Emaús (14 page)

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Authors: Alessandro Baricco

BOOK: Emaús
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Luego se lo dije todo en una frase.

Me gustaba antes —antes de Andre.

El Santo sonrió.

Me explicó entonces con su voz más hermosa —es un viejo, en esa voz.

Me dijo los nombres, y las geometrías.

Cada horma, y todo el camino.

Hasta que el guardia dio unos pasos adelante y nos comunicó que se había terminado —pero sin maldad. Neutral.

Me levanté, coloqué bien la silla.

Nos despedimos, un gesto y algo susurrado en voz baja.

Luego, de espaldas, sin darnos la vuelta.

Me quedó grabada en la cabeza su certeza —
no es un horror
.

Pues, entonces, qué es —pensaba.

Para hacer que cupiera en el sobre, el Santo había doblado la Virgen en cuatro, pero de manera ordenada, con los bordes alineados. Se trata de la página de un libro, de esos libros grandes de arte, de papel cuché. En un lado sólo hay texto, en el otro, la Virgen —con el Niño. Es importante decir que se puede abarcar por completo de un vistazo —una letra del alfabeto. Aunque sean muchas las cosas diferentes que figuran en el cuadro, boca, manos, ojos —y dos cosas muy diferentes a las demás, la madre y el niño. Pero disueltas en una imagen que es claramente una y solo una. Alrededor, negro.

Es una virgen —es necesario recordarlo.

La virginidad de la madre de Jesús es un dogma, establecido por el Concilio de Constantinopla en el 553, por tanto es materia de fe. En particular, la Iglesia católica, es decir, nosotros, cree que hay que considerar perpetua la virginidad de María —es decir, efectiva antes, durante y después del parto. En consecuencia, este cuadro representa a una madre virgen y a su hijo.

Hay que decir que lo hace como si infinitas madres vírgenes de infinitos niños hubieran sido convocadas allí, desde la distancia en que residían, para convenir en una única posibilidad, olvidadas de las insignificantes diferencias y singularidades convocadas para un único estar, de compendiada intensidad. Todas las madres vírgenes y todos sus niños, por tanto —esto también es importante. En un gesto dulce de la Virgen, por ejemplo, se halla recogida la memoria completa de
toda
dulzura madre —reclina la cabeza hacia un lado, su sien toca la del Niño, pasa la vida, pulsa la sangre en la tibieza.

El Niño tiene los ojos cerrados y la boca completamente abierta —agonía, profecía de muerte, o hambre tan sólo. La madre virgen le sostiene la barbilla con dos dedos —un soporte. Blancas las vendas del niño, púrpura el ropaje de la madre virgen —negro el velo, que desciende sobre los dos.

La inmovilidad es completa. No hay peso que deba caer, o pliegue detenido en algún deshacerse, o gesto que llevar a cabo. No existe captación del tiempo, no es el corte entre un antes y un después —es
siempre
.

Del rostro de la madre virgen, una mano no vista ha alejado cualquier posible expresión, dejando un signo que sólo se representa a sí mismo.

Un icono.

Si uno lo contempla largo rato, la mirada se abisma progresivamente en él, siguiendo un rastro que parece obligado —casi una hipnosis. De este modo todos los detalles se deshacen, y al final la pupila ya no tiene movimiento, en el ver, sino que permanece fija en un único punto, donde todo lo ve —el cuadro completo, y todo ese mundo emplazado en él.

Ese punto es donde se encuentran los ojos. Sobre el rostro de la Virgen, los ojos. Era norma de belleza que no expresaran nada. Vacíos de hecho, no miran, sino que están hechos para recibir la mirada. Son el corazón ciego del mundo.

Cuánta maestría debe de haber sido necesaria para obtener todo esto. Cuántos errores antes de obtener esta perfección. Durante generaciones fueron pasándose el trabajo, sin perder jamás la confianza en que, tarde o temprano, iban a saber hacerlo. ¿Qué urgencia los impelía? ¿Por qué tanta dedicación? ¿En qué promesa depositaban su fe? ¿Qué era lo que se salvaba, para los hijos de los hijos, en el trabajo de sus manos?

La ambición que nosotros aprendimos —de eso se trata. Un mensaje secreto, escondido en el reverso del culto y de la doctrina. La memoria de una
madre virgen
. Divinidad imposible en la que residía, apaciguado, todo lo que en la experiencia humana reconocían como tormento y desgarro. En ella adoraban la idea de que en una única belleza podían recomponerse todos los contrarios, y todos los opuestos. Sabían lo que se aprende en lo sagrado: la oculta unidad de los extremos, y la capacidad que tenemos de convocarla como un único gesto, completo se trate tanto de un cuadro como de una vida entera. Virgen y madre —llegaron a imaginarla como reposo, y perfección. No se conformaron hasta que pudieron verla, engendrada por su maestría.

De manera que la promesa fue mantenida, y los hijos de los hijos fueron recibiendo como herencia coraje y locura. Más que cualquier forma de inclinación moral, y en el reverso de todas las doctrinas, lo que recibimos de nuestra formación religiosa fue sobre todo un modelo formal —un modelo obsesivamente repetido en la violencia de las imágenes que nos relataban la buena nueva. La misma unidad descabellada de la Virgen madre se encuentra en el éxtasis de los martirios, y en todos los Apocalipsis que se constituyen en principio de los tiempos, y en el misterio de los demonios, que eran ángeles. Del modo más elevado, y también carroña, se encuentra en nuestro icono último y definitivo, el de Cristo clavado en la cruz —recomposición de extremos vertiginosos, padre, hijo, espíritu santo, en un único cadáver, que es Dios y no lo es. De la aporía por excelencia hemos hecho un fetiche —somos los únicos que adoramos a un dios muerto. En consecuencia, ¿cómo no íbamos a aprender, en primer lugar, esta capacidad imposible —y la ambición de colmar cualquier clase de distancia? Así, mientras nos enseñaban el camino recto, nosotros ya éramos telaraña de senderos, y nuestra meta estaba en todas partes.

Nos ocultaron que era tan difícil. Por tanto trazamos vírgenes imperfectas, sorprendidos al no hallar al final aquellos ojos vacíos —sino, por el contrario, dolor y remordimiento. Por eso nos herimos, por eso morimos. Pero se trata tan sólo de una cuestión de paciencia. De ejercicio.

Dice el Santo que es igual que los dedos de una mano. Se trata sólo de cerrarlos lentamente, con la fuerza de un suave apretón —como si tuviéramos que meter ahí la vida entera. Dice que no tenemos que asustarnos, y que si lo somos todo, ésa es nuestra belleza, no nuestra enfermedad. Es el reverso del horror.

Dice que nunca ha existido un antes de Andre, porque éramos así desde siempre. Por tanto no nos corresponde ninguna nostalgia, ni disponemos de un camino para volver atrás.

Dice que no ha pasado nada. Que nunca ha pasado nada.

Entonces volví a los gestos que conocía, encontrándolos de nuevo uno a uno. Para el último, quise dejar el volver a la iglesia, el domingo, para tocar. Había otros chicos, para entonces, una nueva banda —el cura no podía quedarse sin, de manera que nos había reemplazado. Eran jóvenes y no tenían historia, por así decirlo había uno, quizá, que valía algo. Los demás eran muy jóvenes. De todas formas pregunté si podía unirme a ellos, con mi guitarra, y ellos se sintieron honrados. Conviene señalar que cuando tenían trece años iban a misa para escucharnos a nosotros —de manera que así se puede entender la situación. Había uno, incluso, que en el pelo y la barba intentaba parecerse al Santo. Era el batería. Al final me puse allí, un poco apartado, con mi guitarra, e hice lo que tenía que hacer. Querían que cantara, pero les hice entender que no, que no iba a cantar. Estar ahí y tocar —no me importaba nada más.

Pero no había tocado aún dos acordes del cántico de entrada cuando enseguida noté que todo se me venía encima —qué ridículo era mi estar allí, y qué lejos quedaba cualquier clase de sensación de regreso a casa. Era tan viejo, allí en medio —en años, seguro, pero sobre todo en inocencia perdida. Sabía cómo esconderme bien detrás de los demás, estaba sólo yo. Los padres, desde los bancos, y los hermanos pequeños, me buscaban con sus ojos, querían ver al superviviente y, en mí, la sombra negra de mis amigos perdidos. No me molestaba, me lo había buscado yo, tal vez lo que quería era precisamente eso, ya no quería nada a escondidas. Me parecía que llevarlo todo a la superficie era lo primero que había que hacer. Por eso me dejaba mirar —me lo tomaba como una humillación, sinceramente no había narcisismo ni tampoco forma alguna de protagonismo, lo vivía como una humillación, y ser humillado así, sin violencia, era lo que yo quería.

En un momento determinado el cura logró colocar la frase de que yo había regresado y que la comunidad entera me daba la bienvenida, con el corazón lleno de alegría. Muchos entre los bancos dijeron que sí con la cabeza, y se prodigaban las sonrisas, un bullicio jovial —todos los ojos sobre mí. Yo no hice nada. Sólo tenía miedo de que estallara un aplauso. Pero tengo que decir que ésa es gente educada, todavía conoce la medida de lo que resulta adecuado —un arte que está perdiéndose.

Inmediatamente después me encontré observando el pelo del cura, durante el sermón, y por primera vez me di cuenta de cómo lo llevaba. Tendría que haberme fijado hacía años, pero en realidad únicamente ese día se lo vi de verdad. Por un lado, lo llevaba largo, pero se lo peinaba hacia el otro lado de la cabeza, tapando su calvicie. De manera que la raya, en el punto en que nacía, le quedaba ridícula y baja, casi a ras de oreja. Era rubio, y lo llevaba peinado con la necesaria atención. A lo mejor con algún fijador. Por debajo del mismo, el cura estaba hablando del misterio de la Inmaculada Concepción.

Nadie lo sabe, pero la Inmaculada Concepción no tiene nada que ver con la virginidad de María. Quiere decir que María fue concebida en ausencia del pecado original. El sexo no tiene nada que ver.

Y me preguntaba qué importancia podía tener el pelo que uno tiene, viviendo en la perspectiva de la vida eterna y de la edificación del Reino. Cómo era posible perder el tiempo con cuestiones del tipo habrá utilizado alguna clase de laca, habrá salido un día a
comprársela
.

¿Por qué no había aprendido de nuestras aventuras por lo menos la clemencia, o el talento para comprender? La piedad por lo que somos, todos.

Me aproveché del sermón —aquel cura los hipnotizaba, me puse a mirar las caras, entre los bancos, ahora que ya no me observaban a mí. Tanta gente a la que no veía desde hacía mucho tiempo. Luego, en uno de los últimos bancos, primero pensé que me había equivocado, pero se trataba verdaderamente de ella, Andre, sentada en el último sitio que daba al pasillo estaba escuchando, pero mirando a todas partes, con curiosidad. A lo mejor ni siquiera era la primera vez que venía.

A esas alturas, yo la odiaba, porque seguía pensando que era el origen de muchos de nuestros males, pero en ese momento indudablemente tan sólo sentí que en medio de tantos extranjeros había alguien que era de mi tierra, hasta ese punto se habían desplazado los confines de mi sentir. Por muy absurdo que fuera, me pareció que sobre aquella extraña balsa todavía quedaba uno de los míos —y también el instinto de permanecer cerca.

Pero fue un instante.

Así que, al acabar la misa, le dejé tiempo para que se fuera. Me despedí de los chicos y luego fui al primer banco, me puse de rodillas y me quedé rezando, con el rostro entre las manos, las rodillas apoyadas en la madera. Era algo que antes hacía a menudo. Me gustaba oír el ruido de la gente que se iba marchando, sin verlos. Y hallar, dentro de mí mismo, un punto.

Me levanté, al final, se habían quedado los gestos aterciopelados de los monaguillos que estaban recolocando el altar.

Me di la vuelta y Andre seguía allí, en su sitio, sentada —la iglesia casi vacía. Me di cuenta entonces de que aquella historia aún no había acabado.

Me persigné y empecé a recorrer el pasillo entre los bancos, de espaldas al altar.

Al llegar a la altura de Andre, me detuve y le hice un gesto para saludarla. Ella se movió un poco, en el banco, haciéndome un sitio. Me senté a su lado.

A pesar de todo, he sido educado en una obstinada resistencia, que considera que la vida es una obligación moral que debe ser llevada a cabo con dignidad y plenitud. Me han dado fuerza y carácter, para eso, y la herencia de todas sus tristezas, para que las tuviera en alta estima. Por tanto me resulta claro que nunca moriré salvo en gestos pasajeros y en momentos olvidables. Y tampoco dudo de que más afilado que cualquier clase de miedo se revelará mi caminar.

Y así será.

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