Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (26 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»Como hubiera debido sospecharlo, el capitán del
Lepanto
se había cuidado bien de aclararme que el viaje iba a tener varias escalas. Dadas las condiciones de la nave, sus máquinas necesitaban frecuentes reparaciones para continuar navegando. Es así como tuvimos que tocar en Salerno, luego demorarnos un par de días en Livorno y, en Génova, esperar durante una semana la llegada de un repuesto para el árbol de la hélice. Al zarpar de Génova nos detuvimos en Niza y, de allí, con un temporal que sacudía el barco en forma que a cada instante parecía que fuera a irse a pique, nos dirigimos a Mallorca. Mis nocturnos visitantes se ajustaron durante la travesía a la rutina de sus apariciones. Laurent, el día anterior al de nuestro arribo a cada puerto, durante la permanencia en éste y a la noche siguiente a la partida. Zagni, durante todo el tiempo que navegábamos en alta mar. Mi relación con cada uno se hizo en extremo personal y estrecha. El Coronel del Imperio me contaba sus campañas en Alemania, su estadía en España con Junot, sus dos largas temporadas como prisionero de los rusos en el Cáucaso y su participación en un complot, en el que figuraba activamente su primo el General-Conde Drouet-D'Erlon, destinado a preparar el regreso del Emperador, confinado en la Isla de Elba. Llegué a compenetrarme con su manera de hacer el amor, hasta el punto de esperar ansiosamente nuestra llegada a los puertos. La relación con Zagni tenía algo de ceremonial religioso, una como aura bizantina, una dorada magnificencia, que me dejaba en un estado de ensoñación, en un lento delirio alimentado por las sabias caricias del Secretario del Consejo de los Diez. También, en este caso, esperaba siempre la llegada de la noche como quien se prepara para una fiesta en donde el misterio y el sigilo temperaban toda inoportuna manifestación de contento. Nunca me habló Zagni de su vida personal. Evitaba cuidadosamente la menor alusión a las responsabilidades de su cargo, a su vida diaria y familiar en Venecia y, desde luego, jamás mencionó el nombre de parientes, allegados o simples conocidos en la Serenísima. Sin embargo, estas evidentes y rigurosas precauciones no interferían para nada en su manera calurosa y delicada de mantener su relación conmigo. Me hacía sentir que éramos cómplices en una empresa indeterminada y compleja, cuyos detalles y engranajes yo desconocía y tampoco me interesaban por estar toda mi intención y mis sentidos comprometidos en la sabia teoría de sus caricias. Demorarme en recordar los incidentes del viaje y su compleja riqueza de experiencia sensual, de ricas incursiones en un pasado vivido como presente inobjetable, tomaría muchas horas, varios días. Además, no me es fácil hablar de esto, por un rato largo. Al evocarlo ante terceros, por mucha simpatía que sienta hacia ellos, su presencia, su atención y su curiosidad me lo convierten en una pesadilla irreal e insoportable. Prefiero, para terminar, contarles rápidamente cómo el
Lepanto
acabó encallando en esta costa y por qué sigo viviendo en él. Cuando llegamos a Mallorca, el gaditano se dedicó a hacer una serie de reparacionesa fondo en el
Lepanto
. Me explicó que quería llevarlo al Caribe para servicio de cabotaje en las costas de Centroamérica y en las islas. Me dijo que podía vivir en él mientras encontraba algún nuevo rumbo para mi vida, ya fuese en Génova o en otro lugar de Europa. Me insinuó que si quería, podía viajar con él a las Antillas. No me cobraba el pasaje y tal vez podría encontrar allá alguna manera de ganarme la existencia. Esta oferta la hizo con suma prudencia y dejando muy en claro que no había ninguna intención oculta en ella. Se trataba, me explicó, de tener compañía durante el viaje y de prolongar una relación que le resultaba muy grata. Admiraba mi independencia y respetaba mi muy particular y poco usual manera de andar por el mundo. Le contesté que le respondería en unos días más porque quería pensarlo. Una sonrisa de complicidad pasó por el rostro oliváceo y ladino del capitán. Por un momento me cruzó la sospecha de que estuviera enterado de cómo transcurrían mis noches en la bodega. Es curioso que esta duda no me produjo la menor inquietud. El gaditano, en alguna forma, estaba integrado, formaba parte substancial de la historia, si bien jamás mis nocturnos amantes habían hecho mención del barco, ni de su dueño, ni de la travesía, ni de los incidentes de la misma.

»Esa noche Laurent, antes de despedirse en la madrugada, me dijo algo que decidió mi destino: "Sigue en el barco, Larissa. No nos abandones. Es posible que, a medida que nos alejemos de estos parajes, nuestras visitas vayan siendo menos frecuentes. Pero siempre volveremos y sólo por ti seguiremos existiendo". Quise preguntarle algo que me intrigó mucho en ese instante: se refería al plural que había usado y que dejaba suponer que sabía de la existencia del veneciano. Nunca hablé del otro con ninguno de los dos. El coronel se limitó a llevarse el índice a los labios, que sonreían cariñosamente como quien calla a un niño para que duerma. A Zagni sólo lo vería cuando zarpásemos de Mallorca. Me di cuenta, en ese momento, de que nada tendría que preguntarle. Las palabras de Laurent respondían por él en forma que no dejaba lugar a más aclaraciones. Fue así como, al día siguiente, le confirmé al gaditano que estaba resuelta a probar fortuna en el Caribe y que aceptaba su oferta. "Me complace mucho saberlo —contestó muy serio y ya sin ninguna muestra de complicidad—. Nos hubiera hecho mucha falta a bordo. Ya estábamos acostumbrados a su compañía. Usted forma parte del
Lepanto
. No podemos imaginarlo sin usted". De nuevo ese plural, que bien podía simplemente incluir a la tripulación y al barco mismo, al que él aludía como si fuera un viejo compañero. Sentí, sin embargo, una leve inquietud difícil de precisar y que, ahora lo descubría, me acompañaba desde cuando puse por primera vez los pies en el
Lepanto
. Cuando zarpamos de Palma tuvimos pésimo tiempo durante los dos primeros días. Al descender por la costa de Málaga vino la calma y el barco dejó de dar esos bandazos que amenazaban con hundirlo a cada instante. Una noche, cuando no se divisaban ya las luces de la costa, Zagni vino a visitarme. Antes de comenzar el rito de su procesional, intensa y callada lujuria, me dijo, con formalidad que evidentemente era sincera y reflejaba sus sentimientos: "Veo con inmenso placer que ha resuelto acompañarnos en esta aventura hasta las Indias. Era la única oportunidad que me quedaba de seguir andando por el mundo. Tal vez no venga con la frecuencia de antes, pero no dejaremos de encontrarnos de vez en cuando. La gratitud, cuando es tan absoluta, no se expresa con palabras". Comenzó a acariciarme con la pausada fiebre de quien regresa a la vida.

»A tiempo que nos alejábamos del Mediterráneo, tras haber cruzado el estrecho de Gibraltar, las visitas de mis dos amantes se fueron espaciando. Pero, lo que más me intrigaba y producía una punzante ansiedad, era la mudanza, apenas perceptible al comienzo, de su trato. Cambio cuya naturaleza me es imposible precisar. Sus gestos seguían siendo los mismos, idénticas sus caricias, pero cada vez estaban más ausentes del rito amoroso al que no solamente me habían acostumbrado, sino del que no podía ni siquiera pensar en perderlo sin perder, al mismo tiempo, la vida. Tanto Laurent como Zagni eran cada noche más parcos en sus palabras. Éstas iban perdiendo su densidad y, luego, hasta su sentido. No parecían dirigirse a mí, en particular, sino a alguna imprecisa criatura apenas relacionada con ellos a través de esos episodios amorosos que, sin perder su ritmo, no me transmitían ya la indispensable certeza de ser yo la partícipe única e inconfundible de los mismos. Cuando pasamos frente a la península de la Florida y entramos al mar Caribe esperé en vano la visita de mis amigos. Al salir de Kingston, donde tuvimos que permanecer varios días mientras arreglaban las vías de agua que iban en aumento y hacían peligrar el
Lepanto
, se anunció la cercanía de un tornado. Esa noche vino a verme Zagni. En palabras apenas inteligibles me explicó, en forma críptica, que no creía poder perdurar mucho más. Carecía de fuerzas para afrontar la prueba que se avecinaba. Fue la única vez en que mencionó, con todas sus letras, el nombre de Laurent: "El Coronel Laurent DrouetD'Erlon no está ya entre nosotros. Yo he logrado permanecer por más tiempo, tal vez porque quienes hemos nacido en La Laguna poseemos ciertas virtudes de supervivencia en estos climas". Me acarició los senos con tristeza de quien nunca más volverá a sentir en sus manos el calor de un cuerpo de mujer que se entrega como testimonio de una dicha compensadora, con creces, del dolor de estar vivo. Se retiró de inmediato con torpe presteza que siempre había estado ausente en todas sus acciones. A la mañana siguiente irrumpió el tornado con un vértigo de destrucción, una furia incontrolable y sin tregua que nos arrojó frente a Cristóbal, con el
Lepanto
a punto de naufragar y sus máquinas por completo fuera de servicio. El gaditano y su escasa tripulación bajaron a tierra. Yo me quedé tirada en el camastro, en la semitiniebla de la bodega, sin fuerzas para moverme y con el cuerpo magullado y entumido después de varios días de una zarabanda enfurecida e implacable. Al otro día nos remolcaron hasta Panamá. El patrón había vendido el
Lepanto
como chatarra. En espera de su destino final, el barco quedó surto en la rada frente a la Avenida Balboa. Nunca regresaron por él. Bajé a tierra para arreglar mis papeles en las oficinas de migración. Al regresar al
Lepanto
, me pasé a vivir al camarote del dueño. Estoy segura de que el gaditano debió creer que había desembarcado en Cristóbal sin despedirme. Pocas semanas después, un nuevo temporal tiró los restos del buque a la orilla de rocas y basura en donde ahora está. No podía dejar el barco. Conservaba, contra toda probabilidad, la esperanza de volver a recibir la visita de mis amigos. Del veneciano al menos. Pensaba largamente en ellos, reconstruyendo las horas que vivimos juntos, la historia de sus vidas, el calor de sus caricias y su solidaria complicidad amorosa. Cuando se terminó el dinero que había traído de Palermo, Álex me habló de Villa Rosa y me puso en contacto con la venezolana. Así fue como llegué aquí».

Ilona había seguido con intensa concentración la historia de Larissa. En ningún momento intentó interrumpirla y me intrigó sobremanera advertir que su rostro no mostró la menor señal de duda ni de asombro ante la aberrante improbabilidad de los hechos narrados por la chaqueña. Ésta se despidió sin esperar comentarios o preguntas de nuestra parte. Era como si el relato de tan insoportable experiencia hubiera sido bastante para agotar toda curiosidad, todo interés por su persona. Permanecimos largo rato sin saber muy bien qué decir, hasta que Ilona comentó, con voz que me llegó ajena; como nacida de alguien que despierta de una pesadilla abrumadora:

—Pobre mujer. Cuánto debe haberle costado mantener aquí trato con sus clientes y qué torturas debió pasar después de cada cita. Lo grave es que no hay manera de ayudarla. Es como si viviera en otra orilla, adonde no le llegan nuestras palabras. Además, no las conseguiría entender porque pertenecen a un idioma que desconoce. Cada uno de nosotros se labra su pequeño infierno personal, pero ella ha tenido que cargar, además, con el de otros que ni siquiera estaban ya entre los vivos. Mala sombra le cayó a la chaqueña.

Resolvimos apresurar nuestra partida. La historia de Larissa nos había dejado un sordo malestar que no conseguíamos vencer. Longinos nos manifestó su interés por quedarse con el negocio. Prescindiría de la ficción de las azafatas, por cierto ya casi inexistente. Habló con doña Rosa, quien estuvo de acuerdo en traspasarle nuestro contrato. También ella había desarrollado una notoria simpatía por el inteligente y discreto mozo de Chiriquí, con el que tenía a menudo largos diálogos siempre relacionados con el manejo y la vida del negocio por el que Longinos mostraba bastante más vocación y talento que nosotros. La parte que le había correspondido en la repartición de nuestras ganancias le permitía continuar con éxito en la empresa, cuyas riendas hacía mucho tiempo había tomado, liberándonos de algo que nos estaba resultando intolerable. La monotonía de esa rutina era ajena a nuestros principios de perpetuo desplazamiento, de rechazo de lo que pudiera significar un compromiso duradero, una obligada permanencia en no importa qué lugar de la Tierra.

Al tiempo que continuábamos con los preparativos para salir de Panamá y dejar a Longinos instalado en Villa Rosa, iba en aumento mi preocupación por la forma como la presencia y, luego, la historia de Larissa habían influido en Ilona. Los síntomas no eran muy evidentes, pero para quien, como yo, la conocía bien y había convivido con ella largas temporadas, el cambio no podía pasar desapercibido. Hablar con ella al respecto hubiera sido, además de inútil, bastante inoportuno. Ilona guardaba celosamente su independencia y tenía un cuidado muy inteligente y personal al hacer confidencias a los seres que quería, por los que sentía esa amistad basada en una confianza absoluta y en un tratado de límites tan estricto como equitativo. Sabía que, llegado el momento, ella hablaría conmigo del asunto. Así fue. Pocas semanas después de oír la historia de Larissa, recibimos una carta de Abdul Bashur fechada en La Rochelle. Nos contaba que el negocio del
Fairy of Trieste
progresaba notablemente. Había entrado en sociedad con dos comerciantes sirios a los que conocía desde su juventud. El próximo viaje tenía como destino final Vancouver. Por lo tanto, calculaba pasar por Panamá en una fecha próxima, que nos haría saber por telegrama desde la escala anterior a su paso por el Canal. Venían, luego, algunos comentarios sobre nuestras actividades en Villa Rosa, las cuales, sin dejar de remover su puritanismo islámico, le despertaban un travieso humor que mostraba ese fondo suyo de inocencia y gracia tan bien disimulado tras sus artes de mercader levantino. Las noticias de Abdul nos produjeron un alivio muy grande. Nos ilusionaba sobremanera la perspectiva de reunirnos en breve con él. Pero, por otra parte, la carta de Abdul vino también a precipitar la ansiedad de Ilona tal como lo había yo previsto. Una mañana en que desayunábamos en la terraza, planteó el asunto con la reflexiva intensidad que ponía en sus palabras cuando estaba de por medio el campo de sus afectos. Mientras me servía el té, con los gestos ceremoniales que le eran propios para esa ocasión, desde cuando vivimos juntos por primera vez, me comentó usando los registros más bajos de su voz:

—No sé qué vamos a hacer con Larissa. Siento que aquí no se puede quedar. Pero llevarla con nosotros sería una responsabilidad tremenda. Tú qué piensas.

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