Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (59 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Aquí hay algo muy raro, mi don —me comentó Eulogio desconcertado—, porque lo de los fusilados por la Rural no es un cuento. Nadie inventa una cosa así. Además, un primo mío y su esposa, también parienta nuestra, murieron en esa masacre dejando tres muchachitos que viven con mis padres. Y yo creo que esa gente está enterrada aquí y que esa galería la tapiaron para despistar. Siempre oí decir que en el sitio donde enterraron a la gente está la veta con mineral. Esas cosas suelen inventarse mucho en esto de las minas, pero siempre he escuchado esa vaina y nunca he visto que alguien la niegue o la ponga en duda. Todo lo que hemos encontrado no vale nada. Es lo mismo que han escarbado los gringos y las otras personas con las que he venido. O buscamos los muerticos o vamos a tener que irnos, como los demás, con las manos vacías. Ya lo verá.

»No supe qué contestar a esta argumentación de mi guía. Pero, tras de su lógica imbatible, se ocultaba una conclusión que me produjo un malestar y un desánimo fáciles de comprender: yo no había venido a La Zumbadora para buscar muertos sino para encontrar oro. Detrás de este asunto acechaban complicaciones que ya había conocido en el viaje por el Xurandó y no tenía el menor interés en pasar de nuevo por algo semejante. Usted lo sabe muy bien —dijo Maqroll dirigiéndose a mí—. Los militares y yo no nos entendemos muy bien, no hablamos el mismo idioma y, como es costumbre, el que arriesga la piel siempre soy yo. Los civiles somos para ellos lo que los ingenieros llaman una cantidad desdeñable.

»—No nos vamos a quedar aquí con los brazos cruzados. A ver qué se le ocurre —conminé a Eulogio, más para sacarlo de la inercia en la que lo habían dejado nuestros fracasos, que para conseguir de él una solución inmediata. Eulogio cayó en uno de sus mutismos de punto muerto y siguió machacando la roca como tratando de sacar de ella la respuesta que necesitábamos. Pasado un buen rato alzó la cabeza y mirando al fondo del remanso transparente comenzó a hablar:

»—Hay que quedarse aquí. Lo que hemos hecho los otros ya lo hicieron, tenemos que encontrar la manera de ver si el filón existe o no. Olvide los difuntos. Ésa es otra historia. No estamos seguros de que ellos y el filón estén juntos. Es muy probable que esa pendejada la haya inventado la gente. No sé cómo explicárselo, pero algo me dice que debemos seguir, que esperemos. Usted no se parece en nada a los otros con los que he venido. Usted como que viene de más lejos y de ver cosas más complicadas. No sé, es otra cosa. Hay algo que, bueno, no sé.

»Volvió a perderse en el silencio que le servía de refugio y no habló más ese día.

»En las palabras de mi compañero había una convicción que no podía expresar cabalmente. Esta convicción tenía que ver conmigo, algo veía en mí que le proporcionaba una certeza vaga, casi una premonición que lo llevaba a insistir en que continuáramos nuestra búsqueda. Resolví hacerle caso y esperar lo que fuese. Los días siguientes nos dedicamos a reforzar algunas paredes de las galerías, a ensanchar algunos corredores que las comunicaban entre sí y a tratar de rellenar los huecos que en la salida central y en la de la izquierda impedían el paso por haberse llenado de agua. Algunos tenían hasta más de un metro de profundidad y nos estaba tomando mucho tiempo el traer tierra para hacer transitables esos pasos. Creo ahora oportuno aclarar que nunca he sido inclinado a fascinarme con lo sobrenatural ni con misterios o esoterismos al uso. Pienso que con lo que llevamos adentro, al parecer familiar y conocido, hay ya suficientes problemas y vastos espacios indescifrables, como para inventar otros. Dios, hasta ahora, por lo menos conmigo, escoge los caminos más fáciles y claros para manifestar su presencia. Que a veces no los sepamos ver, eso es otra cosa. No suelo pensar mucho en ello ni ha sido negocio que me preocupe mayormente. La vida que se nos viene encima cada día suele coparme la atención y no me deja tiempo a mayores especulaciones. Lo que sucedió en La Zumbadora pertenece al mundo de la más estricta lógica. Lo que podría ser inquietante es que Eulogio lo haya previsto en medio de sus asombros y premoniciones.

»La temporada de las lluvias llegó de improviso y el que fuera un idílico remanso de égloga de Garcilaso se convirtió, en unas horas, en un torrente de barro que arrastraba árboles destrozados, animales con la boca brutalmente abierta que habían perdido casi toda su piel contra las piedras, trozos de construcciones y hasta jaulas con loros que gritaban despavoridos. Nos refugiamos en la mina y allí llevamos nuestras pertenencias y las tres bestias que estaban con nosotros. Con tablones de la cabaña construimos un techo que nos protegía de la humedad y allí esperamos a que pasara el temporal.

»—Vienen cuatro o cinco aguaceros como éste —precisó Eulogio—. Después llueve apenas un rato por las tardes y todo vuelve a la normalidad.

»La primera noche no me fue fácil conciliar el sueño, pero las siguientes me demostraron que no sólo era fácil dormir en la mina sino que su absoluta oscuridad producía un sueño reparador. Apagábamos la lámpara muy temprano para ahorrar gasolina y por esto prescindí de leer por las noches. En una ocasión, cuando alargaba el brazo para apagar la Coleman, sentí que todo se movía a mi alrededor. Pensé, primero, que nuestra precaria armazón de madera había cedido, pero un sordo mugido bajo tierra y un nuevo remezón me indicaron que se trataba de otra cosa.

»—Está temblando —comentó Eulogio con voz serena—, no se mueva. No pasa nada. Esta vaina no se cae, no se preocupe. Esto es frecuente. Ahora pasa.

Dos veces más volvió a mecerse la tierra con más fuerza que antes. Eulogio tenía razón. Ni los tablones que nos servían de techo, ni la bóveda misma de la galería, se habían resentido con el movimiento. Un instante después escuchamos un ruido que nos intrigó sobremanera y que, al pronto, atribuimos a un derrumbe en la cañada. Era como si un pie gigantesco se hubiera hundido de repente en un pozo de barro denso o de arcilla húmeda y resbaladiza. Apagamos la lámpara y nos dormimos, si no tranquilos, sí al menos seguros de que nuestra galería había resistido el sismo sin daño alguno y eso ya era mucho. A la mañana siguiente, Eulogio me despertó sacudiéndome suavemente de un hombro. Estaba ya vestido y traía la lámpara en la mano.

Venga, le muestro algo que va a interesarle —me dijo con voz calmada pero en la que asomaba un acento de extrañeza.

»Me vestí rápidamente y lo seguí mientras avanzaba hacia la galería central en la que habíamos estado trabajando para tapar los charcos que impedían el paso. Cuando llegamos allí alargó la lámpara hacia adelante mientras me detenía con el otro brazo. El piso se había desplomado, dejando al descubierto una serie de escalones que conducían a un socavón que exhalaba un aire espeso, un olor a barro fresco, a algo que recordaba la ropa sucia o el sudor de los caballos a punto de reventar tras una carrera. Descendimos por los escalones y nos encontramos en un espacio circular, forma por entero ajena a como suelen excavarse las minas. Era un espacio ceremonial, una catacumba insólita sin razón práctica alguna. Eulogio acercó la luz a las paredes y fueron apareciendo esqueletos humanos en posiciones improbables. De los huesos colgaban harapos de color ocre imposibles de identificar. Las mujeres eran fáciles de distinguir por los trozos de falda que pendían de las piernas. Algunos esqueletos de niños descansaban al pie de las mujeres. Fuimos recorriendo la pared y en toda su extensión había restos humanos. Algunos de los cráneos tenían cascos coloniales; era presumible que se tratara de los ingenieros británicos que explotaban la mina. Allá, arriba, el gemido del viento parecía continuar el alarido congelado de los cráneos cuyos maxilares colgaban en una mueca grotesca y desgarrada. Muchos han sido mis encuentros con la muerte y ésta no guarda para mí misterio alguno. Es el final de la historia y nada más. Nunca he sido afecto a especular sobre el tema, ni creo que haya mucho que decir. Pero la disposición escenográfica de esta gente, de las más diversas edades y condiciones, tenía un no sé qué de burla siniestra, de vejamen gratuito y sádico que me produjo una mezcla de ira y de piedad. Salimos de allí sin hacer comentario alguno y nos fuimos a refugiar en la cabaña, al pie del remanso que había recobrado su forma original aunque sus aguas seguían teniendo un color ferruginoso y opaco. Allí nos quedamos durante largo rato sin decir palabras. En la boca de Eulogio se insinuaba un rictus nervioso que parecía una sonrisa y en verdad expresaba algo bien diferente. Tampoco yo debía tener una cara muy natural, porque Eulogio me miraba a veces con un dejo de sorpresa e intriga.

»—Qué bestias, pero qué bestias —comenzó a decir mi guía, tras un largo silencio—. Esa gente no debía nada, carajo. ¡Qué hijos de puta!

Me acerqué y le puse la mano en el hombro, sin conseguir pronunciar palabra. Para mis adentros me dije con rabia sorda que no sabía contra quien desfogar: "Ya puedes ir a buscar el oro. Allí debe estar guardado por los esqueletos de esos inocentes. ¿No entiendes acaso la lección?". Mirando el remanso y con lágrimas que le escurrían por las mejillas, Eulogio siguió hablando:

»—Allá debe estar míster Jack, viejo simpático, con sus bigotes blancos y su nariz roja por el trago. Desde por la mañana, cada sábado, se ponía una juma que duraba dos días. Bebía sin parar de una botella que siempre llevaba en la mano. En la tarde se bañaba aquí en pelota e invitaba a las mujeres para que lo acompañaran. Tenía hijos regados por todas partes. Y mister Lindse, el capataz jamaiquino, negro retinto y con todos los dientes de oro. Con él asustaban a los niños cuando se portaban mal. Bronco y estricto pero siempre preocupado por el bienestar de su gente. Y todos los demás. ¡Dios mío!, ¿cómo pudieron matarlos así? Aquí ya no se puede vivir. Aquí nos van a acabar a todos porque nadie se mueve, nadie hace nada. Todos están locos, ellos y nosotros.

»Siguió largo rato en una lamentación indescifrable hecha de exclamaciones y recuerdos de quienes fueron sus amigos y parientes y ahora yacían en el círculo atónito de su absurda sepultura.

»En la tarde volvió la lluvia, insistente y sin pausa. Una lluvia ligera y tibia que apenas caía al suelo pero creaba una atmósfera de cuarto de calderas que castigaba los nervios y apagaba el ánimo. Nos refugiamos en la galería y calentamos un poco de café. Eulogio, ya sereno, pero inmerso en una tristeza lastimada y vencida, empezó a hacer un examen de nuestra situación. Era obvio que había que salir de allí lo más pronto posible. Intentar algo en la veta que pudiera haber en la cámara circular era impensable. A nadie debíamos mencionar el hallazgo de los fusilados. Que los descubrieran otros algún día o que volvieran a quedar sepultados con la acción del agua que comenzaba a entrar por las escaleras y las iba destruyendo. Estaban hechas de tierra apisonada y retenida con tablas. Si nos preguntaban en San Miguel por qué regresábamos tan pronto, la respuesta era que allí no había nada e íbamos a intentar en otra parte. Era necesario llevarse todo y no dejar huella alguna, ningún objeto, ninguna señal de nuestra presencia. Si nos preguntaban por el temblor, había que contestar que apenas lo habíamos sentido. Estábamos dormidos en la cabaña y el ruido del agua no dejó que escucháramos nada. Se extendió luego en una serie de especulaciones sobre la conducta de la tropa en estos casos y no pude menos de estar en pleno acuerdo con él. Así pues, al día siguiente recogimos nuestras cosas y regresamos a San Miguel. En el camino Eulogio me informó sobre otros lugares de los alrededores en donde habían excavado en busca de oro, algunos de los cuales tenían al parecer buenas posibilidades de que se hallase algo. Mencionaba parajes y sitios a la orilla de la quebrada que, como era obvio, nada me decían, pero me indicaban que valía la pena intentarlo antes de decidirse a abandonar la región. Eulogio me daba confianza y no era persona que quisiera crear vanas ilusiones para consolarme del brusco final de mis intentos con La Zumbadora de fúnebre recuerdo. Volví a instalarme en la habitación encima del café y a ocupar en éste la mesa de costumbre. Dora Estela me interrogó sobre nuestras exploraciones y le contesté con las razones ya convenidas con su hermano. Algo me decía que éste le había contado todo, pero preferí no ahondar en el tema. El propietario del establecimiento se acercó también para preguntarme si necesitaba el dinero que había guardado en una caja fuerte empotrada debajo del mostrador. Le respondí que con lo poco que llevaba conmigo podía pasar algunos días, antes de partir con Eulogio en busca de una nueva mina. El asunto comenzaba a tomar un cariz tan familiar para mí y se ajustaba tan fielmente al trazo de mis tribulaciones y errancias, que me sentí en mi elemento y esto me trajo una inmediata tranquilidad hecha de indulgente resignación. Del dinero que había traído gasté sólo una pequeña parte. Podía intentar una o dos exploraciones más antes de tener que recurrir a expedientes extraordinarios. Dora Estela me presentó a una amiga que convino en compartir conmigo algunas noches, a cambio de escribirle en inglés las cartas para un enamorado que conoció en la capital. Era un ingeniero sueco que había venido a instalar unos molinos de harina. En las cartas que ella recibía le hablaba de matrimonio, con el candor inefable que sólo los escandinavos suelen conservar, en medio de sus astucias luteranas de comerciantes inclementes. Era una mujer rubia, bajita y gordezuela, con una piel blanca y tersa y un ánimo sonriente que hacía disculpar la limitación de su inteligencia que, a menudo, solía llegar a la simpleza. En la cama esta falta la suplía con una entrega que daba siempre la impresión de que la experimentaba por primera vez. Se llamaba Margot, nombre que no le iba para nada y tal vez por esa razón se había transformado en Mago, que tampoco le iba.

»En el café había hecho algunos amigos, sobre todo entre los choferes de las chivas. Tomasito, que me había traído a San Miguel y con quien mantenía una relación muy cordial, me los fue presentando a medida que aparecían por allí. Cada camión tenía un nombre y en él se retrataba la personalidad de su conductor. No era el caso de Tomasito, cuyo camión se llamaba Maciste. Cuando le pregunté por qué le había puesto ese nombre, me contestó que su padre solía decir de alguien muy fortachón que tenía más fuerza que Maciste. Ignoraba que se tratara de un famoso héroe del cine mudo en una película sobre la Roma de Nerón. Cuando se lo hice saber, la noticia no le cayó en gracia. Prefería la vaga imagen que le recordaba a su padre. No recuerdo si les dije que las famosas chivas traían, en la parte de adelante, detrás del chofer, tres o cuatro líneas de bancas, consistentes en simples tablas de madera, sin respaldo. Atrás quedaba un lugar amplio para la carga. Eran vehículos de una resistencia a toda prueba, que los choferes sometían a modificaciones dictadas por su espontánea inspiración mecánica y que hubieran sorprendido no poco a los ingenieros y diseñadores de Detroit. Lo cierto es que estos camiones subían y bajaban durante largos años la serpenteante ruta de la cordillera sin dar mayores muestras de cansancio. Conversar con sus conductores, sufridos y recios personajes de espíritu trashumante, era para mí una absoluta delicia. Cada viaje que hacían reservaba una sorpresa, una anécdota, un accidente que ponía a prueba su inventiva y su paciencia. Con amores en cada una de las fondas de la carretera, desde las tierras bajas de clima ardiente y vegetación desorbitada, hasta las cumbres de la sierra, recorridas por nieblas desbocadas y vientos helados, con una vegetación enana y atormentados árboles de flores vistosas e inquietantes. Iban dejando el recuerdo de su paso en forma de pasiones desaforadas, tragedias de celos devastadores e hijos con nombres de improbables cantantes de tango. Todavía puedo recordar algunos nombres de estos inolvidables compañeros de largas jornadas de alcohol y remembranzas y los de sus chivas heroicas: Demetrio, el dueño de Que lloren otros; Marcos, el de Ahí lo dejo para que lo críes; Saturio, de El huracán andino; Esteban, el de La Garbo me recuerda y tantos otros, siempre queriendo anunciar en sus vehículos un rasgo oculto o harto popular de su carácter. Cuando conversaba con ellos de mis planes de minero, intentaban disuadirme con argumentos que yo mismo solía darme en secreto: ésas eran tareas para gringos que tienen alma de topos; el oro, al final, sólo servía para alimentar al gobierno, vestir putas y enriquecer a los cantineros.

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