Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (27 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Con la vista fija en su taza, servía el té con una lentitud que denunciaba su tensa espera de mis comentarios.

—Yo creo —le dije, después de medir bien las palabras que iba a usar— que el asunto es más complejo de como lo estás planteando. Es evidente que si esta mujer se queda viviendo en los escombros del
Lepanto
, irá, rápidamente, hacia una disolución física y mental sin remedio. El tiempo de su espera se ha agotado. Frente al abismo, a la nada, se agarra como náufrago al salvavidas, al rescate que significa tu amistad, tu comprensión, tu interés hacia la experiencia inconcebible que ha vivido. Pero lo que veo, con evidencia que me aterra, es que, en lugar de tú sacarla del tremedal que la devora, es ella la que te está arrastrando con una fuerza que ni tú misma estás midiendo. Llevarla con nosotros no arreglaría nada, desde luego. Además no creo que haya nada que consiga sacarla ya del
Lepanto
. Ella «es» ese barco, forma parte de esos despojos tirados en la costanera; hasta tal punto que uno no consigue saber dónde terminan éstos y dónde comienza ella. El problema no es Larissa, ella hace mucho tiempo que prescindió de hacerse ninguna pregunta, de plantearse ninguna duda. El problema eres tú que, sin medir hasta dónde te comprometías, has avanzado a su vera un trecho del camino no sé qué tan largo y por eso no sé si pueda aún existir para ti la posibilidad de un regreso. Sólo tú sabes. Me doy cuenta de que no resulto de mucha ayuda. No sé hasta dónde han ido los lazos que te unen a la chaqueña. Y no sólo hasta dónde han ido sino a qué orden pertenecen. No sé. No sé qué decirte.

Ilona no había probado su té y me miraba con ojos de alarma y desamparo.

—No —contestó—, no he estado con ella en la cama. Si es lo que quieres precisar. Eso no tendría mucha importancia. Me conoces lo suficiente como para saber que no son ésos los lazos que me pueden obligar a cambiar de vida. Es algo más hondo y más terrible. Es una especie de simpatía desgarrada que me hace sentir responsable de lo que le pueda suceder y, lo que es aún peor y más incomprensible, de lo que ya ha padecido. Hay algo en Larissa que me despierta demonios, aciagas señales que reposan en mí y que, desde niña, he aprendido a domesticar, a mantener anestesiados para que no asomen a la superficie y acaben conmigo. Esta mujer tiene la extraña facultad de despertarlos pero, por otra parte, al ofrecerle mi apoyo y escucharla con indulgencia, logro de nuevo apaciguar esa jauría devastadora. Tampoco yo sé, por eso, qué pueda hacer por ella ni cómo dejarla.

Le respondí que, como tantas otras veces en nuestras vidas y en las de todos los seres, la respuesta y la solución que buscamos a los callejones sin salida las traen el azar, los recodos insospechados e imprevisibles del tiempo. Me di cuenta que era un consuelo bastante precario el que trataba de darle y que en su infalible lucidez, ella estaba pensando ya en que esas esquinas del tiempo también suelen depararnos el horror inconcebible de sus maquinaciones y sorpresas. Continuamos desayunando en silencio. Era evidente que ninguno de los dos tenía mucho más que añadir. Lo único que podíamos hacer era proseguir con nuestros planes de partida sin detenernos en algo cuya solución se nos escapaba, tal vez porque no estuviera en nosotros buscarla y, mucho menos, hallarla.

EL FIN DEL
LEPANTO

L
ARISSA siguió visitándonos, pero había suspendido toda cita con sus clientes. Hablaba muy poco y arrastraba un cansancio sin alivio posible; un agotamiento que la mantenía a punto de caer en un largo sueño cuya presencia era cada vez perentoria. Longinos había tomado cuenta de la marcha del negocio en forma tan eficiente y discreta, que llegamos a sentirnos como sus huéspedes, siempre bien atendidos pero ajenos ya, por completo, a la vida de Villa Rosa. La farsa de las
stewardess
pertenecía a la historia. De vez en cuando, nos cruzábamos con alguna bella visitante que nos era desconocida o con algún atildado funcionario de la banca o del comercio que nos miraba como a intrusos cuyo encuentro evitaba discretamente. Reunimos en una sola suma el total de nuestras ganancias y la depositamos en una cuenta con firma mancomunada en un banco luxemburgués que nos había recomendado Abdul. Sólo esperábamos noticias suyas para fijar la fecha de nuestra partida. Sabía que la suerte de Larissa continuaba siendo para Ilona una incógnita lacerante y sin respuesta. Una mañana subió Longinos para hablar conmigo. Noté que deseaba hacerlo cuando Ilona no estuviera presente. Bajé con él, con cualquier pretexto, y me susurró que Larissa quería verme. Esa tarde estaría esperándome en el barco.

Cuando llegué al sitio donde estaba recostada la informe ruina del
Lepanto
, la mujer se asomó por el ojo de buey de su refugio y me invitó a subir. El cubículo que había sido del gaditano mostraba una pobreza desoladora. La cama, con las cobijas en desorden, exhalaba una mezcla de perfume barato y de sudor. Un ligero tufo a gas salía de una pequeña hornilla colocada en lo que debió ser antes el estante para mapas y cartas de navegación. Debajo había un pequeño tanque de propano y algunos trastos de cocina desportillados e informes. Del armario empotrado en la pared, ya sin puertas y apenas cubierto por un trozo de tela, asomaban prendas de vestir que reconocí al instante como las que solía usar su dueña para visitarnos en Villa Rosa. Larissa estaba de pie, recostada en el ojo de buey, mirándome con un aire ajeno como si le costara trabajo reconocerme. No había dónde sentarse. Permanecí en pie mientras ella comenzó a hablar en frases entrecortadas y sin ilación. Mencionó la proximidad de nuestros planes de partida y algo sobre el nuevo giro que tomaban los asuntos en Villa Rosa. Le contesté con vaguedades, en espera de enterarme cuál era el motivo por el que había pedido que fuera a verla. Tras un breve silencio, se dejó caer en la cama y, cubriéndose el rostro con las manos, habló con voz sorda que intentaba contener el llanto:

—Ilona no se puede ir. No me puede dejar aquí sola. Yo no se lo pediría nunca. Usted sí puede decírselo. Por favor, Maqroll, si ella me abandona ya no queda nada, nada, usted lo ve —con el brazo señaló el camarote en un gesto de patético desaliento. No sabía qué responderle.

—Hable con ella —sugerí sabiendo que nada adelantaría con esto—. No se me ocurre ninguna solución por ahora. Venga a vernos y hablemos juntos. No sé. No creo que pueda ayudarle mucho.

Había vuelto a cubrirse el rostro con las manos. Cuando terminé de hablar movió los hombros con la desesperación de quien se sabe perdido sin remedio.

Regresé a la casa y conté a Ilona mi visita a Larissa.

—Hay que resolver esto pronto. Dejarla en la indecisión la hará sufrir más. Mañana te digo lo que haya resuelto —comentó con la firmeza de quien no desea prolongar un suplicio innecesario.

Nos sentamos en la terraza esperando a que avanzara la noche y nos rindiera el sueño. Recordamos episodios de nuestras empresas con Abdul Bashur y volvimos, por enésima vez, a evocar ciertos rasgos de nuestro amigo que nos conmovían particularmente. Terminamos por rememorar el que mejor lo retrataba: cuando partió bruscamente de Abidjan, adonde habíamos ido para cerrar un negocio de estatuillas de bronce antiguas que nos vendía el jefe de una tribu del interior, sólo para devolver una parte de la descomunal ganancia que hiciera en un transporte de peregrinos de Trípoli a La Meca. «El hombre que contrató el viaje —nos explicó— es un santón inocente que aceptó la primera suma que mencioné. Voy a devolverle la mitad. Así quedaré tranquilo». Le explicamos que eso podía hacerlo más tarde, que su presencia era indispensable en la Costa de Marfil porque nosotros no conocíamos mucho de antigua escultura africana. No hubo manera de convencerlo. Viajó esa misma noche y diez días después regresó con expresión de punzante culpabilidad en el rostro y un humor sombrío. El patriarca había muerto y no dejó ningún pariente a cargo de sus cosas. La comunidad chiíta, a la cual pertenecía, no quiso recibir el dinero de Abdul. «No comprenden mis intenciones —comentó—. Creen que estoy tratando de pasarme de listo con ellos. Voy a donar esa cantidad al leprosario de Sassandra». Así lo hizo. Ese dinero nos hubiera permitido duplicar nuestras ganancias en lo de las estatuas de bronce, porque la pieza principal, por la que nos hubieran pagado más en Europa, no pudimos adquirirla.

Esa noche Ilona estuvo dando vueltas en la cama. La oí levantarse e ir en busca de un poco de aire fresco a la terraza. Era evidente que no conseguía dormir. Cuando desperté, estaba extendida en una de las sillas de lona de la terraza. Se la veía tan cansada que me sorprendió la serenidad de su voz cuando me comunicó la resolución a la que había llegado:

—Nos vamos, Maqroll. Nos vamos de aquí y lo hago sin ningún remordimiento. No voy a hundirme con Larissa. Además, ella hace ya mucho tiempo que está en la otra orilla. No se trata de si tiene o no salvación. Eso no depende de mí ni de nadie que pertenezca todavía al mundo de los vivos. Ella, quién sabe desde cuándo, presidió ya su propio funeral. Te consta que nunca me han gustado, que no he asistido jamás a los entierros. Ya hablaré con Larissa en su momento. No le doy más vueltas al asunto.

Conociendo a Ilona como yo la conocía, no tuve ninguna duda sobre la entereza de su determinación. Su fidelidad a la vida siempre tuvo algo de felino, de instantáneo y reflejo, donde la razón no jugaba ningún papel. En verdad, no había nada más que hablar sobre Larissa. No importaba el precio que Ilona tuviera que pagar en su interior. Los dados se habían detenido. La partida estaba jugada.

Longinos adquirió una pequeña camioneta de segunda mano y en ella nos dedicamos a recorrer con él los lugares que frecuentábamos antes y que nos recordaban mis días de penuria y los de súbita prosperidad con la aparición de Ilona. Devez en cuando, nos acompañaba Larissa. Aunque Ilona no hubiera hablado con ella, la chaqueña presentía el veredicto que la esperaba. En estas salidas que hicimos en su compañía, no mencionó el asunto, ni la noté más triste, ni más vestal de las sombras que de ordinario. El telegrama de Abdul llegó un sábado en la tarde. En una semana tocaría Cristóbal. Nos esperaba a bordo del flamante
Fairy of Trieste
. En su bodega traía botellas del mejor Tokay. Esa parte del mensaje iba dirigido a Ilona, cuya preferencia por el vino magyar era objeto de frecuentes y divertidas alusiones de nuestra parte. Lo que Abdul no sospechaba, porque lo guardábamos como una sorpresa, era que viajaríamos con él. El día anterior al de nuestra partida, Ilona me dijo que iba a hablar con Larissa. Estaba tranquila, pero se notaba en sus facciones esa rigidez que traiciona el dolor contenido pero aceptado como el precio que, irremediablemente, hay que pagar para seguir siendo lo que somos.

Almorzamos una ligera comida fría en la terraza. Al terminar, fui a tenderme en la cama para dormir una siesta. Ilona se despidió dándome un beso en la frente:

—No será fácil, Gaviero. No sabes cómo duele. Es como golpear a un inválido. Pero no hay otro remedio.
Les jeux sont faits
.

La vi desaparecer por la puerta con el andar elástico de sus largas piernas y el balanceo de los hombros que le confería una perpetua adolescencia. Me quedé profundamente dormido. Cuando desperté ya casi era de noche. Sentí la cabeza pesada de tanto dormir. El calor había aumentado notablemente, como sucede siempre cuando se aproxima la lluvia. Era la primera tormenta de la temporada. Lejanos relámpagos iluminaban el cielo con una fulgurante y operática intermitencia. Los truenos apenas se escuchaban, pero era fácil advertir que se iban acercando. De repente, Longinos irrumpió en mi cuarto con una expresión aterrada y el rostro bañado por las lágrimas. Apenas podía hablar:

—La señora, mi don, la señora, venga conmigo.

Temblaba como un animal acosado. Me vestí con lo que tenía a mano y subimos a la camioneta.

—Déjame conducir —le dije—. Así no puedes.

—No, señor —me contestó un poco más controlado—, usted no tiene licencia. Yo puedo hacerlo. Vamos.

En el camino lloraba sin parar y no pudo explicarme nada. Llegamos al sitio donde había estado el
Lepanto
. Un grupo de curiosos rodeaba un pequeño montón de cenizas que los bomberos escarbaban, ayudados con linternas de mano. Los haces de luz recorrían hierros retorcidos, maderas carbonizadas cuyos muñones surgían entre las piedras de la orilla y los bloques de cemento ennegrecidos por el incendio. Me acerqué a uno de los bomberos y le pregunté qué había sucedido:

—Estalló el tanque de gas que la loca esa tenía en el camarote. A quién se le ocurre. Voló todo en pedazos. El incendio fue instantáneo. A ella ya la encontramos. Pero parece que había alguien más.

De repente me miró con aire intrigado. Longinos se me adelantó:

—No, el señor no la conocía. Yo sí, aquí estaré por si puedo ayudarles en algo.

El bombero no pareció prestar atención y volvió a su tarea.

—¡Aquí está, aquí está! —oímos que alguien gritaba entre los escombros. Unos instantes después un bombero pasó frente a nosotros, cargando en una sábana agarrada por los cuatro extremos un bulto informe y carbonizado. De la sábana, sucia de barro y ceniza, goteaba un líquido rosáceo que apenas manchaba el pavimento. El bombero que había hablado con nosotros se acercó a Longinos:

—Venga más tarde al anfiteatro para ayudarnos a identificar los cuerpos. Va a ser muy difícil. Están casi totalmente carbonizados. Pero tal vez algo pueda encontrarse: papeles, alguna joya. Déme su nombre y su dirección.

Longinos se los dio. El oficial tomaba nota en una cartera que sacó de un bolsillo de su camisa.

Contemplábamos atontados lo que quedaba del
Lepanto
. Los curiosos se fueron dispersando. Quedamos unas cinco o seis personas. Oí el inconfundible golpeteo de una pierna ortopédica en el pavimento. Volví a mirar. Era el portero del hotel Astor que se perdía en las sombras de la calle de enfrente. Entonces vine a recibir de lleno el golpe de lo sucedido. Todo había sido tan repentino que hasta ese momento había actuado en forma refleja y ausente. Longinos me tomó del brazo:

—Vamos al bar de Álex, mi don. Tómese algo. No sabe qué cara tiene.

Nos dirigimos hacia allí. En la barra, Álex me sirvió un vodka doble sin hielo. Puso su mano en mi brazo y con voz compasiva que le salía del alma, me dijo:

—Yo sé lo que esto le duele, Gaviero. Cuente conmigo para cualquier cosa. Soy su amigo. Usted lo sabe. Quédese aquí un rato. Lo que quiera.

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