Authors: Alessandro Baricco
Hablaban de un espectáculo suyo, mi novia bailaba con ella, tenían un espectáculo que iban a poner en marcha. Faltaban unas luces, me pareció entender, unas luces y una alfombra estrecha de tela gris y de doce metros de largo, sin costuras. Yo estaba allí, pero aquello no me concernía, y nadie me dirigía la palabra en ningún momento. Podría haberme levantado y haberme ido a dar una vuelta por ahí, pero estaba en calzoncillos. En un momento dado, hablando, mi novia empezó a acariciarme el muslo, por debajo de la manta, claro, lentamente, un gesto limpio, que no era exactamente una caricia, era como un gesto inconsciente, que quisiera mantener algo encendido, entre un antes y un después. Era difícil darse cuenta de si había o no malicia, pero en cualquier caso me estaba tocando, y yo pensé bien de ella. Es cierto que van a llegar vírgenes al matrimonio, nuestras novias, pero eso no quiere decir que tengan miedo: no, no lo tienen. Me acariciaba y Andre estaba allí. De vez en cuando, no estaba claro si era por azar, llegaba a tocarme el miembro, atrapado dentro de los calzoncillos. Lo hacía mientras seguía hablando de telas y de costuras, sin cambiar de voz, nada de nada. Fuera lo que fuera lo que se le pasase por la cabeza, el modo era perfecto. Me tocaba mi miembro duro y no se alteraba lo más mínimo. Pensé que esa historia tenía que contársela sin duda alguna a Bobby, no veía llegar el momento de contársela. Estaba pensando en las palabras que iba a utilizar cuando Andre se levantó: dijo que tenía que marcharse y que para la tela ya hablaría ella con los del teatro, que para las luces ya se le ocurriría algo. Parecía que habían solucionado el asunto. Sonó el teléfono, estaba allí, sobre la mesita, mi novia contestó, era su madre. Levantó los ojos hacia el cielo, luego puso una mano sobre el auricular y dijo Mi madre… Entonces Andre le susurró que contestara al teléfono con tranquilidad, que ella ya se iba. Se despidieron y mi novia me hizo un gesto con la cabeza, sin dejar de hablar con su madre —quería que acompañara a Andre y que fuera a cerrar la puerta. Yo me saqué la manta escocesa de encima, me levanté del sofá y seguí a Andre hasta afuera y luego por el pasillo. Al llegar delante de la puerta, ella se detuvo y miró en mi dirección, esperándome. Yo di unos pasos más: nunca había estado tan cerca de Andre en toda mi vida, y tampoco me había quedado a solas con ella, en un espacio en el que estuviéramos únicamente nosotros dos. Era menos espacio del que era en realidad, porque yo iba en calzoncillos y en los calzoncillos mi miembro se veía a una milla de distancia. Ella me sonrió, abrió la puerta e hizo ademán de salir. Pero luego se dio la vuelta y le vi una cara que hasta un instante antes no tenía —aquellos ojos completamente abiertos.
La primera frase que Andre me dijo fue Oye, no tendrás algo de dinero, por casualidad.
Sí, algo tengo.
¿Me lo prestas?
Me volví para adentro para mirar en el bolsillo de los tejanos. Mi novia seguía hablando por teléfono, le hice un gesto para señalarle que iba todo bien. Cogí el dinero, no era gran cosa.
No es gran cosa, le dije a Andre mientras le tendía quince mil liras, allí, delante de la puerta abierta, con la luz de neón del descansillo mezclándose con la más cálida de la entrada. En nuestros descansillos hay unas plantas espinosas que nunca ven el sol, pero que viven, sin embargo, y están ahí con dos objetivos, el primero de los cuales es conferir dignidad al descansillo en sí. El segundo es dar fe de una obstinación muy particular del vivir, un heroísmo silencioso del que tendríamos que aprender algo cada vez que salimos de casa. Nadie las riega nunca, aparentemente.
Eres muy amable, me dijo Andre. Te lo devolveré.
Me rozó la mejilla con un beso. Para hacerlo tuvo que acercárseme un poco y su bolso fue a presionarme sobre los calzoncillos, estaba exactamente a esa altura.
Luego se marchó de allí. Tenía, ahora, como una especie de fiebre.
En la primera ocasión en que vi a Bobby se lo expliqué todo, recargando un poco la historia aquella de las caricias por debajo de la manta escocesa, al final acabó que me había hecho hasta una paja. Entonces él dijo que sin duda alguna aquello lo tenían estudiado, estaba todo preparado, era uno de esos juegos que le gustaba hacer a Andre, resultaba increíble que mi novia lo hubiera aceptado, a esa chica no tendrías que infravalorarla, dijo. Yo sabía que las cosas no habían sido exactamente de aquella forma, pero eso no me impidió durante una temporada ir paseándome por ahí como alguien que tiene una novia capaz de concebir historias de ese tipo, y de organizarlas. La cosa duró un tiempo, luego se me pasó. Pero durante ese tiempo fui distinto con ella —y ella diferente conmigo. Hasta que nos asustamos, en un momento dado —todo volvió a ser normal.
Es así como, de cuando en cuando, pasa Andre.
En cambio, y con el preciso objeto de hablar del Santo, a su madre se le metió en la cabeza hablar con nosotros, los amigos de su hijo, y por ello lo preparó todo bien, ella lo preparó todo —quería hablarnos en una ocasión en que el Santo no estaba. Bobby logró escurrir el bulto, pero yo no, ni Luca —nos encontramos allí, solos, con aquella madre.
Es una señora rolliza, que se cuida, nunca la hemos visto sin maquillaje o con los zapatos inapropiados. También allí, en su casa, estaba perfecta, resplandeciente, si bien de una forma doméstica, inofensiva. Quería hablar del Santo. Fue dando largas al asunto, pero al final nos preguntó qué sabíamos nosotros de la historia esa del cura —de que su hijo pensaba hacerse cura, cuando fuera mayor, o incluso de inmediato. Lo preguntó alegremente, para darnos a entender que lo único que quería era saber algo más, no teníamos que tomárnoslo como una pregunta capciosa. Yo dije que no lo sabía. Luca dijo que no tenía ni idea. Entonces ella esperó un poco. Luego volvió a hablar con una voz distinta, más segura, colocando las cosas en su sitio, ahora era por fin un adulto que estaba hablando con dos chiquillos. Nos vimos obligados a decir qué era lo que sabíamos.
El Santo tiene una manera malditamente seria de tomarse todas las cosas.
Ella asintió con la cabeza.
A veces es difícil entenderlo, y él nunca se explica, no le gusta dar explicaciones, dijo Luca.
¿No habláis nunca del tema, entre vosotros?
Hablar de ello, no.
¿Pues entonces?
Quería saber. Aquella madre quería que le dijéramos que nosotros rezábamos; sin embargo, era el Santo quien ardía en sus oraciones, y tenía con las piernas una forma de arrodillarse como de un golpazo, mientras que nosotros simplemente cambiábamos de postura —él
caía
de rodillas. Quería saber por qué su hijo pasaba horas con los pobres, los enfermos y los delincuentes, convirtiéndose en uno de ellos, hasta olvidar la prudencia del decoro y la medida de la caridad. Tenía la esperanza de llegar a comprender qué hacía todo ese tiempo pegado a los libros, y si también nosotros bajábamos la cabeza ante cualquier reproche, y si éramos incapaces de rebeldía, y de palabras tensas. Necesitaba llegar a comprender mejor quiénes eran todos aquellos curas, las cartas que le escribían, las llamadas telefónicas. Quería saber por tanto si los demás se reían de él, y cómo lo miraban las chicas, si era con respeto —la distancia entre el mundo y él. Aquella mujer nos estaba preguntando si era posible a nuestra edad pensar en entregar nuestra vida a Dios y a sus sacerdotes.
Si se trataba o no de eso, podíamos responder.
Sí.
¿Y cómo se os puede pasar por la cabeza?
Luca sonrió. Es una pregunta extraña, le dijo, porque parecía que no cupiera otra alternativa, en nuestro entorno, que tender hacia esa locura, lo mismo que hacia una luz. ¿Resultaba ahora una sorpresa lo profundo que habían calado sus palabras, y que todas sus lecciones, desde que éramos niños, hubieran sido escuchadas? Tendría que ser una buena nueva, dijo.
No lo es, para mí, dijo aquella mujer. Dijo que también nos habían enseñado la mesura y, es más, que lo habían hecho en primer lugar, sabiendo que así nos habían entregado el antídoto contra cualquier enseñanza sucesiva.
No hay ninguna mesura en el amor, dijo Luca, de una forma que casi no parecía él. En el amor y en el dolor, añadió.
La mujer lo miró. Luego me miró a mí. Debió de preguntarse si no estaban todos ciegos, nuestros padres y nuestras madres, frente a nuestro misterio, cegados por nuestra aparente juventud. Luego nos preguntó a nosotros si alguna vez se nos había pasado por la cabeza hacernos curas.
No.
¿Y eso por qué?
¿Quiere decir por qué el Santo sí y nosotros no?
¿Por qué mi hijo sí?
Porque él quiere salvarse, le dije yo, y usted sabe de qué.
No habría querido decirlo, y sin embargo lo dije, porque aquella mujer nos había llevado hasta allí para escuchar exactamente esa frase y ahora yo la había dicho.
Hay otras formas de salvarse, dijo ella sin asustarse.
Es posible. Pero ésa es la mejor.
¿Tú crees?
Lo sé, dije. Los curas se salvan, están obligados a hacerlo, cada momento de su vida los salva, porque no hay momento en que vivan, de manera que la catástrofe no puede dar un rodeo.
¿Qué catástrofe?, preguntó ella. No quería detenerse.
La que el Santo lleva encima, dije.
Luca me miró. Quería vislumbrar si yo iba a detenerme.
Esa catástrofe que asusta, añadí, para estar seguro de que ella podía entenderme bien.
La mujer me estaba observando. Estaba intentando descubrir cuánto sabía yo al respecto, y hasta qué punto conocíamos a su hijo. Por lo menos tanto como ella, probablemente. El lado oscuro del Santo está en la superficie de los gestos, en los pasadizos secretos que excava a la luz del sol, su perdición es transparente, se deja arrastrar por ella sin demasiada discreción, cualquiera que esté junto a él puede darse cuenta de que es una catástrofe, y tal vez incluso de cuál es.
¿Vosotros sabéis adónde va, cuando desaparece?, preguntó la mujer, con firmeza.
A veces el Santo desaparece, de eso no hay duda. Días y noches, luego regresa. Lo sabemos. Sabemos incluso algo más, pero eso es también parte de nuestra vida, a la mujer no le concernía.
Con la cabeza hicimos un gesto negativo. Una mueca, luego, para confirmar que no, no sabíamos adónde iba.
La mujer entendió. Lo dijo, entonces, de otra manera.
¿No lo podéis ayudar vosotros?, susurró. Era un ruego, más que una pregunta.
Estamos con él, nos gusta, estará siempre con nosotros, dijo Luca. No nos da miedo. No tenemos miedo.
Entonces a la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas, tal vez ante el recuerdo de cuán intransigente, e infinito, puede ser a nuestra edad el instinto de la amistad.
Nadie dijo nada más durante un rato. Podría haber acabado ahí.
Sin embargo, ella debió de pensar que no debía tener miedo si nosotros no lo teníamos.
Así, mientras seguía llorando, pero muy, muy quedo, dijo:
Es por esa historia de los demonios. Son los curas quienes se la han metido en la cabeza.
No pensábamos que iba a explayarse tanto, pero tuvo la valentía de hacerlo —porque en el abismo de nuestras madres, inadvertida, siempre anida una audacia incomparable. La conservan, durmiente, entre los gestos prudentes de toda una vida, para poder disponer de ella por completo ese día al que sospechan que están destinadas. Lo prodigarán a los pies de una cruz.
Los demonios se me lo están llevando, dijo.
En cierto modo era verdad. Desde nuestro punto de vista, esa de los demonios es en efecto una historia que surge con los curas, pero también hay algo que forma parte, desde siempre, del Santo, con la fuerza de su origen, y que estaba allí antes de que los curas le pusieran ese nombre. Ninguno de nosotros tiene esa sensibilidad hacia el mal —una especie de morbosa atracción, aterrada, pero, en cuanto aterrada, cada vez más morbosa, inevitable, del mismo modo que ninguno de nosotros tiene tampoco la misma vocación del Santo por la bondad, el sacrificio, el sosiego, que son la consecuencia de ese terror. No sería necesario, tal vez, importunar al demonio, pero en nuestro mundo cualquier clase de santidad está íntimamente entrelazada con una indecible familiaridad con el maligno, como atestiguan los Evangelios en el episodio de las tentaciones, y como advierten las vidas, turbias, de los místicos. Así que se habla de demonios, sin la prudencia con que, por el contrario, debería hacerse cuando se habla de demonios. Y en presencia de almas claras como las nuestras —de chiquillos. No tienen piedad alguna, en esto, los curas. Ni prudencia.
Al Santo lo habían machacado con esas historias.
Lo que nosotros podemos hacer, lo hacemos. Damos levedad a nuestro estar con él, y lo seguimos adondequiera que vaya, en las curvas del bien, y en las del mal hasta donde nos es posible, tanto en las unas como en las otras. No lo hacemos únicamente por compasión fraterna, sino también por auténtica fascinación, atraídos por lo que él sabe, y lo que lleva a cabo. Discípulos, hermanos. A la luz de su santidad niña aprendemos cosas, y eso es un privilegio. Cuando se asoman los demonios, resistimos con la vista al frente, todo lo que podemos. Luego dejamos que se marche y esperamos a que regrese. El terror lo olvidamos y somos capaces de tener días normales, con él, después de cualquier ayer. Ni siquiera pensamos demasiado en ello, y si no hubiera sido porque aquella mujer nos había obligado a hacerlo, casi no pensaríamos nunca en ello. En realidad, ni siquiera habría tenido yo que haber hablado del tema.
La mujer explicó qué pasaba en su casa, en ocasiones, y que resultaba horrible, pero ya no la escuchábamos. Llevaba en su corazón el peso de numerosas aflicciones y ahora se estaba liberando de ellas, explicándonos lo que representaba que los demonios le estuvieran arrebatando a su hijo. No era algo que fuera con nosotros. Sólo volvimos a escucharla al oír el nombre de Andre, arrastrado por la corriente de las palabras —nos molestó una pregunta que resonó inútilmente nítida, allí en medio.
¿Por qué está obsesionado mi hijo con esa chica?
Ya no estábamos allí.
La mujer se dio cuenta.
Al final puso sobre la mesa un pastel, todavía estaba tibio, y una botella de Coca-Cola, ya empezada. Quiso hablar de cosas normales y lo hizo con amabilidad. Era tan directa, y sencilla, que a Luca se le pasó por la cabeza hablarle de su familia, pero no la verdad —pequeñas cosas de familia normal, feliz. Tal vez pensaba que ella también sabía, y le importaba decirle que en realidad todo iba bien. No sé.