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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (15 page)

BOOK: En el Laberinto
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Hugh había dejado de reírse.

—¿De modo que Alfred buscó en el futuro y descubrió la posibilidad...?

—... de que sobrevivieras al ataque del hechicero. Entonces, la escogió y tú volviste a la vida.

—Pero ¿eso no significaría que no había llegado a estar muerto, realmente?

—¡Ah! En este punto topamos con el arte prohibido de la nigromancia. A los sartán no les estaba permitida su práctica, según el mago...

—Sí, Iridal comentó algo al respecto, lo cual provocó que Alfred negara haber utilizado su magia conmigo. «Por cada uno que es devuelto a la vida cuando ha llegado su hora, otro muere antes de la suya», fueron sus palabras. Bane, tal vez. Su propio hijo.

Ciang se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Es probable que, si Alfred hubiera estado presente cuando el hechicero te atacó, hubiese podido salvarte la vida. En ese caso, no habrías muerto. Pero ya lo estabas, y ése era un hecho que no podía alterarse. La magia sartán no puede cambiar el pasado; sólo afecta al futuro. Anoche pasé largas horas reflexionando sobre ello, amigo mío, utilizando el texto del mago como referencia aunque el autor no se dignó referirse a la nigromancia, ya que los sartán no la estaban practicando en esa época.

«Sabemos que moriste. Y que experimentaste otra vida después de la muerte. —Ciang torció levemente el gesto al decirlo—, Y ahora estás vivo. Concibe esto como un niño que juega a la pídola. El niño empieza en este punto. Salta por encima de la espalda del chico que tiene delante y llega al punto siguiente. Alfred no puede cambiar el hecho de que moriste, pero puede saltar por encima de ello, por así decirlo. Avanza de atrás adelante...

—¡Y me deja atrapado en medio!

—Sí, creo que eso es lo que ha sucedido. No estás muerto, pero tampoco estás vivo de verdad.

Hugh miró a la elfa:

—No pretendo ofenderte, Ciang, pero no puedo aceptarlo. ¡No tiene sentido!

—Quizá yo tampoco. —Ciang movió la cabeza—. Es una teoría interesante. Y me ayudó a pasar las largas horas de la noche. Pero volvamos al arma. Ahora que sabemos más acerca del funcionamiento de la magia sartán, podemos empezar a entender cómo actúa ese puñal...

—... dando por sentado que la magia patryn funciona como la sartán.

—Puede haber algunas diferencias, igual que la magia elfa es diferente de la humana. Pero repito que los fundamentos son los mismos. Primero, estudiemos esa historia del señor elfo que mató a su hermano. Concedamos que todo lo que cuenta es cierto. ¿Qué podemos deducir, entonces?

»Los dos hermanos se enzarzan en un duelo amistoso con armas blancas, pero el puñal que nuestro elfo ha escogido no sabe que la lucha es fingida. Sólo sabe que se enfrenta a un oponente que empuña una daga...

—Y, entonces, entra en acción, y lo hace convirtiéndose en un arma superior—asintió Hugh, observando la hoja con más interés—. Eso tiene sentido. Un hombre te acomete con un puñal. Si tienes la posibilidad de escoger tu arma, optarás por una espada. Así, el oponente no tiene ocasión de penetrar en tu guardia.

Hugh levantó la vista hacia Ciang, perplejo.

—¿Y tú crees que el arma escogió por sí misma convertirse en espada?

—Eso —respondió la elfa, muy despacio—, o reaccionó al deseo del señor elfo. ¿Y si éste pensó en aquel instante, como mera conjetura, desde luego, que una espada sería el arma perfecta frente a un adversario que empuñaba una daga... y, de pronto, se encuentra con la espada en la mano?

—Pero... estoy seguro de que el hombre de los cuatro brazos no deseó que le saliera el par extra —protestó Hugh.

—Quizá deseó tener una espada más grande y terminó con una de tal tamaño y peso que eran precisos cuatro brazos para sostenerla. —Ciang dio unos golpecitos en el mango del puñal con la uña—. Es como el cuento de hadas que oíamos de niños: la hermosa doncella que anhelaba la vida inmortal y se le concedió su deseo. Pero se le olvidó pedir la eterna juventud, de modo que se hizo más y más vieja, y su cuerpo se marchitó hasta convertirse en un pellejo. Y así se vio condenada a vivir sinfín...

Hugh tuvo una súbita visión de sí mismo condenado a una existencia parecida. Miró a Ciang, que había vivido mucho tiempo más que el elfo más longevo...

—No —respondió ella a su muda pregunta—. Yo nunca encontré un hada. Nunca la he buscado. Moriré. Pero tú, amigo mío..., no estoy tan segura. Ese sartán, Alfred, es el que tiene el control de tu futuro. Debes encontrarlo para recobrarla libertad de tu alma.

—Lo haré —afirmó Hugh—. Tan pronto como haya librado al mundo de ese Haplo. Cogeré el puñal. Tal vez no lo use, pero podría resultar útil. Posiblemente... —añadió con una sonrisa torcida.

Ciang le dio permiso con un gesto de cabeza.

Hugh titubeó un instante, flexionó las manos con nerviosismo y, notando los ojos rasgados de la elfa fijos en él, se apresuró a envolver el puñal en su paño de terciopelo negro y lo levantó de la caja. Después, lo sostuvo en la mano y lo observó con suspicacia, manteniéndolo lejos del cuerpo.

El puñal no hizo nada, aunque a Hugh le pareció notar que temblaba, que latía con la misteriosa vida mágica que poseía. Empezó a ceñírselo a la cintura, pero entonces lo pensó mejor y lo mantuvo en la mano. Necesitaría una vaina para llevarlo; una vaina que pudiera colgarse al hombro, para evitar el contacto con el metal. La sensación del arma en la mano, culebreando como una anguila, era desconcertante.

Ciang dio media vuelta para dirigirse a la salida. Hugh le ofreció el brazo y la elfa lo aceptó, aunque se esmeró en no apoyarse en el. Avanzaron con paso lento.

Un pensamiento le vino a la cabeza a Hugh. Sonrojándose, se detuvo Bruscamente.

—¿Qué sucede, amigo mío?

—Yo... no tengo con qué pagar esto, Ciang —reconoció, avergonzado—. Las riquezas que poseía las entregué a los monjes kir. A cambio de haberme dejado vivir con ellos.

—Ya pagarás —respondió Ciang, y la sonrisa que apareció en su rostro resultó sombría y melancólica—. Llévate la Hoja Maldita, Hugh
la Mano.
Llévate también tu maldita persona. Éste será el pago que des a la Hermandad. Y, si alguna vez regresas, el siguiente pago será cobrado en sangre.

CAPÍTULO 10

TERREL FEN
DREVLIN
ARIANO

Marit no tuvo dificultades para cruzar la Puerta de la Muerte. El tránsito era mucho más sencillo ahora, con la Puerta abierta, que en los primeros viajes aterradores que había realizado su compatriota, Haplo. El abanico de destinos se desplegó ante sus ojos: las terribles calderas de lava del mundo que acababa de dejar, la joya de zafiros y esmeraldas que era el mundo acuático de Chelestra, las frondosas junglas bañadas por el sol de Pryan, las islas flotantes y la gran máquina de Ariano. E, insertado en aquellos cuatro, un mundo de paz y belleza maravillosas que resultaba irreconocible, pero que le producía un extraño vuelco del corazón.

Marit hizo caso omiso de aquellas sensaciones, debilitadoras y sentimentales. No les encontraba mucho sentido, pues no tenía idea de qué mundo era aquél y se negaba a dejarse llevar por conjeturas sin base. Su señor, su marido, le había hablado de los otros mundos y no había mencionado aquél. Si Xar lo hubiera considerado importante, no habría dejado de informarle.

Seleccionó un destino: Ariano.

En el tiempo que se tarda en parpadear, la nave cubierta de runas se deslizó por la abertura de la Puerta de la Muerte y Marit se vio sumergida casi al instante en las violentas tormentas del Torbellino.

A su alrededor crepitaron los relámpagos, estallaron los truenos, sopló el vendaval y la lluvia azotó la nave. Marit capeó la tormenta con calma, contemplándola con cierta curiosidad. Había leído los informes de Haplo sobre Ariano y sabía qué debía esperar. La furia de la tormenta no tardaría en amainar y entonces podría atracar la nave sin riesgos.

Hasta entonces, se dedicó a observar y esperar.

Poco a poco, los relámpagos se hicieron menos violentos y los truenos sonaron más lejanos. El chapaleteo de la lluvia sobre el casco de la nave persistió, pero más ligero.

Marit empezó a apreciar, a través de las nubes impulsadas por el viento, varias islas flotantes de coralita dispuestas como peldaños de una escalera.

La patryn supo dónde estaba. La descripción de Ariano que Haplo había ofrecido a Xar, y que éste había repetido a Marit, era muy precisa y detallada. Reconoció las islas como los Peldaños de Terrel Fen. Pilotó la nave entre ellos y llegó al vasto continente flotante de Drevlin. Atracó la nave en el primer lugar accesible de la costa pues, aunque la embarcación estaba protegida por la magia rúnica y, por tanto, no sería visible para los mensch a menos que la buscaran específicamente, Haplo se percataría de su presencia y sabría enseguida qué estaba sucediendo.

Según la información de Sang-drax, el último paradero conocido de Haplo era la ciudad que los enanos de aquel mundo llamaban Wombe, en la parte occidental de Drevlin. Marit no tenía una idea muy precisa de dónde se encontraba pero, dada la proximidad de Terrel Fen, dedujo que había tocado tierra cerca del borde del continente; posiblemente, cerca de donde el propio Haplo había sido conducido para recuperarse de las heridas sufridas en su primera visita, cuando su nave se había estrellado contra los Peldaños.
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A través de la portilla de la nave, Marit alcanzó a ver lo que, supuso, era una parte de aquella máquina asombrosa conocida como la Tumpa-chumpa. La encontró admirable. La descripción de Haplo y las explicaciones añadidas de su señor no la habían preparado para algo semejante.

Construida por los sartán para proveer de agua a Ariano y de energía a los otros tres mundos, la Tumpa-chumpa era un monstruo enorme que se extendía a lo largo y ancho del continente. La inmensa máquina, de forma y diseño fantásticos, estaba hecha de oro y plata, de bronce y acero. Sus diversas partes estaban construidas a semejanza de partes del cuerpo de un ser vivo, fuese humano o de algún animal. Hacía muchísimo tiempo, aquellos brazos y piernas, zarpas y espolones, oídos y ojos —todo ello, metálico— habían formado tal vez un todo reconocible. Sin embargo, abandonada a su propia suerte durante siglos, la máquina los había distorsionado por completo, hasta convertirse en una visión dantesca.

El vapor escapaba de lo que parecían bocas humanas en pleno grito. Colosales espolones de ave se clavaban en la coralita; colmillos de felino arrancaban pedazos de suelo y los escupían.

Al menos, éste habría sido el panorama, de haber estado en funcionamiento la máquina. Pero, hacía algún tiempo, la Tumpa-chumpa se había detenido por completo, misteriosamente. Ahora, una vez descubierta la causa de la paralización —la apertura de la Puerta de la Muerte—, los enanos tenían los medios pata poner en actividad de nuevo la gran máquina.
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Por lo menos, eso era lo que había contado Sang-drax. A ella le correspondía descubrir si era verdad.

Escrutó el horizonte, que parecía sembrado de restos de un cuerpo descuartizado. Ya no sentía un especial interés por la máquina, pero continuó observando para comprobar si alguien había advertido la arribada de la nave. Las runas invocarían la posibilidad de que cualquier extraño que no buscara específicamente una nave en aquel lugar pasara de largo sin verla, lo cual hacía casi invisible la embarcación.

Con todo, siempre existía el riesgo, por mínimo que fuese, de que algún mensch estuviese mirando precisamente hacia allí y se hubiera percatado de su presencia. Los mensch no podrían causar daños en la nave; las runas se encargarían de ello. Pero un ejército de aquellos mensch arrastrándose en torno al casco sería una evidente molestia, por no hablar del hecho de que la noticia podía llegar a oídos de Haplo.

Pese a sus temores, no vio aparecer sobre el terreno empapado por la lluvia ningún ejército de enanos. Otra tormenta empezaba a oscurecer el horizonte. Gran parte de la máquina quedaba ya cubierta de nubes amenazadoras, cargadas de relámpagos. Marit sabía, por la experiencia anterior de Haplo, que los enanos no se aventuraban bajo la tormenta. Satisfecha y sintiéndose a salvo, se cambió de ropas y se puso las prendas sartán que había escogido en Abarrach.

—¿Cómo pueden soportar esto esas mujeres? —murmuró.

Era la primera vez que se probaba un vestido,
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y la falda larga, junto con el corpino ceñido, le resultaba oprimente, engorrosa y difícil de llevar. Observó la ropa con aire ceñudo. El tacto del tejido sartán le resultaba irritante. Aunque se dijo a sí misma que todo era cosa de su mente, de repente se sintió terriblemente incómoda con las ropas de una enemiga. De una enemiga muerta, además. Decidió quitarse el vestido.

Al momento, contuvo su impulso. Estaba actuando irracionalmente, como una estúpida. Su señor, su marido, no se sentiría satisfecho. Al estudiar su imagen reflejada en el cristal de la portilla, tuvo que reconocer que el vestido era un camuflaje perfecto. Con él, resultaba idéntica a los mensch cuyas imágenes había visto en los libros de su señor..., de su marido. Ni siquiera Haplo, si por casualidad la veía, sería capaz de reconocerla.

—Aunque, de todas formas, no creo que se acordara de mí —murmuró para sí mientras daba unos pasos por la cabina de la nave, tratando de acostumbrarse a la falda larga, con la que tropezaba continuamente hasta que aprendió a caminar con pasos cortos—. Los dos hemos cruzado demasiadas puertas desde nuestro encuentro.

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