Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (61 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Maqroll se quedó un instante en silencio y luego nos dijo que dejaría para otra ocasión el relato de sus días en la nueva mina. Era algo tan diferente a lo vivido en la anterior que no creía que debiera relatarse de inmediato. Nos, fuimos a dormir con la curiosidad de saber qué había sucedido a nuestro amigo en un lugar tan cargado de presagios como el que acababa de evocar. En los días siguientes acompañé al Gaviero al hospital para que se sometiera a unos exámenes. En una semana más nos darían los resultados. Yosip y su mujer nos visitaban de vez en cuando y se mostraban muy complacidos de ver a su amigo reponerse en forma tan patente. En una ocasión en la que nos habíamos quedado solos en el patio Jalina y yo, me expresó su gratitud por lo que hacía en favor de su amigo.

—Varias veces nos ha salvado de situaciones muy graves —comentó—. Es un hombre muy noble pero al que no es fácil ayudar ni corresponder a sus bondades. La última vez que trabajamos juntos fue en un barco que transportaba peregrinos desde el Adriático y Chipre hasta La Meca. Era contramaestre y medio dueño del navío que estaba registrado a nombre de Abdul Bashur, un gran amigo suyo que ya murió. Otro hombre poco común, pero mucho más duro y práctico que Maqroll. Por un problema de literas que había asignado Yosip en forma equivocada, un grupo de albaneses se le vino encima para matarlo. Maqroll descendía en ese momento a la cala y disparó al aire el revólver que siempre llevaba consigo. Los tipos soltaron a mi esposo y cuando mostraron intenciones de lanzarse contra Maqroll, éste algo les dijo en su idioma que los obligó a alejarse en actitud sumisa.

No era la primera vez que escuchaba historias parecidas sobre el Gaviero, quien, sin embargo, jamás daba la impresión de ser hombre inclinado a disputar con nadie ni a imponerse por la fuerza. Era evidente que solía hacerlo por la gente de sus afectos pero no para él mismo. Su fatalismo irremediable lo llevaba a sobrellevar con indiferencia las intemperancias ajenas. Lo que me llamó la atención, desde el primer momento en que vi a la mujer, en la oficina del motelucho de La Brea, fue su afecto incondicional, profundo, semisalvaje, por el Gaviero. Tampoco era la primera vez que encontraba a una hembra que guardara por él ese tipo de lealtad casi perruna.

Cuando fuimos por los resultados de los exámenes, el médico nos informó que Maqroll estaba fuera de peligro. Los daños en órganos que hubieran podido afectarse con las fiebres estaban en vías de desaparecer. En pocas semanas estaría totalmente recuperado. Al salir del hospital, mi amigo, que llevaba los papeles en la mano, se alzó de hombros sin decir nada y, rasgándolos uno a uno, los fue tirando en un recipiente de basura que había a la entrada. Quise impedírselo, pero me contuve a tiempo pensando que sería una irrupción en su intimidad tan celosamente guardada. Regresamos a Northridge y no se volvió a hablar del asunto. Todos esperábamos la ocasión en que el Gaviero reanudara el relato de su vida en la mina; pero nadie se atrevía a pedirle que lo hiciera. Maqroll tenía siempre un especial cuidado para escoger el momento, la atmósfera propicia para sus confidencias y había que esperar a que llegaran espontáneamente a riesgo de hacerlo callar para siempre. La ocasión se presentó una noche que salimos a ver una lluvia de estrellas que cruzaba el cielo en medio de un resplandor que sobrecogía el ánimo. Nos quedamos sentados al pie de la piscina. Fui por unas cervezas frías que todos necesitábamos para sobrellevar el calor instalado sobre el valle. Maqroll nos comentó que la más impresionante lluvia de estrellas que vio en su vida fue a bordo de un navío que esperaba turno para entrar en el puerto de Al Hudaida, en el mar Rojo.

—Caían una tras otra y el espectáculo duró más de una hora. Había un dejo de tristeza y fatalidad en ese desastre de mundos que se convertían en polvo a inconmensurable distancia de nuestras pequeñas vidas vanidosas y anónimas —comentó Maqroll en un tono que permitía esperar que esta vez entrase de lleno en el relato de sus días de minero. Así fue. Tras un breve silencio, continuó la historia interrumpida noches atrás, como si ese intermedio no hubiese existido.

»Ahora que menciono el mar Rojo recuerdo que dejamos pendiente el relato de lo que me pasó en la mina de la gruta. Tiene bastante relación una cosa con otra. Ya verán más adelante por qué. A la mañana siguiente, despiertos Eulogio y yocon el vocerío de los loros, preparamos café en un pequeño reverbero de alcohol que doña Claudia le había prestado a mi compañero. Confortados con la bebida que éste solía preparar aún más fuerte que el resto de sus paisanos, nos abrimos camino por entre los helechos para explorar el interior de la mina. A los pocos pasos, que recorrimos con ayuda de la Coleman, una nutrida bandada de murciélagos cruzó despavorida por entre nuestras cabezas y se escapó hacia la abertura superior de la gruta. Un intenso olor a excremento anunciaba la presencia de los animales dentro de la mina. Muy pronto nos acostumbramos y seguimos penetrando en la galería. También allí vimos buena cantidad de maquinaria amontonada, corroída por el óxido hasta no tener forma reconocible, y de herramientas también en plena destrucción. Comenzamos a examinar las paredes y el suelo con minuciosa paciencia y, pocas horas después, dimos con lo que podía ser una veta digna de estudiar más detenidamente. Se prolongaba unos veinte metros por la intersección de la pared con el piso de la galería y, de pronto, comenzaba a ascender hasta perderse en el techo. No habíamos llevado herramientas ya que sólo nos proponíamos hacer un examen del interior del lugar y verificar el número de galerías que pudiera tener. Regresamos a la playa que nos servía de albergue y nos tendimos a descansar. De tanto recorrer encorvado los socavones, la espalda me dolía en forma casi insoportable. Bastaba extenderse en el piso por un rato para que el dolor desapareciera. Comimos algo y tras tomar otro tazón de café muy caliente, volvimos a penetrar en la mina, esta vez con las herramientas necesarias y otra Coleman que nos facilitara la tarea de tomar unas muestras. Regresamos con éstas pocas horas después, pero ya casi no había luz de día para poder hacer las pruebas.

»—¿Sabe, mi don —comentó Eulogio—, que esa veta tiene muy buen aspecto? No sé qué me hace pensar que vamos a tener una sorpresa. Ya era tiempo, carajo. Después de tanto andar y tanto escarbar, es apenas justo que la suerte nos ayude.

»Le contesté que tenía razón pero que, respecto a las promesas que la veta anunciaba, poco podía decirle ya que de eso nada sabía. Mañana veríamos. Salimos al borde del abismo para recibir un poco de brisa y olvidar el denso ambiente de sacristía de la gruta.

»Las muestras que sacamos resultaron al día siguiente positivas de acuerdo con el pronóstico de Eulogio. Sin embargo, era necesario someter el material a un examen más minucioso en un laboratorio de la capital de provincia y, en caso de que se confirmara nuestro diagnóstico, había que registrar la mina en la Gobernación para poderla explotar a nombre nuestro. Eulogio se ofreció a hacer estas gestiones mediante una carta poder que yo le haría:

»—Usted, mi don, con ese aspecto y el pasaporte con el que anda por el mundo, disculpe que se lo diga, pero no es la persona indicada para tratar con esa gente. La mina quedará a nombre de nosotros dos. Usted como primer propietario, desde luego. Pero si va en persona no sólo no le van a dar ningún permiso, sino que a lo mejor lo sacan del país. Son muy jodidos y desconfiados. Yo sé cómo se lo digo. Todo lo relacionan con la guerrilla y nunca sabe uno lo que se les puede ocurrir.

»Estas razones de mi guía eran más que convincentes y estuve de acuerdo con sus planes. Recogimos nuestras cosas, volvimos a cubrir la entrada con los helechos que habíamos desplazado al entrar y nos dispusimos a partir a la mañana siguiente con las primeras luces. La arena tibia debajo de las mantas de la montura formaba un lecho acogedor que se ajustaba suavemente a la forma del cuerpo de manera que se disfrutaba de un sueño parejo y agradable. Sin embargo, un extraño sonido me despertó poco antes de la madrugada, era como si alguien pronunciara a lo lejos una palabra que se repetía constantemente. No logré descifrar lo que decía hasta que me di cuenta de que el sonido era causado por el aire que entraba en la gruta y recorría las paredes de ésta hasta subir a la abertura superior. Al pasar por la entrada de la mina producía la modulación de una palabra dicha por alguien en voz muy baja desde una lejanía imposible de precisar. Volví a dormirme hasta cuando el ruido de las bestias que Eulogio comenzaba a ensillar me despertó de nuevo. Me enjuagué el rostro en las aguas del arroyo. Tenían un leve sabor ferruginoso que producía una impresión salutífera de balneario de aguas termales. Se lo comenté a Eulogio y me explicó que se debía a que esas tierras eran muy ricas en minerales, lo cual venía a confirmar su corazonada sobre el filón que habíamos descubierto. El regreso por el borde del precipicio nos pareció más fácil aunque el escándalo de la torrentera volvió a causarme un vago pavor incontrolable. Seguimos el camino real por la cuchilla hasta llegar a la casa de los familiares de Eulogio. Salió doña Claudia recibirnos con una cordialidad que mostraba su alivio de vernos sanos y salvos. Cenamos cualquier cosa y nos fuimos a dormir. Antes de caer en el sueño, me vino a la memoria la palabra que escuché en la mina y pude distinguirla con toda claridad. Era Amirbar. Eulogio aún no se había dormido y le comuniqué mi descubrimiento. Se quedó un momento pensativo y luego comentó:

»—Sí, creo que eso más o menos es lo que se oye. Pero no quiere decir nada, ¿verdad?

»Le dije que significaba general de la Flota en Georgia. Venía del árabe Al Emir Bahr que se traduce como el jefe del mar. De allí se originaba almirante. De su garganta salió un sonido, mezcla de incredulidad y compasión. A partir de entonces, siempre designamos a la mina con el nombre de Amirbar. Me quedé largo rato despierto pensando en los enigmas que nos plantea eso que llamamos el azar y que no es tal, sino, bien al contrario, un orden específico que se mantiene oculto y sólo de vez en cuando se nos manifiesta con signos como este que me había dejado una oscura ansiedad sin origen determinado.

»Una vez más ocupé la alcoba con balcón a la plaza del pueblo, encima de la entrada del café. Eulogio partió en el primer camión que salía para la capital y yo me quedé en espera del resultado de sus gestiones. Una extraña fiebre comenzaba a invadirme por oleadas que iban y venían durante el día y, en la noche, se instalaba para poblar mis sueños con un disparatado desfile de imágenes recurrentes y obsesivas. El delirio malsano de las minas comenzaba a mostrar sus primeros síntomas. Les decía la otra noche que no es fácil definir esa especie de posesión que nos trabaja profundamente y que no tiene que ver con el deseo concreto de hallar riquezas descomunales. No es éste el motivo principal que la anima, es algo más hondo y más confuso. Tiene que ver con el oro, sí, pero como algo que arrancamos a la tierra, algo que ésta guarda celosamente y sólo nos entrega tras una penosa lucha en la que arriesgamos dejar el pellejo. Es como si fuéramos a tener en nuestras manos, por una vez siquiera, una maléfica y mínima porción de la eternidad. No se compara con el poder que pueda ejercer una droga determinada, ni con la fascinación a que nos somete el juego. Algo tiene de ambos, pero nace de estratos más profundos de nuestro ser, de secretas fuentes ancestrales que deben remontarse a la época de las cavernas y al descubrimiento del fuego. La vida cambia por completo, es decir, las claves que hemos establecido para conducirla se mudan instantáneamente y nos abandonan, para hacer frente al destino en otro lugar. Las personas con las que antes teníamos una relación clara y establecida se visten de un halo inusitado que mana de nuestra fiebre incontrolable y avasalladora. Hasta una vieja costumbre que se ha confundido con nuestra vida misma, como es en mi caso la lectura, cobra otro aspecto. Las guerras de la Vendée, las emboscadas nocturnas, Charette y la Marquesa de la Rochejaquelein, los azules y la Convención, Bonaparte y Cadoudal, toda esa ebria epopeya que terminó en nada y que ni siquiera los príncipes, objeto de tantos sacrificios, acabaron por reconocer ni apreciar, se me presentaban bajo una luz extraña y los motivos que animaron tanto heroísmo se desdibujaban en mi mente y tomaban los más inesperados y absurdos aspectos. Poco a poco me di cuenta de que sólo vivía ya dentro de la mina, entre sus paredes que gotean una humedad de ultramundo y donde el brillo engañoso de la más desechable fracción de mica me dejaba en pleno delirio. Dora Estela percibió de inmediato los síntomas que denunciaban un cambio en mi ánimo y me dijo, a boca de jarro:

»—¡Ay, mijo!, ya lo agarró el mal de la mina. A ver cómo sale de eso porque se lo va a llevar la trampa. Apenas le está comenzando, pero si le toma ventaja va a terminar sembrado en los socavones como un topo y de allí lo tendrán que sacar a la fuerza. No se desprenda de Eulogio porque a ése, como es medio lelo, no le dan esos males. No se vaya a meter solo en esa cueva porque se lo traga la tierra.

»No era muy tranquilizante el pronóstico de la mujer. Lo decía con tal convicción y con tan sincera congoja que consiguió alarmarme. Comencé a esperar a Eulogio con la ansiedad de tener a mi lado a alguien que estuviera exento del embrujo del oro, alguien cuya inocencia lo hiciera inmune a la acción deletérea de un mal que amenazaba con derrumbar mi integridad y la frágil red de mis razones para vivir.

»El hermano de Dora Estela llegó con noticias que podían hundirme aún más en la vorágine que me amenazaba. El filón contenía una cantidad apreciable de mineral aurífero y el permiso había sido concedido a Maqroll, llamado el Gaviero, con pasaporte chipriota, y a Eulogio Ventura, natural de San Miguel. La mina había sido registrada con el nombre de Amirbar. Los dados estaban echados. Le comenté a mi socio los síntomas de la dolencia que comenzaba a torturarme. Lo hice en la forma más directa y sencilla posible y entendió de inmediato de lo que se trataba.

»—Mire, mi don —me dijo—, la mina es tan ingrata que ella misma va a encargarse de curarlo. Si sacamos oro, va a ser con tanto trabajo que va a acabar arrepentido de haberse embarcado en esta empresa. Esa fiebre es muy mala cuando comienza uno a trabajar con éxito en los socavones, pero, después, se hace más fácil de soportar. No hay que pensar en eso. Lo malo es que estuvo solo aquí todo este tiempo y eso fue lo que le hizo daño. Mi hermana no sirve para ayudar en este caso, porque odia la historia de las minas y les tiene un miedo terrible. Se lo pasó mi madre que dice siempre que ésas son cosas del diablo, que es el único que vive bajo tierra en los meros infiernos. Vamos a meterle al asunto con ganas y no piense más en eso. La cosa comenzó cuando se puso a escuchar palabras raras con el ruido del viento en la gruta. Imagínese: Amirbar. ¿Dónde diablos pudo sacar semejante barbaridad? Por muy marino que sea, convénzase de que aquí el mar no tiene nada que hacer.

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