Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Fue hacia el tocadiscos y bajó el volumen de la música todo lo que le permitía la animada clientela del establecimiento.
Un dolor sordo empezaba a crecerme en mitad del pecho. Era como un erizo que se iba hinchando, desgarrando todo, sin pausa, sin alivio. Longinos, a mi lado, me observaba con desconsuelo. No sé cuánto tiempo estuve allí. Pasada la medianoche, Longinos me llevó al Hotel Miramar. La dueña, también con una simpatía sincera y dolorida, me arregló un cuarto de inmediato. No podía regresar a Villa Rosa. Longinos no quería dejarme solo, pero le insistí que se encargara de las diligencias judiciales. Le pedí también que me trajera luego alguna ropa, un maletín con papeles y una maleta que estaban en mi habitación.
—Al rato vengo, no vaya a irse. Espéreme, por favor —me dijo, con evidente preocupación de que me quedara solo.
—Vete tranquilo —le dije—. No te preocupes por mí. Aquí estoy bien. No quiero ver a nadie. Vuelve cuando puedas.
Se fue un poco más tranquilo. Me tendí en la cama, tratando de mantener la mente en blanco. Era imposible. El recuerdo de Ilona invadía con devastadora avidez cada instante de ese presente detenido, congelado, intolerable. No podía apartar la imagen obsesiva e inconcebible del montón de carne carbonizada que el bombero llevaba en la sábana anónima de una ambulancia; y las gotas rosadas cayendo al piso, mezclándose con las primeras del aguacero que ahora caía con la torrentosa vehemencia de las lluvias del istmo. Ilona muerta. Ilona, muchacha, qué golpe rastrero contra lo mejor de la vida. Empezaron a desfilar los recuerdos. Con los ojos secos, sin el consuelo del llanto, transcurrieron largas horas en ese último intento de mantener, intactas por un momento todavía, esas imágenes del pasado que la muerte comenzaba a devorar para siempre. Porque la muerte, lo que suprime no es a los seres cercanos y que son nuestra vida misma. Lo que la muerte se lleva para siempre es su recuerdo, la imagen que se va borrando, diluyendo, hasta perderse, y es entonces cuando empezamos nosotros a morir también. La ausencia de Ilona, estando ella viva, era algo que conocía muy bien y con lo que estaba familiarizado. Su ausencia definitiva era algo que me costaba tanto trabajo, tanto dolor, tratar de imaginar, que prefería volver de nuevo a los recuerdos. Allí encontraba, aún, un refugio, efímero y endeble, pero, en ese momento, el único al que podía acudir para no caer en la nada.
Longinos llegó con la ropa y los papeles. Había estado en la morgue. Un anillo de Larissa sirvió para identificarla. En opinión de los bomberos, ella había abierto la llave del gas y dejado que éste escapara casi en su totalidad. Era de pensar que la misma persona había encendido algún fuego. La explosión fue tan brutal que fulminó todo en su instante.
—Fue Larissa, mi don. Puta bruja. Nunca le tuve la menor confianza. Esa mujer estaba loca. Le tendió a la señora Ilona la trampa para que no se fuera. Por eso estaba tan mansita en los últimos días.
El pobre Longinos lloraba de nuevo con la cándida entrega al dolor que tienen los seres primitivos e inocentes y que es la única forma de acompañar a los muertos y de hallar algún alivio a su ausencia. Le pedí que se fuera a dormir. Al día siguiente tenía que llevarme a Cristóbal para recibir a Abdul.
En la mañana, muy temprano, ya estaba Longinos esperándome en el vestíbulo del hotel. Fuimos primero al banco en donde teníamos nuestra cuenta. Allí giré el dinero de Ilona a su prima de Oslo que ahora vivía en Trieste. Era la única sobreviviente de su familia. Ilona la quería mucho, pero soportaba con poca paciencia sus observaciones de burguesa convencional que no entendía cómo su prima podía llevar una vida semejante. En el camino a Cristóbal le expliqué a Longinos cómo quería que recibieran sepultura los restos de nuestra amiga. En una simple lápida de piedra debía poner el nombre, Ilona Grabowska, y, abajo, en letras pequeñas: «Sus amigos Abdul y Maqroll que la quisieron tanto». No hablamos más durante el viaje. Cuando llegamos a Cristóbal un pequeño buque tanque, pintado de azul y naranja, se acercaba lentamente al muelle. Una fea punzada en el pecho me anunció la desoladora tarea que me esperaba: decirle a Abdul Bashur que Ilona, nuestra amiga, no estaba ya entre nosotros. En la proa del navío se alcanzaba a leer ya, claramente,
Fairy of Trieste
.
A Jorge Ruiz Dueñas, amigo ejemplar y
avezado seguidor de los asuntos del Gaviero.
Un bel morir tutta una vita onora
.
F
RANCESCO
P
ETRARCA
Todo irá desvaneciéndose en el olvido
y el grito de un mono
,
el manar blancuzco de la savia
por la herida corteza del caucho
,
el chapoteo de las aguas contra la quilla en viaje
,
serán asunto más memorable que nuestros largos abrazos
.
Á
LVARO
M
UTIS, «Un bel morir…» en
Los trabajos perdidos
Accumulons l'irréparable!
Renchérissons sur notre sort!
…………
…………
Tout n'en va pas moins à la Mort
,
Y a pas de port
.
J
ULES
L
AFORGUE, «Solo de Lune»
Todo hombre vive su vida como un animal acosado
.
N
ICOLÁS
G
ÓMEZ
D
ÁVILA, «Escolios»
T
ODO comenzó cuando Maqroll se fue quedando en Puerto Plata y pospuso, por un tiempo indefinido, la continuación de su viaje río arriba. Se trataba, en esta navegación hacia las cabeceras del gran río, de encontrar alguna huella de vida de quienes compartieron, años atrás, algunas de sus miríficas empresas. Desalentado por la ausencia de la menor noticia sobre sus antiguos compañeros y con amargo sabor en el alma al ver cómo se agotaban las últimas fuentes que nutrían esa nostalgia que lo había traído desde tan lejos, concluyó que le daba igual quedarse allí, en el humilde caserío, o seguir remontando la corriente, ya sin motivo alguno que lo moviera a hacerlo.
Buscando alojamiento en La Plata encontró una habitación disponible en casa de una mujer ciega, muy estimada en el lugar. Todo el mundo la conocía como doña Empera. Después de convenir el precio del hospedaje y de otros servicios como las comidas y el arreglo de su escasa ropa, escogió un cuarto cuya ubicación era un tanto sorprendente. Para ganar espacio, la dueña había hecho construir dos habitaciones que avanzaban sobre la corriente del río y se sostenían sobre rieles de ferrocarril enterrados en la orilla en forma oblicua. La construcción se mantenía firme por uno de esos milagros de equilibrio que logran en esas tierras quienes saben aprovechar todas las posibilidades del grueso bambú, allí conocido como guadua, cuya ligereza y versatilidad para servir a los propósitos de la edificación llegan a ser insuperables. Las paredes, levantadas con el mismo material, se completan y afirman con una arcilla de color rojizo que se encuentra en los acantilados que cava el río en los trayectos donde su curso se estrecha.
El cuarto parecía más bien una jaula suspendida sobre el arrullador borboteo de las aguas color tabaco, de las que subía un lenificante aroma a lodo fresco y a vegetales macerados por la siempre caprichosa e imprevisible corriente del río. Los demás cuartos eran arrendados por doña Empera a parejas ocasionales a las que sólo exigía el pago por adelantado de los días que fueran a estar allí y la conservación de un orden estricto en las pertenencias de los huéspedes. Ella misma se encargaba de arreglar las habitaciones y, en la forma más comedida, pero terminante, pedía a sus clientes que, desde el primer día, le indicaran el lugar escogido para cada objeto. Así podía limpiar la habitación siguiendo siempre el mismo orden. Cuando el Gaviero llegó a la casa para preguntar por un cuarto disponible, la dueña le contestó sin vacilar:
—Yo a usted lo conozco, don. Ha pasado por La Plata varias veces pero nunca se ha quedado aquí. He oído hablar de usted. Por cierto que nadie consigue decirme cuál es su oficio o de qué vive. Pero eso no es lo que me extraña. Lo que me intriga es que, si las que lo mencionan son mujeres, nunca lo hacen con rencor, pero les noto en la voz un como miedo que no les permite hablar mucho.
—Siempre hablan de más, señora —comentó el Gaviero. Tres o cuatro veces había pasado por allí en busca de un lugar en donde detener sus pasos y las mujeres con las que había estado, hembras de ocasión, de rostro anónimo y ningún rasgo memorable de carácter, no merecían haber despertado la curiosidad de doña Empera—. Nunca les dejo mucho de qué hablar y tal vez por eso se quedan imaginando tonterías.
—Puede ser eso —repuso ella no muy convencida—. A mí lo que me importa es que usted es persona de fiar y merece mi confianza. El resto vaya el diablo y averigüe. Los ciegos sabemos más sobre la gente que los que tienen ojos para ver y no ven. Cuando nos engañan es porque queremos y dejamos que lo hagan. Usted, que ha vivido tanto, me comprenderá.
La dueña se despidió y Maqroll se quedó ordenando sus cosas e instalándose en su habitación. Cuando terminó de hacerlo, la mujer regresó y él fue indicándole cada objeto y el lugar que ocupaba.
—No es mucho lo que trae —comentó la dueña con cierta curiosidad no exenta de compasión.
—Lo indispensable, señora, sólo lo indispensable —contestó el Gaviero tratando de dar fin al diálogo.
—Y esos libros ¿también son indispensables? —le preguntó doña Empera con esa sonrisa desvaída con la que los ciegos tratan de hacerse perdonar su curiosidad—. ¿Sobre qué son? —insistió con franco interés que no dejó de intrigar al Gaviero.
—Uno es la vida de san Francisco de Asís, escrita por un danés; ésta es la traducción francesa. El otro, en dos tomos, contiene las cartas, también en francés, del Príncipe de Ligne. En ellas se aprende mucho sobre la gente, en especial sobre las mujeres —la curiosidad de la ciega merecía, exigía casi, esos detalles por parte del lector y dueño de los libros.
—Mi nieto —siguió diciendo la dueña— me leía mucho, sobre todo libros de historia. Los vendí cuando me lo mató la federal. Sospecharon que estaba en la guerrilla porque siempre andaba leyendo. Lo hacía sobre todo para distraerme. Pero esa gente no pregunta; entra matando. Siempre andan muertos de miedo.
—¿Vienen mucho a La Plata? —preguntó el Gaviero interesado por esa mención de las fuerzas armadas con las que jamás, en parte alguna, había tenido buenas relaciones.
—No, señor. Hace mucho no bajan hasta aquí. Todo está ahora muy tranquilo. Pero eso no quiere decir nada. Nunca se sabe con ellos.
El Gaviero guardó silencio y siguió acomodando sus cosas y cambiando de lugar los precarios muebles del cuarto. El tema no le atraía. Su relación con las armas había ocurrido en otros ámbitos por completo extraños a éste y con gentes de muy distinta condición. Además, todo aquello era para él asunto olvidado, una experiencia que había venido a sumarse a muchas otras que cargaba a la cuenta de la sandez humana. Antes de partir, doña Empera le hizo una especie de declaración de principios o, mejor, de reglas de conducta respecto a las visitas femeninas. Documento oral que no dejó de intrigarlo y proyectarle ciertas luces sobre la aguda inteligencia de la patrona del lugar.
—Si quiere traer alguna amiga para pasar la noche con ella —indicó doña Empera— en principio yo no tengo ninguna objeción. Pero como este caserío es lo que usted ya ha podido ver y todos nos conocemos hace mucho tiempo, le aconsejaría, por su propio bien, que antes de invitar alguna amiga hable conmigo. No lo tome como una intromisión en sus asuntos, sino como el deseo de que no nos metamos los dos en problemas. Yo puedo darle algunas indicaciones muy útiles que le evitarán compromisos engorrosos. Ya sabe a qué me refiero. Otra cosa: cuide su dinero. No pase por generoso en un poblacho como éste en donde nos estamos hundiendo en la miseria. Bueno, que descanse y buena suerte.
El golpeteo del bastón se fue alejando hasta perderse al fondo de la casa. El Gaviero se extendió sobre el duro camastro, en donde el leve colchón de borra pretendía brindar un dudoso alivio contra las tiras de guadua que formaban el tablado. Oía pasar el agua con la monótona energía de una rutina sin sosiego. El murmullo lo fue adormeciendo hasta que cayó en un sueño profundo. El calor implacable de la tarde, cuando toda brisa se suspende y llegan los mosquitos, lo despertó de repente. Hacía muchos años que no sentía ya su picadura pero el inclemente zumbido seguía irritándolo sin remedio.
La vida en La Plata era como la de todos los pequeños caseríos al borde del río. La llegada del barco de pasajeros, con sus grandes ruedas de palas pintadas de color ocre o el arribo de las caravanas de barcazas tiradas por un remolcador tartajoso, eran el principal acontecimiento del lugar. Cuando llegaba esa ocasión, la cantina, ubicada entre las demás casas, frente al terraplén que hacía las veces de plaza, mirando al río, adquiría una inusitada pero fugaz actividad. Al continuar su viaje, los barcos dejaban de nuevo el pueblo sumido en la modorra de un clima de sauna, en medio de un silencio que llegaba a producir la impresión de que la vida se había retirado de allí para siempre. Algunas noches, una victrola rompía la callada tiniebla con el chillón y casi irreconocible lamento de un tango de los años treinta o una gangosa canción del doctor Ortiz Tirado que hablaba del amor con la unción melodramática de un fatal pecado de utilería.
El Gaviero alternaba las lecturas en su cuarto con muy dosificadas visitas a la cantina, cuando ésta se hallaba casi vacía. Doña Empera lo puso en contacto con algunas mujeres amigas suyas. Eran campesinas que bajaban de la montaña para hacer compras en la única tienda del pueblo, cuyo dueño, el turco Hakim, solía acosarlas de vez en cuando con solicitaciones premiosas y siempre mal pagadas. Ellas trataban de completar el escaso dinero que traían del rancho con alguna pequeña ganancia extra que les permitiera adquirir algún adorno de fantasía o unos metros de tela. Los amigos de la ciega eranla fuente más segura y discreta para tales operaciones. No conseguía Maqroll recordar ni siquiera el nombre de alguna de esas fugaces compañeras de una noche. Las reconocía, a veces, por el olor de la piel o por las historias, siempre las mismas, con las que llenaban los intervalos entre cada episodio amoroso. Se trataba en éstos de seguir un proceso semejante al de los alquimistas, destinado a conservar algunas zonas imprescindibles de su nostalgia, sin permitir que se impregnasen del presente sin rostro, ni perdiesen la virtud de salvarlo del lento deslizarse hacia la nada cuya certeza lo atormentaba a menudo.