Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Van Branden, muy en su carácter, fingió no escuchar las razones de Maqroll y, poniéndole las manos sobre los hombros, por encima del humeante sábalo y su profusa guarnición vegetal, le dijo con un entusiasmo a leguas ficticio: «Magnífico, amigo, magnífico. Sabía que podría contar con usted. Ya verá, nos vamos a entender muy bien. Es natural que necesite un adelanto sobre sus honorarios para comprar las mulas y otras cosas que seguramente va a necesitar. No hay ningún problema. Haga sus cálculos y dígame cuánto es. Respecto a la suma total por el trabajo, tan pronto reciba los presupuestos aprobados por la compañía y el informe de cuánto es lo que van a enviar para subir a la cuchilla, se lo diré. Con la maquinaria y los ingenieros viene todo eso. No hablemos más del asunto. Vamos a celebrarlo con otro trabajo». Llamó al mesero, ordenó un brandy y una ginebra con agua y siguió hablando, esta vez de nuevo en su flamenco salpicado de
of course, you know, you follow me?
y otros latiguillos ingleses que tenían la facultad de irritar a su interlocutor. Había en toda esa ensalada idiomática un evidente propósito de ocultar, de distraer la atención y echar una cortina de humo sobre algo que al Gaviero se le escapaba cuando estaba a punto de atraparlo.
Todo lo anunciado, personas y cargamentos, llegó, en efecto, a la semana siguiente. Cuando Maqroll despertó, el barco y una barcaza con su remolcador descendían ya por el río, rumbo al mar. La gente había remontado de inmediato el camino hacia la cuchilla, «para aprovechar el fresco de la madrugada», explicaba el belga desviando la mirada y soltando un torrente de no pedidas explicaciones. Lo que no había llegado eran los presupuestos. Pero eso no importaba, él contaba con dinero suficiente y ya se arreglarían después sobre el total. El tema del dinero adquiría con Van Branden una dimensión amorfa, inasible, nunca precisada. El Gaviero sabía por adelantado, allá en un rincón de su inconsciente, que el pago de su trabajo estaría sujeto a las más inesperadas alternativas. Pero vino a caer en esa ciega inclinación, tan propia de su carácter, de aceptar y embarcarse siempre en empresas que descansaban en el aire, justificadas con palabras, zalameras unas veces, altaneras otras. Empresas en las cuales acababa pagando, sin remedio, los platos rotos. La que le propuso Van Branden se ajustaba sospechosamente al modelo ya familiar. Subiría, pues, el cargamento a la cuchilla del Tambo. Desde el balcón de su cuarto podía divisarla en la madrugada o ciertas tardes claras y tranquilas. Ahora, cuando miraba hacia la imponente serranía, se daba cuenta de lo insensato de su compromiso de trepar hasta allá, guiando una recua de mulas cargadas con instrumentos desconocidos y, al parecer, muy delicados, según especificaba el belga. No se había detenido a pensar, además, que el hombre, hasta el momento, no le enseñaba ningún recibo, ningún documento, nada escrito que llevase un membrete de la compañía encargada de los trabajos. Pero cuando hablaba con Van Branden, volvía a enredarse en la madeja de palabras, planes, puntualizadas descripciones, imprecisos recuerdos de lugares por los dos frecuentados en el pasado y creía ver todo claro, sencillo e inobjetable.
No pasó mucho tiempo, después del ofrecimiento del belga, para que éste le invitara de nuevo a la cantina a brindar por el éxito de sus proyectos. Allí le entregó una suma de dinero, suficiente, según él, para que comprase cinco mulas de carga con sus respectivos aperos, algunas otras cosas indispensables para el páramo y el salario de un arriero que podría acompañarlo. Tendría, éste, eso sí, que ser de plena confianza y recomendado por alguien igualmente seguro. Cuando el Gaviero se guardó el dinero, Van Branden le pidió que firmase un recibo escrito en una hoja de papel rayado, sin membrete alguno, desde luego. Maqroll objetó que la suma allí mencionada era superior a la que había recibido. El belga, de inmediato, ofreció una atropellada explicación: «Ya le completaré después la suma. Estoy ahora pasando por ciertos problemas. No se apure. Todo está claro entre nosotros. Si no le alcanza me lo hace saber. Antes de que haga el primer viaje todo estará arreglado». Una pegajosa mueca de complicidad, que intentaba terminar en sonrisa, vagaba por el amplio rostro congestionado. Sólo los ojos saltones de pescado en descomposición continuaban inexpresivos, tenaces, helados.
Maqroll comenzó los preparativos para su viaje al páramo. Lo primero que hizo fue hablar con doña Empera. Esta no entendió muy bien por qué razón su huésped, ya su amigo, se embarcaba en semejante empresa. Pero estaba resuelta a aconsejarlo y así lo hizo. Para comprar las mulas, lo mejor era ir al llano de los Álvarez, una finca de café y caña de gente conocida suya que le proporcionaría las bestias en buenas condiciones y a un precio conveniente. Bastaba con que la mencionara a don Aníbal Álvarez, el propietario de la hacienda. Eran amigos hacía mucho tiempo. Allá, por otra parte, se encontraría con caras conocidas. También en el llano conseguiría el arriero familiarizado con la región, cuya ayuda era absolutamente imprescindible. El páramo no era sitio para internarse así, de pronto, sin experiencia, en sus vastas soledades sembradas de mortales acechanzas.
Con las recomendaciones de doña Empera y su orientación de cómo llegar al llano de los Álvarez, el Gaviero partió al día siguiente, a la madrugada. En una pequeña mochila que le prestó la ciega, llevaba lo indispensable por si tenía que pasar allá una noche. El dinero para comprar las mulas lo traía cosido en la valenciana del pantalón. Durante la primera hora caminó por entre sembrados de caña. Al borde del sendero corría una acequia. Sus aguas tranquilas y transparentes dieron al caminante una anticipada noticia del paisaje que le esperaba, que había sido el paisaje de su infancia. Al terminar la planicie, empezó una cuesta pronunciada. Redujo el ritmo de su marcha y varias veces tuvo que sentarse a la vera del camino para descansar. Tantos años de navegaciones y largas escalas en los puertos lo habían desentrenado para este tipo de esfuerzos. Al terminar la cuesta, el camino penetró de lleno en los cafetales. Al fondo, se alzaba la cordillera, cercana y bañada en un halo azulenco a través del cual se destacaban las manchas de color de los techos y de las huertas florecidas. El recuerdo de sus años mozos volvió, de repente, con un torrente de aromas, imágenes, rostros, ríos y dichas instantáneas. Tornó a vivir entre los olores, los lamentos y cantos que poblaban la espesura, la humedad de los refugios adornados con flores anónimas que daban el único toque alegre en la sombría soledad de las cañadas, al fondo de las cuales corría el agua de ríos y quebradas que venían del páramo. En las orillas de los torrentes, sembradas de juncos, se balanceaba altanero, nervioso, seguro de la belleza de su plumaje gris plata y de su gorguera púrpura, el martín pescador. Ahora, comenzaba a internarse por entre los cafetales, sembrados en las estribaciones de la sierra. El verde dombo de los cafetos estaba protegido por carboneros y cámbulos cuya gran flor, de color naranja intenso, tenía ese prestigio de lo inalcanzable: la altura imponente de esos árboles centenarios las preservaban de la curiosidad de los hombres. Sólo cuando caían al suelo, las muchachas las recogían para adornarse el pelo, así fuera durante las pocas horas que duraban sin marchitarse. Rodeado por todas partes de cafetales dispuestos en un orden casi versallesco, Maqroll sintió la invasión de una felicidad sin sombras y sin límites; la misma que había predominado en su niñez. Iba caminando, lentamente, para disfrutar con mayor plenitud ese regreso, intacto y certero, de lo que había sido su única e irrebatible dicha sobre la Tierra. Lo que allí estaba atesorando con su entusiasmo reparador, le serviría dentro de poco para emprender el escarpado ascenso hasta la cuchilla, inhóspita y traicionera. Los cafetales terminaban bruscamente al pie de una pequeña colina en cuya cima había una meseta natural. Allí, en medio de naranjos, limoneros y erguidos mangos de hojas oscuras y recias, se levantaba la casa de la finca. La reducida altiplanicie llevaba el nombre de llano de los Álvarez. Era de la familia que fundó la hacienda. Por la ciega se había enterado de su historia. Eran tres hermanos que, veinte años atrás, habían llegado allí huyendo de la persecución política desatada en su tierra. Eran gente de la montaña, sembradores de café, cultivadores de caña, ganaderos a veces, cuando el terreno y los pastos lo permitían. Recios, de pocas palabras, hábiles, empeñosos y astutos para defender lo suyo. Llegaron con sus mujeres y sus hijos y algunas familias de arrendatarios vinculados a ellos desde la época de los abuelos. El hermano mayor regresó pocos años después a su tierra. El menor había muerto ahogado en la cañada de La Osa, tratando de salvar un ternero desbarrancado. Quedaba, solamente, don Aníbal, con su mujer y sus tres hijos. Todos habían trabajado con empeño febril, tratando de ganarle al monte, pulgada por pulgada, la tierra para sembrar.
Cuando llegó Maqroll a la entrada de la casa, lo esperaba en lo alto de la escalera que daba al corredor que circuía la construcción, un hombre de estatura erguida, alto y delgado, el rostro moreno, enjuto y de rasgos regulares, con algo señorial y distante que venía a suavizarse en los ojos, oscuros, vigilantes pero, al mismo tiempo, de mirada cordial, a veces juguetona y maliciosa, que acaparaba toda la simpatía del hombre. El Gaviero saludó y dijo venir de parte de doña Empera en cuya casa vivía. El hacendado le invitó a pasar al corredor que, por su anchura, era más bien una terraza desde la cual se podía admirar el imponente macizo de la cordillera y la florida extensión de los cafetales. Don Aníbal ordenó traer café y comenzó a interrogar amablemente a su huésped sobre el motivo de su visita. Maqroll le refirió, en forma sucinta, su trato con Van Branden y la sugerencia que doña Empera le había hecho de comprar las mulas en el llano de los Álvarez.
—Algo se habla de tiempo en tiempo —comentó don Aníbal— sobre este plan de un ferrocarril en la cuchilla. Me sorprende que, de repente, se concrete el proyecto hasta el punto de contratar las primeras obras y traer ingenieros. No me había llegado ninguna noticia sobre eso. Respecto a las mulas, le puedo vender cinco, en efecto. Tres de ellas puede escogerlas ahora mismo. Pasado mañana estarán aquí las otras dos, que tendrán las mismas características. No son, le advierto, animales de primera, pero ninguno está resabiado. Cuide, eso sí, cuando las tenga en La Plata de que no coman hoja de plátano, ni hierbas de la orilla del río, porque se pueden enfermar. Allá, déles únicamente grano. Cuando vuelva a pasar por aquí, en sus viajes a la cuchilla, le proporciono el pienso para que coman de aquí para arriba.
El Gaviero estaba encantado con la forma directa y simple como don Aníbal trataba sus asuntos. De inmediato estableció el parentesco espiritual del hacendado con esos hombres de campo que, ya fuera en el Berry francés, en la llanura castellana, en la Galitzia polaca o en las ariscas cumbres afganas, viven de la tierra, se apegan a ella y mantienen un código de conducta, medieval e invariable, en donde persiste una gran dosis de innata e inflexible caballerosidad. Don Aníbal le ofreció los servicios de un joven para que le hiciera compañía, aunque fuese en los primeros viajes. Él lo familiarizaría con el manejo de las mulas y con la vida en el páramo. La suma que mencionó como precio de los animales le pareció correcta a Maqroll y, al mismo tiempo, lo ilustró sobre la mala fe de Van Branden. Esa cantidad copaba casi el dinero que le restaba. Ya hablaría con el belga a su regreso.
Seguía conversando con el hacendado, cuando trajeron el café que éste había pedido. Maqroll no pudo ni quiso ocultar la sorpresa que le causó ver que quien lo traía en una bandeja, arreglada con gracia sencilla y austera, era Amparo María. La muchacha no manifestó la menor sorpresa, debía haberse enterado de antemano de su llegada. Maqroll la saludó sin ocultar que ya se conocían y don Aníbal tomó el asunto con la mayor naturalidad. Al retirarse Amparo María, éste se limitó a comentar:
—Es una muchacha muy hermosa. Tímida y seria, pero leal y de carácter amable. Sus padres fueron asesinados cuando estalló la violencia en nuestra provincia. La trajimos para acá y vive con unos tíos que la cuidan como hija suya. Mi esposa le tiene mucho apego. Se la quería llevar a la capital, ahora que fue a matricular a los muchachos al colegio. Ella no quiso ir. Desde cuando perdió a sus padres se volvió muy temerosa y aprensiva. Se entiende.
No dijo más. En esto les avisó un peón que las mulas estaban listas. Fueron a verlas al establo y el Gaviero confió plenamente en la forma como el hacendado las evaluó, indicando sus defectos y las ventajas para la tarea a que serían destinadas. También le sugirió que, por ahora, las dejara allí. Él las enviaría, junto con las dos que faltaban, con el arriero que iba a acompañarlo en su tarea de transporte hasta la sierra. El Gaviero pagó el importe de los animales y se dispuso a regresar a La Plata. Al despedirse de don Aníbal, éste le dijo cordialmente:
—Pasará por aquí en sus viajes. Dormirá con nosotros, para seguir camino descansado al día siguiente. Cuente con mi amistad y con la orientación que pueda darle —le extendió la mano que el Gaviero estrechó calurosamente.
Salió al camino. En la primera vuelta lo esperaba Amparo María. Tomados por la cintura anduvieron un buen trecho sin pronunciar palabras distintas de las más inmediatas y previsibles, relacionadas con el paisaje, el tiempo y unas pocas intimidades compartidas que los unían ya con lazos de ternura que se anunciaba perdurable. Al despedirse, frente a la entrada a los cafetales, Amparo María le estampó al Gaviero un beso en plena boca que lo dejó atónito por la inesperada y, hasta ese momento, escondida pasión que suponía.
—No ponga esa cara y fíjese por dónde camina, no se vaya a caer en la acequia —le dijo la muchacha mientras reía mostrando sus blancos dientes de circasiana.
Maqroll caminó hasta La Plata con esa sensación en el diafragma de mariposas desencadenadas que solía anunciarle el comienzo de una amistad femenina en la que se daba por entero. Había pensado que, a su edad, aquello no iría a ocurrir de nuevo. El constatar que no era así lo rescató de la pesadumbre de sus años.
Al día siguiente de su llegada, tras informar a doña Empera sobre el resultado de su visita a la hacienda y la buena impresión que le habían causado su dueño y la gente con quien había estado allí en contacto (había una tácita alusión a Amparo María recogida por la ciega, sin comentarios, pero con una sonrisa de satisfacción), salió en busca de Van Branden. Lo encontró en el muelle, adonde había ido a preguntar sobre el próximo arribo del barco. Maqroll lo invitó a tomar una cerveza en la cantina y el hombre aceptó a regañadientes mirándolo con recelo en rápidas ojeadas de través.