Nadie se había aventurado hasta aquella mesa desde hacía muchísimo tiempo.
—Deja la lámpara —indicó Ciang.
Hugh obedeció y colocó la luz sobre una caja que contenía un enorme surtido de dardos. Después, contempló con curiosidad el objeto cubierto con la tela; notó algo extraño en el objeto, pero no pudo precisar qué.
—Fíjate bien en eso —ordenó Ciang, como el eco de sus pensamientos.
Hugh lo hizo, inclinándose sobre la mesa con cautela. Conocía lo suficiente sobre armas mágicas como para sentir respeto por aquélla. No tocaría el objeto o nada relacionado con él hasta que le hubieran explicado con detalle cómo utilizarlo. Ésta era una de las razones por las que Hugh
la Mano
siempre había preferido no confiar en tales armas. Una buena hoja de acero, dura y afilada, era un instrumento del que uno podía fiarse sin reservas.
Se enderezó con expresión ceñuda y se mesó las trenzas de la barba.
—¿Te has fijado? —inquirió Ciang, casi como si lo sometiera a prueba.
—Veo polvo y telarañas sobre todo lo demás, pero ni rastro sobre el objeto en sí —respondió.
Ciang exhaló un suave suspiro y lo miró casi con tristeza.
—¡Ah!, no hay muchos como tú, Hugh. Ojo veloz, mano rápida... Una lástima—sentenció con frialdad.
Hugh no dijo nada. No podía alegar ninguna defensa, pues estaba claro que no había lugar a ella. Observó minuciosamente el objeto bajo el paño y reconoció la forma gracias a que el polvo se acumulaba en torno a ella pero no encima. Era un puñal de hoja considerablemente larga.
—Pon la mano sobre él —dijo Ciang—. No corres ningún riesgo al hacerlo —añadió al advertir un destello en los ojos de
la Mano.
Hugh detuvo el gesto, cauteloso, antes de que los dedos tocaran el objeto. No tenía miedo, pero le producía repulsión tocarlo, como la produce tocar una serpiente o una araña peluda. Se repitió mentalmente que sólo era un puñal (aunque, entonces, ¿por qué estaba cubierto con aquel paño negro?) y apoyó las yemas de los dedos sobre él. Con un respingo, retiró la mano al instante y se volvió hacia Ciang.
—¡Se ha movido!
La elfa asintió, impertérrita.
—Un temblor. Como el de un ser vivo. Apenas se nota, pero es lo bastante fuerte como para sacudirse de encima el polvo de siglos y para perturbar a las tejedoras de telarañas. Pero no está vivo, como verás. No lo está según lo que
nosotros
conocemos por vida —se corrigió.
Retiró la tela. El polvo que la cubría se levantó en una nube que les produjo un cosquilleo en la nariz y los obligó a retroceder, al tiempo que se sacudían y trataban de librarse de la horrible sensación de las telarañas, pegajosas y sedosas, en el rostro y las manos.
Debajo del paño había... un puñal metálico de aspecto vulgar. Hugh había visco armas mucho mejor elaboradas. Aquélla era sumamente tosca en forma y diseño; podía pasar por obra del hijo de un herrero que intentara aprender el oficio de su padre. La empuñadura y la cruz estaban forjadas en un hierro al que parecía haberse dado forma mientras se enfriaba. Las marcas de cada golpe de martillo se observaban claramente en ambas partes del puñal.
La hoja era lisa, tal vez porque estaba hecha de acero, pues resultaba reluciente como un espejo en comparación con el torpe acabado del mango. El acero estaba sujeto a la empuñadura mediante metal fundido; las señales de la soldadura se observaban con claridad.
Lo único notable que tenía el objeto eran los extraños símbolos grabados en la hoja. Unos símbolos que no eran iguales al que Hugh llevaba en el pecho, pero lo recordaban.
—Las runas mágicas —dijo Ciang. Su dedo huesudo se paseó sobre la hoja con buen cuidado de no tocarla.
—¿Qué hace ese puñal? —preguntó Hugh, mirando el arma con una mezcla de desdén y disgusto.
—No lo sabemos —respondió Ciang. Hugh arqueó una ceja y la miró con una mueca de interrogación. La elfa se encogió de hombros—. El último hermano que lo utilizó, murió al hacerlo.
—No me extraña — refunfuñó
la Mano—.
Sin duda, trató de acabar con su víctima utilizando esta arma de niño.
Ciang movió la cabeza en gesto de negativa:
—No lo comprendes. —Volvió hacia él sus rasgados ojos, y Hugh advirtió de nuevo aquel extraño fulgor en su mirada—. Ese hermano murió de una impresión. —Hizo una pausa, miró de nuevo hacia el arma y añadió, casi con indiferencia—: Le habían crecido cuatro brazos.
Hugh se quedó boquiabierto. Después, cerró las mandíbulas y carraspeó.
—No me crees. No te culpo. Yo tampoco lo creía hasta que lo vi con mis propios ojos. —Ciang contempló las telarañas como si fueran tiempo tejido—. Fue hace muchos ciclos. Cuando me convertí en
el Brazo.
El puñal nos había llegado de un señor elfo en tiempos remotos, en la primera época de existencia de la Hermandad. Fue guardada en esta bóveda con una advertencia. Según ésta, el arma tenía una maldición. Un humano, un hombre joven, se burló del aviso; no creyó en la maldición y reclamó el puñal en préstamo, pues está escrito que «quien domine el puñal será invencible contra cualquier enemigo.
Ni los propios dioses
se atreverán a oponerse a él». —Al decir esto, estudió a Hugh. Después, añadió—: Por supuesto, eso fue en los tiempos en que no había dioses. En que ya no los había.
—¿Y qué sucedió?—quiso saber Hugh, tratando de ocultar su incredulidad puesto que era Ciang quien hablaba.
—No estoy segura. El compañero de ese hombre, que sobrevivió a la experiencia, no fue capaz de ofrecernos un relato coherente. Al parecer, el joven atacó a su blanco utilizando el puñal y, de pronto, éste dejó de serlo. Se transformó en una espada enorme, de múltiples hojas que giraban como aspas. Dos brazos normales no podían sostenerla. Entonces fue cuando al hombre le crecieron otros dos brazos... Le salieron del pecho. El joven vio los cuatro brazos y cayó muerto de terror, de la conmoción. Más adelante, su compañero perdió totalmente la razón y se arrojó de la isla. No lo culpo por ello. Yo también vi el cuerpo: tenía esos cuatro brazos. A veces, todavía sueño con él.
Tras esto, Ciang guardó silencio con los labios apretados. Hugh alzó la mirada a aquel rostro severo y despiadado y lo vio palidecer. La presión de los labios la ayudaba a mantener firme la expresión. Volvió la vista al puñal y notó un nudo en el estómago.
—Ese incidente pudo ser el fin de la Hermandad. —Ciang lo miró de soslayo—. Puedes imaginar en qué habrían convertido el asunto los rumores. Tal vez habíamos sido nosotros, la Hermandad, quienes habíamos lanzado la terrible maldición sobre el joven. Me apresuré a actuar. Ordené que trajeran el cuerpo aquí al amparo de la oscuridad. Ordené traer también a su compañero y lo interrogué ante testigos. Leí a éstos el documento..., el documento que acompañaba al puñal.
»Estuvimos de acuerdo en que era el propio puñal lo que estaba maldito. Prohibí su uso. Enterramos en secreto el cuerpo grotesco y se ordenó a todos los hermanos y hermanas que guardaran silencio sobre el incidente, so pena de muerte.
»De eso hace mucho tiempo. Ahora —añadió en un susurro—, soy la única que recuerda todavía la historia. Nadie más queda vivo de aquellos tiempos. Nadie, ni siquiera el Anciano, cuyo abuelo aún no había nacido cuando eso sucedió, conoce la existencia del puñal maldito. En mi última voluntad he escrito una orden para que no se utilice. Pero, hasta este momento, no le había contado la historia a nadie.
—Vuelve a taparlo —dijo Hugh, inflexible—. No lo quiero. Nunca he empleado la magia... —Su semblante se ensombreció.
—Nunca te habían pedido que mataras a un dios... —replicó Ciang con gesto de disgusto.
—Limbeck, el enano, dice que los dioses no existen. Dice que Haplo estaba casi muerto, como un hombre cualquiera, la primera vez que lo vio. ¡No, no lo usaré!
Dos manchas rojas de cólera se encendieron en el cadavérico rostro de la elfa. Parecía dispuesta a hacer algún comentario mordaz, pero se contuvo. Las manchas rojas se difuminaron y los ojos rasgados se volvieron, de pronto, muy fríos.
—Por supuesto, amigo mío, tú decides. Sí insistes en morir con deshonor, es cosa tuya. No diré nada más, salvo recordarte que aquí está en juego otra vida. Quizá no lo habías tomado en cuenta.
—¿Qué otra vida? —inquirió Hugh, suspicaz—. El muchacho, Bane, ha muerto.
—Pero su madre sigue viva. Una mujer que te inspira tan profundos sentimientos... ¿Quién sabe si Haplo no irá tras ella, si fracasas en tu intento? Ella sabe quién... qué es Haplo.
Hugh revivió sus recuerdos. Iridal le había dicho algo de Haplo, pero no lograba recordar qué. Habían tenido poco tiempo para hablar y él tenía la cabeza en otras cosas: en el chiquillo muerto que tenía en sus brazos, en el dolor de Iridal, en su propia confusión al encontrarse vivo cuando se suponía que estaría muerto... No; lo que Iridal le hubiera contado acerca del patryn, Hugh lo había olvidado entre las sombras teñidas de horror de aquella noche terrible. ¿Qué importancia podían tener sus palabras en aquellos momentos, cuando él se proponía entregar su alma a los kenkari, cuando iba a regresar a aquel reino de belleza y paz...?
¿Intentaría Haplo encontrar a Iridal? El hombre había tomado cautivo a su hijo. ¿Por qué no a la madre? ¿Podía permitirse correr el riesgo? Al fin y al cabo, se sentía en deuda con ella. Estaba en deuda con ella por haberle fallado.
—¿Un documento, has dicho? —comentó.
La mano de Ciang se deslizó en los grandes bolsillos de sus voluminosas ropas y extrajo varios pliegos de pergamino enrollados y sujetos con una cinta negra. El pergamino estaba viejo y descolorido; la cinta, deshilachada y desteñida. La elfa alisó el documento con la mano.
—Anoche volví a leerlo. Es la primera vez que lo hago desde esa noche terrible. Entonces lo leí en voz alta ante los testigos. Ahora te lo leeré a ti.
Hugh se sonrojó. Lo que él deseaba era leerlo y estudiarlo en privado, pero no se atrevió a insultar a la elfa.
—Te he causado ya tantas molestias, Ciang...
—Debo traducírtelo —respondió ella con una sonrisa que daba a entender que había capeado sus pensamientos—. Está escrito en alto elfo, una lengua que se hablaba después de la separación de los mundos, pero que hoy está completamente olvidado. No podrías descifrarlo.
Hugh no puso más objeciones.
—Tráeme una silla. El texto es largo y estoy cansada de estar de pie. Y acerca la lámpara.
Hugh fue en busca de una silla y la colocó en un rincón junto a la mesa en la que descansaba el puñal «maldito». Después, permaneció fuera del claro de luz, sin lamentar que su rostro quedara oculto en las sombras, disimulando sus dudas. Seguía incrédulo. No daba crédito a nada de aquello.
No obstante, tampoco habría creído nunca que un hombre pudiera morir y regresar otra vez a la vida.
De modo que prestó atención a la lectura.
LA HOJA MALDITA
Puesto que estás leyendo esto, hijo mío, yo he muerto y mi alma ha viajado al encuentro de Krenka-Anris para contribuir a la liberación de nuestro pueblo.
{13}
Dado que hemos entrado en guerra abierta, confío en que te desempeñarás con honor en la batalla, como lo han hecho todos los que te han precedido en llevar este nombre.
Soy el primero de nuestra familia que expone este relato por escrito. Hasta hoy, la historia de la Hoja Maldita se ha transmitido oralmente de padres a hijos, musitada desde el lecho de muerte. Así lo hizo mi padre conmigo, y el suyo con él, y así hasta remontarnos a antes de la separación de los mundos. Pero, como parece probable que mi lecho de muerte sea el duro suelo de un campo de batalla y que tú, mi querido hijo, estés muy lejos en el momento señalado, te dejo esta narración para que la leas cuando haya muerto. Y también harás juramento, por Krenka-Anris y por mi alma, de transmitir todo esto a tu hijo (quiera la diosa bendecir a tu esposa con un parto normal).
En el armero hay una caja con la tapa adornada de perlas engastadas que contiene las dagas de duelo ceremoniales. Estoy seguro de que sabes a qué caja me refiero porque, de niño, ya expresabas tu admiración por los puñales; una admiración muy mal enfocada, como bien sabes ahora que eres un guerrero experimentado.
{14}
Sin duda, más de una vez te habrás preguntado por qué he conservado esas dagas y, sobre todo, por qué las tengo guardadas en el armero. Poco imaginas, hijo mío, lo que ocultan estas dagas.
Escoge un momento en que tu esposa y su séquito hayan dejado el castillo. Despide a los criados y asegúrate bien de que estás solo. Ve al armero y coge esa caja. En la tapa, observarás que hay una mariposa en cada esquina. Presiona simultáneamente las mariposas de la esquina superior derecha e inferior izquierda. Con eso se abrirá un falso fondo en el lado izquierdo.
¡Por favor, hijo mío, por el bien de mi alma y de la tuya propia, no introduzcas la mano en ese doble fondo!
Dentro encontrarás un puñal mucho menos artístico que el par de dagas que ya conoces. El puñal es de hierro y parece forjado por un humano. Es un objeto muy feo y deforme y confío en que, una vez que lo hayas visto, sientas tan pocos deseos de tocarlo como los que tuve yo la primera vez que lo contemplé. Pero, ¡ay!, seguro que despierta tu curiosidad, como despertó la mía. ¡Te ruego, te suplico, mi amadísimo hijo, que reprimas esa curiosidad! Contempla la hoja y fíjate en su aspecto perverso y atiende la advertencia de tus propios sentidos, que reaccionarán con repulsión ante ese objeto.