Authors: Alessandro Baricco
Nos marchamos hacia el tranvía, envueltos hasta los pies en nuestros abrigos, respirando niebla. Era tarde, y en la oscuridad sólo había soledad. No hablamos hasta que llegamos a la parada. Porque una parada de tranvía, de noche, en nuestros fríos de niebla, es perfecta. Tan sólo las palabras necesarias, ningún gesto. Una mirada cuando es necesaria. Hablando como hombres antiguos. Luca quiso enterarse y nosotros se lo explicamos, de aquella manera. Le conté lo de la tarde en casa de la madre de Andre. Resumido en pocas palabras, todavía sonaba más absurdo.
Estáis locos, dijo.
Fueron para echarle un sermón, dijo Bobby.
¿Y ella?, preguntó Luca.
Le conté la historia aquella del monje. Más o menos como la habíamos escuchado. Hasta el punto en que Andre resultaba ser su hija.
Luca primero se rió, luego se quedó un rato pensativo.
No es verdad, dijo al final.
Se ha choteado de vosotros, dijo.
Volví a pensar en cómo nos lo había contado, buscando algún matiz, algo que lo explicara. Pero era darse de bruces contra un cristal, no salía nada de nada. De manera que lo que quedaba era esa hipótesis de un cura en el sembrado adverso —un golpe bajo. Era mejor lo de antes, nosotros aquí, ellos allí: a cada uno su recolecta. Era el tipo de esquema en el que nosotros sabíamos jugar. Pero ahora se trataba de una geometría distinta, se trataba de su geometría enloquecida.
¿Qué, venís a ver el espectáculo?, preguntó Bobby. Se refería a eso que hacían Andre y él.
Luca hizo que se lo explicara, luego dijo que antes se dejaría matar.
¿Y tú?, preguntó Bobby volviéndose hacia mí.
Sí, yo voy a ir, guárdame tres entradas.
¿Tres?
Tengo dos amigos a los que les gustaría.
¿Los dos capullos de costumbre?
Los mismos.
Vale, pues, que sean tres.
Gracias.
Llega el tranvía, dijo Luca.
Pero, como se habían pegado, luego se fueron juntos a las montañas, Bobby y el Santo. Nosotros lo hacemos así. Cuando algo se rompe, buscamos el esfuerzo y la soledad. Es tal el lujo espiritual en que vivimos —que para salvarnos elegimos como cura lo que en una vida normal sería pena y condena.
Preferiblemente buscamos esfuerzo y soledad en medio de la naturaleza. Sentimos predilección por la montaña, por razones obvias. El nexo entre esfuerzo y ascensión, allí, es literal, y la tensión de todas las formas hacia lo alto, obsesiva. Caminando por las cimas, el silencio deviene religioso, y la pureza alrededor es una promesa mantenida —el agua, el aire, la tierra limpia de insectos. En definitiva, si uno cree en Dios, la montaña sigue siendo el lugar más fácil donde hacerlo. Hay que añadir que el frío induce a esconder los cuerpos y el cansancio los desfigura: de manera que nuestro cotidiano empeño en censurar el cuerpo se ve exaltado y, después de horas de marcha, nos vemos reducidos a pasos y pensamientos —lo imprescindible necesario, según nos han enseñado, para ser nosotros mismos.
Se marcharon a las montañas y no quisieron que nadie los acompañara. Una tienda de campaña, escasas provisiones, ni un libro siquiera, ni música. Prescindir de todo es algo que ayuda —nada como la indigencia puede llevarle a uno cerca de la verdad. Se marcharon porque se les había metido en la cabeza deshacer un grumo que había surgido entre ambos. Iban a regresar en un par de días.
Yo sabía adónde pensaban ir. Había un exasperante, largo pedregal de subida, antes de la aproximación a la cima propiamente dicha. Caminar por un pedregal es una penitencia —veía la zanca del Santo, era típico de él. Quería una penitencia. Pero también la luz, probablemente —la luz en pedregal es la auténtica luz de la tierra. Y también quería la extraña sensación que conocemos ahí arriba, como de algo blanco que queda, al final, flotando sobre una inundación de fijeza. Salvados de un sortilegio.
Envidiándolos un poco, vi cómo se marchaban.
Nos conocíamos lo suficiente para percibir los detalles. Bobby tenía una forma extraña de preparar las pequeñas cosas antes de la partida —incluso se había presentado con un calzado inadecuado, como de alguien que no quisiera marcharse del todo. Le pregunté si estaba seguro de que quería marcharse y él se encogió de hombros. Parecía que le importaba un comino.
La primera noche acamparon al borde del pedregal. Para cuando montaban la tienda, ya estaba oscuro, y la mochila del Santo, apoyada en una piedra, cayó rodando cuesta abajo. Se había abierto un poco, se salieron fuera las cuatro cosas que llevaba para el viaje. Pero también, a la luz de la lámpara de gas, un brillo metálico que Bobby no entendió de inmediato. El Santo fue a recolocar las cosas dentro de la mochila, luego volvió a la tienda. ¿Y tú para qué quieres una pistola?, le preguntó Bobby, aunque sonriendo. Para nada, dijo el Santo.
Fue eso, pero todavía mucho más, probablemente, las palabras durante la noche. A la mañana siguiente, empezaron a subir por el pedregal, pero sin hablarse, dos extraños. El Santo tiene una forma de caminar implacable, ascendía con constancia, mudo. Bobby se quedó atrás, el calzado inapropiado tampoco lo ayudaba. Se levantó un frío viento del este y luego la lluvia. Era un día de perros. El Santo caminaba con regularidad, haciendo pequeñas paradas, regulares —nunca se daba la vuelta. Desde atrás, en un momento dado, Bobby le gritó algo. El Santo se volvió. Bobby le gritó que estaba ya hasta las pelotas, que él daba media vuelta. El Santo sacudió la cabeza y le hizo un gesto, para decirle que no siguiera con esas monsergas, y que, en vez de eso, caminara. Pero Bobby ya no quería saber nada más del asunto, gritaba con fuerza, y tenía la voz de alguien que está a punto de llorar. Entonces el Santo retrocedió unos metros, lentamente, mirando bien dónde ponía los pies. La lluvia caía oblicua, gélida. Llegó a unos peñascos cerca de Bobby y le preguntó con fuerza qué coño estaba pasando. Nada, respondió Bobby, lo único que pasa es que yo me vuelvo. El Santo se le acercó un poco más, aunque quedándose a unos metros. No puedes hacerlo, dijo. Pues claro que puedo hacerlo. Es más, deberías hacerlo tú también, larguémonos de aquí, es una mierda de excursión. Pero aquello no era, para el Santo, ninguna excursión: para nosotros, que creemos en ellos, no se trata de excursiones, no hay nada peor que llamarlos excursiones: son ritos de nuestra liturgia. De manera que el Santo notó que algo irreparable se rompía en pedazos, y no se equivocaba. Le dijo a Bobby que le daba pena. Pues mírate a ti, fanático de mierda, le respondió Bobby. No estaban gritando, exactamente, pero el viento los obligaba a hablarse con fuerza. Se quedaron un rato quietos, sin saber qué hacer. Luego el Santo se dio la vuelta y empezó a subir de nuevo, sin pronunciar palabra. Bobby dejó que se marchara y luego empezó a gritarle que estaba loco, y que se creía un santo, ¿vale?, ¡pero que no lo era, todo el mundo sabía perfectamente que no lo era, él y sus putas! El Santo seguía subiendo, parecía que ni siquiera escuchara, pero en un momento dado se paró. Se quitó la mochila, la colocó en el suelo, la abrió, se agachó para coger algo y luego se levantó de nuevo, aferrando la pistola en la mano derecha. ¡Bobby!, gritó. Estaban lejos el uno del otro, y luego estaba el viento, tuvo que gritar. Quédatela tú, gritó. Y le lanzó la pistola, para que él la recogiera. Bobby la dejó caer entre las rocas, las pistolas le daban miedo. La vio rebotar contra la dura superficie y luego rodar hasta un agujero. Cuando se volvió hacia donde estaba el Santo, lo vio de espaldas, lento, ascendiendo. Entonces, durante unos instantes, no lo comprendió, pero luego se dio cuenta de que aquel chico no quería quedarse solo con su pistola, completamente a solas con ella. Y sintió una gran ternura por el Santo, y por su caminar cada vez más pequeño, sobre el pedregal. Pero no cambió de idea, y no empezó a subir de nuevo, y comprendió que iba a ser así para siempre.
Fue a recoger la pistola. Por mucho asco que le diera, se la metió en su mochila, para que desapareciera de allí y de cualquier soledad por la que el Santo pudiera pasar. Luego se puso en marcha por el camino de regreso.
Conozco esta historia porque me la contó Bobby con todo lujo de detalles. Lo hizo para explicarme que probablemente todas las cosas habían ocurrido ya con anterioridad, con una lentitud de movimiento geológico, pero al final había sido en el pedregal donde él había comprendido, de repente, que todo había terminado. Se refería a algo que nosotros conocemos muy bien —la expresión imprecisa que utilizamos es: perder la fe. Es nuestra pesadilla. A cada momento de nuestro camino sabemos que puede ocurrir algo, semejante a un eclipse total —perder la fe.
Lo que pueden enseñarnos los curas, con respecto a esta eventualidad, únicamente resulta comprensible si nos remontamos a la experiencia de los primeros apóstoles. Eran pocos, los más cercanos a Cristo, y al día siguiente del Calvario, con su Maestro descendido ya de la cruz, se reunieron, abatidos. Hay que recordar que aquello con lo que cargaban era el muy humano dolor por la pérdida de algo que les resultaba amado: pero nada más. Ninguno de ellos, en ese momento, era consciente de que quien había muerto no había sido un amigo, un profeta, un maestro, sino Dios. Era algo que no habían comprendido. Es evidente que no estaba a su alcance conseguir imaginar que aquel hombre fuera
verdaderamente
Dios. De manera que se reunieron, aquel día, después del Calvario, en la muy sencilla memoria de una persona querida, e insustituible, a la que habían perdido. Pero desde el cielo, sobre ellos, descendió el Espíritu Santo. Así, de repente, el velo se desgarró y ellos comprendieron. Ahora reconocían a aquel Dios con el que habían caminado durante años, y hay que imaginarse hasta qué punto cada una de las pequeñas teselas de su vida en ese instante les volvería a la cabeza con una luz tan deslumbrante que los abriría por completo, hasta lo más profundo y para siempre. En el Nuevo Testamento, ese abrirse se nos transmite mediante la hermosa metáfora de la glosolalia: de golpe fueron capaces de hablar todas las lenguas del mundo —era un fenómeno conocido, y que se asociaba con la figura de los videntes, de los adivinos. Era la señal de una comprensión mágica.
Así, lo que los curas nos enseñan es que la fe es un don, que viene de lo alto, y que pertenece al ámbito del misterio. Por eso es frágil, como una visión y, como una visión, es intangible. Es un acontecimiento sobrenatural.
De todas formas, nosotros sabemos que no es así.
Somos obedientes a la doctrina de la Iglesia, pero conocemos también a la perfección una historia distinta, cuyas raíces se remontan hasta la tierra que nos ha engendrado. En alguna parte, y de alguna forma invisible, nuestras infelices familias nos han transmitido un irremediable instinto de creer que la vida es una experiencia inmensa. Cuanto más modesta ha sido cada una de las costumbres que nos han transmitido, tanto más profunda ha sido, cada día, su subterránea llamada a una ambición ilimitada —una espera de significado casi irracional. De este modo nos hemos aproximado al mundo, desde pequeños, con la intención precisa de restituirlo a su grandeza. Pretendemos que sea justo, noble, constante en su tendencia hacia lo mejor, e imparable en su camino de creación. Esto hace de nosotros unos rebeldes, y nos hace diferentes. El mundo exterior se nos presenta las más de las veces como una tarea humillante, árida, inadecuada por completo a nuestras expectativas. En las vidas de los que no creen vemos la rutina de los condenados, y hasta en el menor de sus gestos percibimos la parodia de la humanidad con que soñamos. Cada injusticia es una ofensa a nuestras expectativas, lo es cada dolor, maldad, miseria de ánimo, fealdad. Lo es cada paso dado en el vacío del significado —y cada hombre sin esperanza, o sin nobleza. Cada gesto mezquino. Cada instante perdido.
Así, mucho antes que en Dios, creemos en el hombre —y tan sólo esto, al principio, es la fe.
Como ya he dicho, en nosotros ésta aflora en la forma de una batalla —estamos a la contra, somos diferentes, estamos locos. Nos da asco lo que gusta a los demás, y es para nosotros valioso lo que los demás desprecian. Es inútil señalar lo que nos galvaniza. Crecemos con la idea de ser héroes aunque, no obstante, de un tipo extraño, que no desciende de la clásica tipología del héroe —de hecho no nos gustan las armas, ni la violencia, ni la lucha animal. Somos héroes hembra, por esa forma nuestra de meternos en las reyertas con las manos desnudas, con la fuerza de un candor infantil, e invencibles en nuestra posición de irritante modestia. Nos movemos con sigilo entre las ruedas dentadas del mundo, con la frente levantada pero con el paso de los últimos —el mismo paso asquerosamente humilde, y firme, con el que Jesús de Nazaret anduvo por el mundo durante toda su vida pública, fijando antes que una doctrina religiosa un modelo de conducta. Invencible, como la historia ha demostrado.
En el fondo de esta epopeya inversa encontramos a Dios. Es un paso natural, que viene solo. Creemos hasta tal punto en todas y cada una de las criaturas, que nos resulta normal pensar en una creación —un gesto sabio al que damos el nombre de Dios. Así, nuestra fe no es tanto un acontecimiento mágico, e incontrolable, como una deducción lineal, la extensión hasta el infinito de un instante heredado. Buscadores de significado, nos hemos espoleado hasta muy lejos, y al final del viaje estaba Dios —la plenitud total del significado. Muy sencillo. Si por cualquier circunstancia perdemos dicha sencillez, acuden en nuestra ayuda los Evangelios, porque en ellos nuestro viaje desde el hombre hasta Dios está fijado para siempre en un modelo seguro, donde el hijo rebelde del hombre coincide con el hijo predilecto de Dios, ambos fundidos en una única carne, heroica. Lo que en nosotros podría ser locura, allí es revelación, y destino cumplido —ideograma perfecto. De ahí extraemos una certidumbre sin aristas —la llamamos fe.
Perderla es algo que ocurre. Pero utilizo aquí una expresión imprecisa, que alude a la fe como sortilegio, algo que no nos concierne. Yo no
perderé
la fe, no puede
perderla
Bobby. No la hemos
encontrado
, no podemos
perderla
. Es algo diferente, en modo alguno mágico. Lo que se me pasa por la cabeza es la geométrica caída de un muro —el instante en que cede un punto de la estructura y el conjunto se colapsa. Porque sólida es la pared de piedra, pero en el seno siempre lleva un encaje débil, un apoyo inseguro. Con el tiempo hemos aprendido con exactitud
dónde
se encuentra esa piedra escondida que puede traicionarnos. Está en el punto exacto donde apoyamos todo nuestro heroísmo y todo nuestro sentimiento religioso: es donde rechazamos el mundo de los demás, donde lo despreciamos, por instintiva certidumbre, donde sabemos que es insensato, con total evidencia. Sólo Dios nos basta; las cosas, nunca. Pero no siempre es cierto, no es cierto para siempre. A veces basta con la elegancia de un gesto ajeno, o la belleza gratuita de una palabra laica. El resplandor de la vida, recogido en destinos equivocados. La nobleza del mal, a veces. Se destila entonces una luz que no habíamos sospechado. Se rompe la pétrea certidumbre y todo se viene abajo. Lo he visto en mucha gente, lo he visto en Bobby. Me dijo Hay un montón de cosas auténticas, a nuestro alrededor, y que nosotros no vemos, pero están ahí, y tienen un significado, sin ninguna necesidad de Dios.