan particular —y como si desde hiciera tiempo se lo estuviera guardando. Se quedan allí hablando, aunque rápido, para no mantener alejada a la clientela. Se nos ha ocurrido la idea de llevarles una cerveza, a veces, a las que nos caen simpáticas. O pastelitos. A dos en particular, que comparten la misma esquina, en un paseo con poca luz. Nos han cogido algo de cariño. Suya es la primera casa en la que acabamos. Pero luego también en otras. Es que a lo mejor se cansan, en noches en que no hay trabajo, y nos dicen que subamos con ellas. A sus casas pequeñas, sin nombres en los timbres. Suele haber allí lámparas increíbles, la radio siempre encendida, incluso antes de entrar, mientras meten la llave en la cerradura. Hay que subir a pie, porque a los propietarios no les gusta que utilicen el ascensor —en las escaleras y luego en el descansillo hay un largo tiempo que es el único en que nos asalta el miedo a ser descubiertos. Tal vez por eso ellas suelen buscar largo rato las llaves en sus bolsos, jugando. Las escaleras las suben sacándose antes los zapatos de tacón o las botas, para no hacer ruido.

Así pues, empezamos como mariposas, para luego acabar siendo algo distinto. Forma parte de cada uno de nosotros y nos da miedo pensar hasta qué punto es profundo —mientras que a los ojos de todo el mundo volvemos a edificar el Reino, en disciplina y pureza. Qué secreto abismo sabemos que existe entre nuestro vivir y nuestras putas. No sabe nadie nada al respecto y tampoco lo mencionamos en confesión. No tendríamos palabras para contarlo. Puede ocurrir que durante el día nos sobrevenga una reverberación de vergüenza y de disgusto, legible en cierta tristeza que llevamos en nuestro interior —igual que vasos imperfectos, conscientes de una resquebrajadura escondida. Pero tampoco estamos seguros de ello, tan sólida parece la división entre nuestra vida y esas aventuras nocturnas, que ninguno de nosotros cree que esté viviéndolas
realmente
. Excepto, quizás, el Santo, que la verdad es que se queda en esas casas cuando nosotros nos marchamos —no queremos regresar a esas horas de la noche que no sabríamos cómo explicar. Una precaución que él dejó de tener, hasta quedarse fuera durante noches enteras. Días, a veces. Pero con él se trata de algo distinto, es la respiración de una vocación suya, que nosotros no tenemos, nos quedamos en el puro juego, mientras que para él es la huella del camino que lleva, el encuentro con los demonios.

A Slyvie la conocimos de esa manera. No nos gusta la idea de los travesti, una deformación que no entendemos, pero hemos descubierto que existe en ellos una alegría particular, y una desesperación, que hace que todo sea más sencillo —se deriva de ello una ilógica proximidad. Tenemos en común esa esperanza infantil de una tierra prometida, y compartimos la voluntad de buscarla sin el menor pudor. Así que ellos escriben en sus cuerpos que lo son todo —lo mismo que se lee en nuestras almas. Por otra parte, exhiben una fuerza curiosa, que se apoya en la nada, y que por eso es parecida a la nuestra. La materializan en una belleza jocosa, y en forma de luz, que uno percibe con claridad cuando llega en bicicleta a su esquina de la calle la noche en que no están, así pasan de largo los coches, sin historia, y los semáforos dan cuenta de un tiempo sin pasión —los escaparates de las tiendas están ciegos, reflejando la oscuridad. Sylvie lo sabía, y ésta era su vida, que nos contaba, quitados los tacones y tras tomarse un café. Durante el día no existía. Nunca he acariciado el miembro de un hombre, pero el suyo sí, mientras ella me decía cómo hacerlo y Bobby se reía. Sin saber cuándo tenía que apretar, hasta que ella me dijo que la verdad es que no tenía la menor idea de cómo se hacía, levantándose del sofá y subiéndose las braguitas de encaje, contoneándose después hasta la cocina. Tenía clientes importantes, y con el dinero pensaba hacer que subiera su hermano, desde el Sur —era el primero de sus sueños. Luego muchos más, que cada vez nos explicaba de manera distinta tierras prometidas. Venga, vente aquí, decía. Su voz ronca.

Encontraron un coche, unos kilómetros río arriba, donde el cauce se ensanchaba. Manchado de sangre. Alguien había intentado hundirlo en el agua, luego lo había abandonado allí. Localizaron al propietario, dijo que se lo habían robado. Era un chico de buena familia, uno al que a menudo habíamos visto en el círculo de Andre. Insistió en que se lo habían robado, luego se derrumbó y empezó a recordar la verdad, poco a poco. Contó que iban tres, él y dos amigos suyos, y habían recogido a Sylvie para llevarla a una fiesta. Él conducía, se había parado delante de ella, en la esquina de siempre, y le había preguntado si tenía ganas de ir a divertirse un rato. Se fió de ellos, los conocía. De manera que se subió, colocándose en el asiento delantero, y se fueron todos juntos. No estaban drogados, ni siquiera iban borrachos. Se reían y estaban contentos. Los dos amigos que iban sentados detrás sacaron en un momento determinado una pistola y eso los excitó a todos un poco. Se la pasaron unos a otros, hasta la propia Slyvie la había cogido —la sujetaba con dos dedos y fingía que le daba asco. Al final se la habían quedado los dos de atrás, y jugaban a disparar a la gente por la ventanilla. Leí sus nombres en el periódico, sin emoción, y el del Santo era el primero de los dos. Lo único que pensé, absurdamente, era en lo pequeño que se veía escrito, entre todas aquellas palabras, una entre tantas, y que era su nombre. Ya en el colegio, donde lo llamaban con su nombre de verdad, y su apellido, todas esas veces a mí me parecía verlo al desnudo, hasta humillado, porque él, en lugar de eso, era el Santo, como nosotros muy bien sabíamos. Allí, en el periódico, pues, se encontraba desnudo, y haciendo cola con otros nombres cualesquiera ya prisionero. El chico que se sentaba a su lado, en el coche, era otro amigo de Andre, uno mayor. Al ser interrogado, admitió que había estado allí, en el coche, aquella noche, pero juró que no había sido él quien había disparado. Luego los había ayudado a enterrar el cadáver y empujar el coche hacia el agua. Cualquiera habría hecho lo mismo, dijo, para ayudar a sus amigos. En cuanto al Santo, el periódico relataba que no había pronunciado una palabra, desde que fuera detenido en su casa —así pude yo enterarme de que seguía vivo, y de que seguía siendo él. Sabía que disponía de un modelo de conducta preciso y que estaba aplicándolo lúcidamente. De Getsemaní al Calvario, el Maestro había fijado las reglas inmutables —cada cordero puede disponer de ese modelo cuando llega la hora de su sacrificio. Es un protocolo del martirio al que nosotros, con un término que si uno lo piensa bien resulta sublime, llamamos
Pasión
—una palabra que para el resto del mundo significa deseo. A partir de minuciosas pruebas periciales de balística, la policía pudo hacerse una idea bastante exacta de la dinámica de los hechos. Quien había disparado, primero había colocado el cañón sobre la nuca de Sylvie, luego había apretado el gatillo. No parecía un disparo que se hubiera hecho de manera accidental. Se comprobó que la pistola era la del Santo. No había móvil, escribían los periódicos —el aburrimiento.

Recorté el artículo, tenía pensado conservarlo. Todo se había consumado, pensé —en la ilimitada vergüenza del mejor de todos nosotros. El largo viaje que nuestra inmovilidad ocultaba lo veía ahora ante los ojos de todo el mundo, secreto convertido en noticia y transformado en escándalo. Como la muerte de Luca, o las drogas de Bobby, del mismo modo la cárcel del Santo se la irían pasando de mano en mano, cual objeto incomprensible —una plaga desencadenada desde lo alto, sin lógica, sin razón. Y sin embargo yo sabía que era respiración, esperado vástago de una floración perenne. No habría sido capaz de explicarlo —estaba establecido en mi frialdad, que nadie iba a comprender. Y en cada acción, que nadie iba a descifrar.

Sonó el teléfono todo el día, aquel día por la noche sonó, y era Andre. Nunca me había llamado. Era la última cosa que podía esperar. Se disculpó, dijo que habría preferido ir a verme, pero que no la dejaban salir, estaba en el hospital, a punto de tener el niño. La niña, se corrigió. Quería preguntarme si sabía algo de esa historia que salía en los periódicos. Estaba seguro de que ella sabía más que yo, era una llamada extraña. Le dije que sabía muy poco. Y que era algo horrible. Pero ella siguió preguntándome —no parecían importarle mucho sus amigos, era por el Santo por quien me preguntaba. Con frases entrecortadas, que se perdían. Me dijo que no podía haber sido él. Pero no van a ser capaces de hacérselo decir, le dije. Permaneció en silencio. Es sólo una sandez, dijo, no será tan tonto como para arruinar su vida por una sandez. Se reía, pero poco convencida. Pensé que tan sólo los ricos pueden llamar sandez a un proyectil disparado de forma deliberada al cráneo de un ser humano. Sólo tú puedes llamarlo sandez, dije. Se quedó largo rato en silencio. Es posible, dijo. Intenté despedirme de ella, pero seguía allí. Y al final dijo por favor. Ve a hablar con él, por favor. Dile que has hablado conmigo. Dile esto. Que has hablado conmigo. Por favor. No parecía Andre. La voz era la suya, también los tonos, pero no las palabras. Lo haré, le prometí. Añadí algo sobre la niña, que todo iba a salir bien. Sí, dijo ella. Nos despedimos. Un beso, me dijo. Colgué.

Luego me quedé pensando. Estaba intentando comprender qué era lo que
verdaderamente
me había dicho. Sentía que no me había buscado para hacerme ninguna pregunta, no era propio de ella, ni tampoco para pedirme un favor, no sabía hacerlo. Me había llamado por teléfono para contarme algo sólo a mí, que sólo a mí podía decir. Lo había hecho de la misma forma que se movía por la vida, esa elegancia, hecha de apoyos innaturales y gestos esbozados. Lo había hecho con belleza. Me repetí las frases —me acordaba de una urgencia oculta, en su tono, y en la paciencia de los silencios. Era como un dibujo. Cuando lo descifré, comprendí con absoluta certeza que el Santo era el padre de su niña —algo que sabía desde siempre, pero de esta manera nuestra de no saber nunca.

No fui capaz de hacerlo antes —unas semanas después, fui a ver al Santo.

Al recorrer los pasillos que me llevaban hasta la sala de visitas, por primera vez en una cárcel, por nada sentía yo curiosidad, los techos altos, los barrotes —tan sólo me importaba hablar con él. Pensaba en el final de toda la geografía que nos habíamos imaginado, la decadencia de las distancias, la disolución de cualquier clase de confín —ellos y nosotros. Y en si seríamos capaces de orientarnos en este infinito diferente desde las avanzadillas de la desventura a la que nos había arrojado la tempestad. Iba con la idea de preguntarle a él, y la certeza de que él sabría. Todo lo demás me molestaba, y nada más: los trámites, la gente. Los uniformes, los rostros torvos.

Has venido, me dijo.

Aparte del extraño vestuario, era él. Un chándal, de esos que nunca se ponía. El pelo corto, pero con la barba monacal de siempre. Había engordado un poco, en apariencia, absurdamente.

Tenía que preguntarle qué era lo que había ocurrido —no en ese coche, o con Andre, eso no tenía importancia. Qué era lo que nos había pasado
a nosotros
. Lo sabía, pero no con sus palabras, no con su certidumbre. Quería que me recordara el porqué de todo aquel horror.

No es un horror, dijo.

Me preguntó si había recibido su carta. La carta que me había enviado después de la muerte de Luca. Ni siquiera la había abierto, aunque más tarde la abrí. Me había hecho cabrearme. Ni siquiera era una carta. En ella había tan sólo la fotografía de un cuadro.

Me enviaste una Virgen, Santo, ¿qué puñetas me hacía yo con una Virgen?

Él balbuceó algo, nervioso. Luego dijo que en efecto tendría que haberse explicado mejor, pero que no había tenido tiempo, en aquellos días habían pasado demasiadas cosas. Me preguntó si, de todas maneras, me la había quedado o qué había hecho con ella.

Yo qué sé.

Hazme un favor, búscala, dijo. Si no la encuentras, te la envío otra vez.

Le prometí que la buscaría. Pareció aliviado. Pensaba que no sería capaz de explicarse verdaderamente si no era con aquella Virgen.

La descubrí en casa de Andre, dijo, en un libro. Pero con ella ni siquiera intenté explicarme, añadió, ya sabes cómo es ella.

Yo no dije nada.

¿Sabes algo de ella?, me preguntó.

Sí.

¿Qué se cuenta?

No cree que hayas sido tú. Nadie lo cree.

Hizo un gesto vago en el aire.

Añadí que Andre estaba en el hospital, cuando había hablado con ella, y que se sentía disgustada porque le habría gustado ir a verle, pero que no podía hacerlo.

Asintió, con la cabeza.

¿Quieres que le diga algo?, pregunté.

No, dijo el Santo. Déjalo.

Se lo pensó un rato.

Mejor dicho, dile que yo —pero después no dijo nada más.

Que así están bien las cosas, añadió.

No podría jurarlo, pero se le había quebrado un poco la voz, al mismo tiempo que un gesto nervioso, la mano levantada de repente.

De la niña, ni una palabra siquiera.

Había un tiempo fijado, para esas visitas, y un guardia se encargaba de hacer que se respetara. Extraña tarea.

Así que nos pusimos a hablar con rapidez —como si nos persiguieran. Le dije que no sabía por dónde empezar de nuevo —y que todo lo que ellos hubieran desgarrado yo volvería a coserlo, pero con qué hilo. Me preguntaba qué era lo que había sobrevivido a aquella repentina aceleración de nuestra lentitud, y él se dio cuenta de que yo no era capaz de elegir los actos, al no recordar ya cuáles eran los nuestros y cuáles los de ellos. Le hablé con prisas sobre las larvas, pero también sobre el silencio de las iglesias, y sobre las páginas de los Evangelios hojeadas, buscando la mía. Le pregunté si no se le pasaba nunca por la cabeza la duda de si no habríamos osado en exceso, sin tener la humildad de esperar —y si no existiría un paso, para la edificación del Reino, que nosotros no habíamos comprendido. Indagué si él llevaba consigo una nostalgia —la que sentía yo.

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