Pero la visitante tuvo la fortuna de llegar a la Factría en uno de esos momentos de la historia que son a la vez el más oportuno y el más inoportuno. Llegó en el instante más oportuno para ella, y en el más inoportuno para Haplo.
En el preciso momento en que Marit se materializaba en el interior de la Factría y emergía del círculo de su magia, que había alterado la posibilidad de encontrarse allí y no en otra parte, un contingente de elfos y humanos se reunía con los enanos para formar una histórica alianza. Como suele suceder en estas ocasiones, los nobles y poderosos no podían llevar a cabo aquel acto sin ser observados por los seres más corrientes y humildes. Así, un número enorme de representantes de todas las razas mensch deambulaba por el suelo de la Factría por primera vez en la historia de Ariano. Entre ellos había un grupo de humanas del Reino Medio, damas de compañía de la reina Ana.
Marit permaneció entre las sombras, observó y escuchó. A] principio, cuando advirtió el gran número de mensch, temió haber caído accidentalmente en plena batalla mensch, pues Xar le había contado que éstos se peleaban entre ellos casi constantemente. No obstante, pronto cayó en la cuenta de que aquél no era un encuentro bélico, sino que parecía una especie de... de fiesta. Los tres grupos se sentían visiblemente incómodos entre ellos pero, bajo los ojos vigilantes de sus gobernantes, ponían todo su empeño en llevarse bien.
Los humanos hablaban con los elfos; los enanos se acariciaban las barbas y se esforzaban por trabar conversación con los humanos. Cada vez que varios miembros de una raza se distanciaban para formar un grupo propio, alguien se acercaba a dispersarlos. En aquella atmósfera tensa y confusa, no era probable que nadie se fijara en Marit.
La patryn añadió a tal posibilidad un hechizo que aumentaba su protección potenciando la probabilidad de que nadie que no la buscara alcanzase a verla. Así pudo pasar de grupo en grupo, distante y solitaria pero pendiente de sus conversaciones. Mediante su magia, comprendía todos los idiomas mensch, de modo que no tardó en averiguar qué sucedía allí.
Una enorme estatua, no lejos de ella, llamó su atención. Era la figura de un hombre encapuchado y con capa al que reconoció, con desagrado, como un sartán. Tres mensch se hallaban junto a la estatua; un cuarto personaje estaba sentado en la peana. Por lo que les oyó hablar, los tres hombres eran dirigentes mensch. El cuarto individuo era el heroe aclamado por todos, que había hecho posible la paz en Ariano.
Aquel cuarto hombre era Haplo.
Siempre a cubierto de las sombras, Marit se acercó a la estatua. Tenía que ser cuidadosa pues, si Haplo la veía, podía reconocerla. De hecho, lo vio levantar la cabeza y lanzar una rápida y penetrante mirada en torno a la Factría, como si hubiera oído una vocecilla que pronunciaba su nombre.
Marit deshizo enseguida el encantamiento para protegerse de la vista de los mensch y se retiró más aún entre las sombras. Notaba lo mismo que debía percibir Haplo: un hormigueo en la sangre, el roce de unos dedos invisibles en la nuca. Era una sensación extraña pero no desagradable: como una llamada de la especie. Marit no había previsto que pudiera suceder algo así y no podía creer que los sentimientos que compartían fueran tan intensos. Se preguntó si aquel fenómeno sucedería entre cualquier par de patryn que se encontraran a solas en un mundo... o si era algo personal entre Haplo y ella.
Analizando la situación, Marit llegó pronto a la conclusión de que dos patryn que se encontraran en cualquier lugar de un mundo de mensch siempre se sentirían atraídos, como el hierro al imán. Respecto a que fuese un efecto de la atracción que Haplo despertaba en ella, no lo creyó probable. Apenas lo reconocía.
Haplo parecía viejo, mucho más de lo que ella recordaba. No era raro, pues el Laberinto envejecía rápidamente a sus víctimas, pero el suyo no era el aspecto áspero y duro de quien ha luchado cada día por la supervivencia. Su rostro, macilento y ojeroso, era el de quien ha luchado por su alma. Marit no comprendió, no reconoció las marcas de la lucha interior, pero percibió ésta vagamente y la desaprobó con firmeza. Haplo le pareció enfermo; enfermo y derrotado.
Y, en aquel momento, también parecía desconcertado, tratando de ubicar la voz silenciosa que le había hablado, de ver la mano invisible que lo había tocado. Por último, se encogió de hombros y borró el asunto de su mente. Volvió a lo que estaba haciendo y prestó atención a lo que hablaban los mensch mientras acariciaba a su perro.
El perro.
Xar le había hablado del perro. A Marit le había costado creer que un patryn pudiera caer en semejante debilidad. No había dudado de las palabras de su señor, por supuesto, pero había considerado que quizá se había equivocado. Ahora sabía que no era así. Observó a Haplo acariciar la suave cabeza del animal y torció los labios en una mueca burlona.
Después, dejó de prestar atención a Haplo y su perro y se concentró en la conversación de los tres mensch. Un enano, un humano y un elfo formaban un pequeño grupo bajo la estatua del sartán. Marit no se atrevió a formular un hechizo que le llevara sus palabras, de modo que tuvo que acercarse a ellos.
Así lo hizo, moviéndose sin hacer ruido y manteniéndose a cubierto de sus miradas tras la mole de la estatua. Su mayor temor era ser descubierta por el perro, pero éste parecía totalmente absorto y ocupado con su amo. El animal tenía fijos en éste sus brillantes ojos y, de vez en cuando, posaba la pata sobre su rodilla como en una caricia de consuelo.
—Por cierto, majestad, ¿te sientes ya completamente recuperado? —le decía el elfo al humano,
—Sí, gracias, príncipe Reesh'ahn. —El humano, un monarca de su raza al parecer, se llevó una mano a la espalda con una mueca—. La herida era profunda pero, afortunadamente, no afectó ningún órgano vital. Noto cierta rigidez que me acompañará el resto de la vida, según Ariano, pero al menos sigo vivo, de lo que doy gracias a los antepasados... y a la dama Iridal.
Con una expresión ceñuda, el monarca sacudió la cabeza.
El enano miraba alternativamente a los otros dos mensch, levantando mucho la cabeza para observar sus rostros con los ojos entrecerrados, como si fuese sumamente corto de vista.
—¿Dices que un niño te atacó? ¿Ese chiquillo que teníamos aquí abajo, ese Bane? —El enano parpadeó repetidas veces—. Disculpa, rey Stephen, pero ¿es ésta una conducta normal entre los niños humanos?
El rey humano reaccionó a la pregunta con manifiesta irritación.
—No pretende ofenderos, majestad —explicó Haplo con su calmosa sonrisa—. El survisor jefe, Limbeck, sólo siente curiosidad.
—¿Oh? ¡Por supuesto! —afirmó Limbeck con ojos saltones—. No pretendía insinuar... No es que importe mucho, claro. Es sólo que me preguntaba si tal vez todos los humanos...
—No —lo cortó en seco Haplo—. Nada de eso.
—¡Ah! —Limbeck se acarició la barba—. Lo lamento —añadió, algo nervioso—. O sea, no quiero decir que lamente que todos los niños humanos no sean asesinos. Me refiero a que lamento mucho...
—Está bien. —En esta ocasión fue el rey Stephen quien lo interrumpió, algo tenso pero con un asomo de sonrisa en la comisura de los labios—. Te comprendo perfectamente, survisor jefe. Y debo reconocer que Bane no es un representante muy bueno de nuestra raza. Como tampoco lo es su padre, Sinistrad.
—Tienes razón. —Limbeck reaccionó al nombre con aire alicaído—. Lo recuerdo.
—Una situación trágica, en conjunto —intervino el príncipe Reesh'ahn—, pero al menos algo bueno ha salido de tanta maldad. Gracias a nuestro amigo, Haplo —el elfo posó una de sus manos largas y finas en el hombro de éste—, y a ese asesino humano.
Marit se sintió abrumada de disgusto. Un mensch que se comportaba con aquella familiaridad, tratando a un patryn como si fueran iguales... ¡Y Haplo lo toleraba!
—¿Cómo se llamaba el asesino, Stephen? —continuó Reesh'ahn—. Era un nombre extraño, incluso para un humano...
—Hugh
la Mano
—apuntó Stephen con desagrado.
Reesh'ahn no apartó la mano del hombro de Haplo; a los elfos les gustaba el contacto, los abrazos... Haplo parecía incómodo con la caricia del mensch, y Marit lo comprendió perfectamente. El patryn consiguió librarse de él con suavidad, poniéndose en pie y apartándose ligeramente.
—Yo esperaba hablar con ese hombre, Hugh
la Mano
——comentó—. ¿Por casualidad no sabrás dónde está, majestad?
Stephen endureció la expresión.
—Lo ignoro. Y, con franqueza, no quiero saberlo. Y tú tampoco deberías. El asesino le dijo a Ariano que tenía otro «contrato» que cumplir. Mi mago está convencido —añadió el monarca, volviéndose hacia Reesh'ahn— de que ese Hugh es miembro de la Hermandad.
El príncipe elfo tomó la palabra en este punto, con semblante ceñudo.
—Una organización inicua. Cuando quede establecida la paz, debemos marcarnos como una de nuestras máximas prioridades borrar de la existencia ese nido de víboras. Tú, señor —añadió, volviéndose a Haplo—, quizá puedas ayudarnos en esta empresa. Según nos ha contado nuestro amigo, el survisor jefe, tu magia es muy poderosa.
De modo que Haplo había revelado sus poderes mágicos a los mensch. Y, según todos los indicios, los mensch estaban totalmente encandilados con él. Lo reverenciaban. Como era debido, se apresuró a admitir Marit. Pero deberían haberlo venerado como al
sirviente
de su señor, no como a tal señor. Y aquélla era la oportunidad perfecta para que Haplo les informara de la venida de Xar. El Señor del Nexo se encargaría de librar al mundo de aquella Hermandad, fuera lo que fuese.
Haplo se limitó a mover la cabeza.
—Lo siento, no puedo ayudaros. En cualquier caso, creo que mis poderes han sido exagerados. Aquí, nuestro amigo —añadió, volviéndose a Limbeck con una sonrisa— es un poco corto de vista.
—¡Lo vi todo! —declaró Limbeck con aire terco—. Te vi combatir con esa horrible serpiente dragón. Os ví, a ti y a Jarre. Ella la atacó con el hacha. —El enano gesticuló enérgicamente, imitando los movimientos—. Entonces, tú lanzaste una estocada con la espada, ¡zas!, y la heriste en el ojo. Todo el lugar quedó salpicado de su sangre. ¡Te aseguro que lo vi, rey Stephen! —insistió el enano.
Por desgracia, dirigió su vehemente declaración a la reina Ana, que se había acercado para acompañar un rato a su esposo.
Una enana le dio un enérgico codazo en las costillas al survisor jefe.
—¡Bobo! ¡El rey está allí, Limbeck! —exclamó la enana, al tiempo que agarraba a éste por la barba y tiraba de ella hasta forzarlo a mirar en la dirección correcta.
Limbeck no dio la menor muestra de turbación por la confusión.
—Gracias, jarre, querida —dijo, y dedicó una sonrisa y una caída de ojos al perro.
La conversación de los mensch pasó a otros asuntos. Hablaron de la guerra de Ariano. Una fuerza conjunta de humanos y elfos estaba atacando la isla de Aristagón contra el emperador y sus seguidores, que se habían refugiado en uno de sus palacios.
Marit no estaba interesada en las andanzas de los mensch. Quien le interesaba de verdad era Haplo. La tez de éste había adquirido de pronto un tono ceniciento y se le había borrado la sonrisa. Lo vio llevarse una mano al corazón, como si la herida le doliese todavía, y apoyar la espalda en la estatua para disimular su debilidad. El perro, con un gañido, se arrastró al lado de su amo y se apretó contra su pierna.
Marit reconoció entonces que Sang-drax había dicho la verdad: que Haplo había recibido una herida gravísima. En privado, la patryn había dudado de ello. Marit conocía y respetaba el poder de Haplo; en cambio, no tenía buena opinión de la serpiente dragón, la cual, hasta donde ella sabía, poseía unas capacidades mágicas mínimas, quizá de la misma categoría que los mensch. Desde luego, en absoluto comparables a la magia patryn. Marit no acababa de entender cómo tal criatura podía haber infligido una herida casi mortal a Haplo, pero ahora no le quedaban dudas de ello. Reconocía los síntomas de una rotura en la runa del corazón, un golpe que alcanzaba lo más hondo del ser de un patryn. Una herida difícil de curar, sin ayuda.
Los mensch continuaron su charla acerca de cómo pondrían en marcha la Tumpa-chumpa y qué sucedería cuando lo hicieran. Haplo permaneció en silencio durante la conversación, sin dejar de acariciar la suave cabeza del perro. Marit, que no sabía de qué hablaban prestó atención sólo a medias. No era aquello lo que quería escuchar. De pronto, Haplo se irguió y habló, interrumpiendo una compleja explicación del enano acerca de «granajes giratorios» y «zum—zum rotores».
—¿Habéis prevenido a vuestra gente para que tome precauciones? —Preguntó Haplo—. Según los escritos sartán, cuando la Tumpa-chumpa entre en funcionamiento, los continentes empezarán a moverse. Los edificios podrían derrumbarse y la gente podría morir de miedo sí no sabe qué está sucediendo.
—Todo el mundo está informado —respondió Stephen—. He enviado a la guardia real a todos los confines de nuestras tierras para llevar la noticia... pero que la gente haga caso es otro cantar. La mitad no da crédito a la advertencia y los demás han sido convencidos por los barones de que se trata de un complot elfo. Ha habido disturbios y amenazas de derrocarme. No me atrevo a pensar qué sucederá si esto no funciona... —La expresión del monarca se ensombreció.
Haplo movió la cabeza con gesto grave.
—No puedo prometerte nada, majestad. Los sartán se proponían coordinar los continentes al cabo de pocos años de establecerse aquí. Proyectaban hacerlo antes de que los continentes estuvieran habitados siquiera. Pero, cuando sus planes se torcieron y los sartán desaparecieron, la Tumpa-chumpa continuó funcionando, construyéndose y reparándose a sí misma... aunque sin ningún control. ¿Quién sabe si no se habrá causado algún daño irreparable, en todo este tiempo?
»Lo único a nuestro favor es esto: durante generaciones, los enanos han continuado haciendo exactamente lo que los sartán les enseñaron. Nunca se han desviado de sus instrucciones originales, sino que las han transmitido religiosamente de padre a hijo, de madre a hija. Y, así, los enanos no sólo han mantenido viva la Tumpa-chumpa, sino que han evitado que enloqueciera, por así decirlo.
—Resulta todo... tan extraño —dijo Stephen con una mirada de desconfianza a las lámparas y pasadizos de la Facería y a la silenciosa figura encapuchada del sartán que sostenía en la mano un misterioso globo ocular—. Extraño y aterrador. Totalmente incomprensible.