Authors: Alessandro Baricco
Sois buenos chicos, dijo en un momento dado la madre del Santo.
Naturalmente, vamos a la escuela, todos los días. Pero ésa es una historia de envilecedora degradación y de inútiles vejaciones. No tiene nada que ver con todo lo que somos capaces de definir como
vida
.
Cuando Andre se cortó el pelo de aquella forma, también lo hicieron las demás. Corto sobre la frente y alrededor de las orejas. Luego todo lo demás igual de largo que antes: indios de América. Lo hizo ella sola, delante del espejo.
Una la imitó; después, todas las demás —las chicas de su entorno. Tres, cuatro. Un día, mi novia.
Se mueven de forma distinta, desde entonces —más salvajes. Duras en el modo de hablar, cuando se acuerdan, y con un nuevo orgullo. Se ha hecho visible lo que desde hacía ya tiempo persistía, invisible, por debajo de sus conductas que todas viven esperando saber de Andre cómo hacer. Sin admitirlo —puede ocurrir incluso que, en ocasiones, la desprecien. Pero sucumben —aunque en un aparente estar jugando.
También la delgadez. Que Andre optara por ella, en un momento determinado, como premisa natural y definitiva. Ni siquiera vale la pena discutir al respecto, está claro que debe ser así. No parece que haya médicos en el horizonte capaces de pronunciar la palabra desnutrición —de manera que los cuerpos se van escurriendo sin alarmas ni preocupaciones, tan sólo sorpresa. Comen cuando nadie las ve. Vomitan en secreto. Los gestos que antes eran absolutamente simples se hacen ahora oscuros, complicándose como nunca habríamos creído, como la juventud no debería contemplar.
Todo esto no se convierte en tristeza, de todas maneras, sino más bien en una metamorfosis que las hace fuertes. No se nos escapa que ahora llevan de manera distinta su cuerpo, como si hubieran tomado conciencia de él de manera repentina, o como si hubieran aceptado su propiedad. Dado que han llegado a ser capaces de someterlo, se liberan de él con una ligereza que limita con la incuria. Están empezando a descubrir hasta qué punto pueden abandonarlo al azar. Depositarlo en manos ajenas, y luego regresar para recuperarlo.
Todo esto les viene de Andre, está claro, pero también hay que decir que se deriva de ella de una forma casi imperceptible, porque de hecho hablan poquísimo entre ellas, y nunca se las ve moverse en grupo, o físicamente cerca —no son, propiamente, amigas: nadie es
amigo
de Andre. Es un contagio silencioso, y alimentado por la distancia. Es un sortilegio. Mi novia, por ejemplo, se ve con Andre por lo de ese baile suyo, pero, para todo lo demás, vive en otro mundo, y en latitudes distintas. Si tiene que pronunciar el nombre de Andre, lo hace con acento de superioridad, como si ya conociera su truco, o se apiadara de su suerte.
Pero…
Ella y yo tenemos un juego secreto —nos escribimos a escondidas de nosotros mismos. Paralelamente a lo que decimos y vivimos estando juntos, nos escribimos, como si fuéramos nosotros dos, pero en una segunda vez. De lo que escribimos en esas cartas-notitas nunca hablamos. Es allí donde decimos, de todas formas, las cosas auténticas. Técnicamente utilizamos un sistema del que nos sentimos orgullosos —lo inventé yo. Nos dejamos las notitas colgadas en una ventana de nuestra escuela, una ventana a la que nadie va. Las colocamos entre el cristal y el aluminio. La probabilidad de que otra persona las lea es bastante reducida, lo bastante como para darle un toque de tensión al asunto. Las escribimos con letra de imprenta, de todas maneras, así que podrían ser de cualquiera.
Algo de tiempo después de la historia esa del pelo, encontré una nota que decía lo siguiente.
«Ayer por la tarde, después de danza, fui con Andre a su casa, había más gente. Bebí mucho, perdóname, amor mío, en un momento determinado estaba echada en su cama. Dime si quieres que siga.»
Sí que quiero, contesté.
«Andre y otro me subieron el jersey. Nos reíamos. Yo estaba bien con los ojos cerrados, me tocaron, y me besaron. Más tarde otras manos, no sé de quién, me tocaban las tetas, no abrí los ojos en ningún momento, era bonito. Noté una mano por debajo de la falda, entre las piernas, entonces me levanté, no quería. Abrí los ojos, había más gente, sobre la cama. No quise que me tocaran entre las piernas. Te quiero mucho, amor mío. Perdóname, amor mío.»
Luego no volvimos a hablar del tema, nunca. Lo que se ha dicho en la segunda vez no existe en la primera —de lo contrario, el juego se rompería para siempre. Pero aquella historia me iba dando vueltas por la cabeza, de manera que una noche solté una frase que hacía tiempo que rumiaba.
Andre se mató, hace tiempo, ¿lo sabías?
Lo sabía.
Seguirá matándose hasta que consiga terminar con todo, le dije.
Quería hablarle también de la comida, del cuerpo, del sexo.
Pero ella dijo Tal vez se muere de muchas maneras, y de vez en cuando me pregunto si no lo estaremos haciendo nosotros también, sin saberlo. Ella por lo menos lo sabe.
Nosotros no nos estamos muriendo, dije.
No estoy segura de ello. Luca se está muriendo.
No es verdad.
Y el Santo, él también.
Pero ¿qué estás diciendo?
No lo sé. Perdona.
Lo decía pero ni siquiera ella lo sabía, era poco más que una intuición, un destello. Se trata de que avanzamos a base de destellos, el resto es oscuridad. Una tersa oscuridad llena de luz, oscura.
En los Evangelios hay un episodio que nos gusta mucho, como también el nombre que tiene: Emaús. Unos días después de la muerte de Cristo, dos hombres iban andando por el camino que lleva a la pequeña ciudad de Emaús, discutiendo de lo que había pasado en el Calvario, y de algunos rumores, raros, sobre sepulcros abiertos y tumbas vacías. Se acerca un tercer hombre y les pregunta de qué están hablando. Entonces los otros dos le dicen: Pero ¿cómo?, ¿es que no sabes nada de los hechos ocurridos en Jerusalén?
¿Qué hechos?, pregunta él, y pide que se los expliquen. Los otros dos se los explican. La muerte de Cristo y todo lo demás. Él escucha.
Más tarde pretende marcharse, pero los otros dos le dicen: Es tarde, quédate con nosotros, ya es de noche. Podemos comer juntos y seguir hablando. Y él se queda con ellos.
Durante la cena, el hombre parte el pan, con tranquilidad, con naturalidad. Entonces ellos dos se dan cuenta y reconocen en él al Mesías. Él desaparece.
Al quedarse solos, los dos se dicen: ¿Cómo hemos podido no darnos cuenta? Durante todo el tiempo que ha estado con nosotros, el Mesías estaba con nosotros, y nosotros no nos hemos dado cuenta.
Nos gusta la linealidad —lo simple que es la historia. Y lo real que es todo, sin fruslerías. No hacen más que los gestos elementales, necesarios, hasta el punto de que al final la desaparición de Cristo parece un hecho que se da por descontado, que es casi una costumbre. Nos gusta la linealidad, pero no sería suficiente para que nos gustara tanto esa historia, que, en cambio, tanto nos gusta, porque también hay otra razón, ésta: en toda la historia, ninguno de ellos sabe. Al principio el propio Jesús parece no saber sobre sí mismo, ni sobre su muerte. Luego los otros dos no saben sobre él, ni sobre su resurrección. Al final se preguntan: ¿Cómo hemos podido?
Nosotros conocemos esa pregunta.
¿Cómo hemos podido no saber, durante tanto tiempo, nada de lo que era y, a pesar de todo, sentarnos a la mesa de todas las cosas y personas que íbamos encontrando a lo largo del camino? Corazones pequeños —los alimentamos con grandes ilusiones y al final del proceso caminamos igual que discípulos hacia Emaús, ciegos, al lado de amigos y amores que no reconocemos —fiándonos de un Dios que ya no sabe nada sobre sí mismo. Por eso conocemos la marcha de las cosas y luego recibimos el final de las mismas, pero siempre ausentes de su corazón. Somos aurora y, no obstante, epílogo —perenne descubrimiento tardío.
Tal vez haya un gesto que haga que nos demos cuenta. Pero por ahora todos nosotros vivimos. Se lo expliqué a mi novia. Quiero que tú sepas que Andre muere y nosotros vivimos, eso es todo, no hay nada más que entender, por ahora.
Pero también somos enérgicos y con una fuerza ilógica para nuestra edad. Nos la han enseñado junto con la fe, que es fenómeno evanescente al tiempo que piedra dura, diamante. Vamos por el mundo siendo portadores de una certeza en que se disuelve cualquier forma de timidez nuestra, hasta llevarnos más allá del umbral del ridículo. A menudo no existe defensa, para los demás, porque nos movemos sin pudor y lo único que queda es aceptar sin comprender, desarmados por nuestra candidez.
Cometemos locuras.
Fuimos, un día, a la casa de la madre de Andre. Hacía ya cierto tiempo que al Santo le rondaba esa idea. Desde el día de la mamada en el coche, y luego después, por otras cosas que pasaron. Creo que lo que tenía pensado era salvar a Andre, de alguna manera. La manera que conocía era convencerla de que hablara con un cura.
Era una idea sin sentido, pero luego vino toda esa historia del pelo, y la notita de mi novia —la delgadez, además. Yo no era capaz de quedarme quieto, y es típico de nuestra forma de actuar el tomarnos las cosas a la tremenda y hacer una cuestión de salvación o condena, algo gordo. No se nos pasa ni siquiera por la cabeza que todo sea más sencillo —heridas normales que hay que curar con gestos naturales, del tipo cabrearse, o hacer cosas despreciables. No conocemos semejantes atajos.
De manera que en un momento determinado me pareció razonable ir hasta allí. Tenemos esquemas infantiles si un niño se porta mal, se lo comunicamos a la madre.
Se lo dije al Santo. Fuimos. No tenemos sentido del ridículo. Nunca lo han tenido, los elegidos.
La madre de Andre es una mujer magnífica, pero de una belleza hacia la que no sentimos simpatía, ni predisposición. Estaba sentada en un sofá enorme, en la casa que poseen, de ricos.
La habíamos visto otras veces, solamente pasar, luminosa en su estela de elegante aparición, bajo grandes gafas oscuras. Bolsos de boutique del brazo doblado en forma de V, igual que las francesas de las películas. Llevan la mano en alto y allí permanece, con la palma hacia arriba, abierta, esperando a que alguien deposite en ella un objeto delicado, tal vez una fruta.
Desde el sofá nos miraba, y no puedo olvidar el respeto que al principio fue capaz de sentir por nosotros, ni siquiera sabía quiénes éramos y todo debía de parecerle surrealista. Pero, como ya he dicho, la vida la había machacado y probablemente hacía tiempo que ya no temía la penetración del absurdo en la geometría del sentido común. Mantenía los ojos muy abiertos, tal vez por las medicinas, como haciendo un esfuerzo deliberado por no cerrarlos. Estábamos allí para decirle que su hija estaba perdida.
Pero el Santo tiene una hermosa voz, de predicador. Por mucho que aquello pareciera una locura, lo que tenía que decirle lo dijo de una manera que sonó limpia, sin asomo de ridículo, y con la fuerza de cierta dignidad. La candidez era asombrosa.
La mujer escuchaba. Encendía cigarrillos con filtro dorado, se los fumaba hasta la mitad. No era fácil dilucidar qué era lo que estaba pensando, porque nada había en su rostro que no fuera ese esfuerzo por no cerrar los ojos. De vez en cuando cruzaba las piernas, que llevaba como si fueran de decoración.
El Santo logró decirlo todo sin nombrar nada, y ni siquiera dijo
Andre
nunca, sino tan sólo
Su hija
. De esa forma recapituló todo lo que sabíamos y se preguntó si de verdad era eso lo que quería, aquella mujer, para su hija: que se perdiera en el pecado, a pesar de los talentos y de la maravilla, sólo por no haber sabido indicarle cuál era el inaccesible camino de la inocencia. Porque si de verdad era así, entonces no éramos capaces de entenderlo, y por eso habíamos ido a verla a ella para decírselo.
Éramos dos chiquillos y, terminados los deberes, habíamos cogido un autobús para llegar hasta aquella hermosa casa con el preciso cometido de explicarle a un adulto cómo su forma de vivir y de ser padre estaba llevando a la ruina a una chica a la que no conocíamos apenas y que se iba a perder arrastrando tras de sí a todas las almas débiles que fuera encontrando en su camino.
Tendría que habernos echado de allí. Nos habría gustado. Mártires.
En cambio, hizo una pregunta.
En vuestra opinión, ¿qué debería hacer?
A mí me pareció asombroso. Pero no al Santo, que estaba siguiendo el hilo de sus pensamientos.
Consiga que venga a la iglesia, dijo.
Tendría que confesarse, añadió.
Estaba tan espantosamente convencido que ni siquiera yo dudé de que aquello fuera lo más apropiado para decir en ese momento. La locura de los santos.
Le habló entonces de nosotros, sin arrogancia, pero con una seguridad que era como una cuchilla. Quería que supiera por qué creíamos, y en qué. Tenía que decirle que había otro modo de estar en el mundo, y que nosotros creíamos que ése era el camino, la verdad y la vida. Dijo que sin el vértigo de los cielos tan sólo nos queda la tierra, bien poca cosa. Dijo que cada hombre lleva consigo la esperanza en un significado más elevado y noble de las cosas, y a nosotros nos habían enseñado que esa esperanza se convertía en certidumbre en la luz plena de la revelación, y en tarea cotidiana en la penumbra de nuestra vida. Así trabajamos para la instauración del Reino, dijo, que no es una misión misteriosa, sino la construcción paciente de una tierra prometida, el homenaje sin condiciones a nuestros sueños, y la satisfacción perenne de cualquiera de nuestros deseos.
Por eso ninguna maravilla debe caer en vano, porque se trata de una piedra del Reino, ¿comprende?
Estaba hablando de la maravilla de Andre.
Una piedra angular, dijo.
Luego se calló.
La mujer se había quedado escuchándolo sin cambiar nunca de expresión, tan sólo lanzando alguna mirada rápida hacia mí, pero por cortesía, no porque esperara que yo dijera mi opinión. Si estaba pensando en algo era muy hábil ocultándolo. Parecía que no le causara ninguna impresión el dejarse humillar de esa manera, por un chiquillo además —había dejado que él recapitulara para ella su nada, la de su hija. Sin manifestar resentimiento, ni tampoco aburrimiento. Cuando abrió la boca, únicamente había cortesía en su tono.
Has dicho que tendría que ir a confesarse, dijo.
Parecía que se hubiera quedado ahí, antes de todo el razonamiento. Aquello le producía curiosidad.