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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (14 page)

BOOK: En el Laberinto
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Yo no hice caso de esa advertencia y atraje sobre mí una desgracia que ha sido una sombra permanente en mi vida. Con ese puñal, con esa Hoja Maldita, di muerte a mí amado hermano.

Imagino que habrás palidecido de la impresión al leer lo anterior. Siempre se ha dicho que tu tío murió de las heridas sufridas a manos de unos asaltantes humanos, que lo sorprendieron en un trecho solitario del camino, cerca del castillo. Esa historia no es cierta. Tu tío murió a mis manos en el armero, probablemente no muy lejos del lugar en el que te encuentras ahora. ¡Pero te juro, por Krenka-Anris, por los dulces ojos de tu madre, por el alma de mi difunto hermano, que fue ese puñal quien lo mató, y no yo!

Hete aquí lo que sucedió, y perdona la caligrafía. Todavía hoy, mientras te relato esto, me siento atenazado por el horror de ese incidente, que se produjo hace bastante más de un siglo.

Mi padre murió. En su lecho de muerte, nos contó a mi hermano y a mí la historia de la Hoja Maldita, Era un instrumento raro y valioso, nos dijo, que procedía de un tiempo en el que dos razas de dioses terribles dominaban el mundo. Estas dos razas de dioses se odiaban y se temían y cada una trataba de imponer su dominio sobre aquellos a los que llamaban
mensch:
los humanos, los elfos y los enanos. Entonces se produjeron las Guerras de los Dioses, terribles batallas de magia que arrasaron un mundo entero hasta que, por fin, ante la amenaza de ser derrotada, una de las razas de dioses causó la separación de los mundos.

Los dioses libraron estas guerras entre sí, sobre todo, pero en ocasiones, cuando se veían superados en número, reclutaban mortales para que los ayudaran. Naturalmente, éstos no podían ser rival para los ataques mágicos de los dioses, de modo que los sartán (por este nombre conocemos a los dioses) armaron a sus partidarios mensch con fantásticas armas mágicas.

La mayoría de estas armas se perdió durante la separación, igual que desapareció mucha de nuestra gente. Al menos, así lo cuentan las leyendas. Sin embargo, unas cuantas permanecieron en manos de los supervivientes, que las conservaron en su poder. El puñal, según una leyenda familiar, es una de tales armas. Mi padre me contó que había visitado a los kenkari para verificarlo.

Los kenkari no pudieron asegurarle que el puñal fuera anterior a la separación, pero estuvieron de acuerdo en su carácter mágico. Le advirtieron que su magia era poderosa y le aconsejaron que no lo utilizara nunca. Mi padre era un hombre tímido y las palabras de los kenkari lo atemorizaron. Hizo construir esa caja especialmente para guardar el arma, que los kenkari habían considerado maldita. Colocó el puñal en la caja y no volvió a mirarlo nunca más.

Le pregunté por qué no lo había destruido y me respondió que los kenkari le habían advertido que no lo intentara. Un arma como aquélla no podía ser destruida jamás, dijeron. Lucharía por sobrevivir y volver con su dueño en tanto que, mientras estuviera en posesión de mi padre, éste podía garantizar que el objeto mágico no tendría poder para causar daño. Si intentaba librarse del puñal—arrojándolo al Torbellino, tal vez— el arma terminaría, simplemente, en manos de otro y podría causar grandes daños. Mi padre juró a los kenkari que la mantendría a salvo y nos obligó a efectuar la misma promesa solemne. Después de su muerte, mientras mi hermano y yo arreglábamos los asuntos pendientes de mi padre, recordamos la historia del puñal. Fuimos al armero, abrimos la caja y encontramos el puñal en el doble fondo. Me temo que, conociendo la timidez de mí padre y su amor por los relatos románticos, no dimos mucho crédito a gran parte de lo que nos había contado. ¿Aquél puñal feo y tosco, forjado por un dios? Mi hermano y yo meneamos la cabeza con una sonrisa de incredulidad.

Y, como suelen hacer los hermanos, nos enzarzamos en una parodia de duelo. (En tiempos de la muerte de mi padre éramos jóvenes. Ésta es la única excusa que puedo ofrecer para nuestra imprudencia.) Mi hermano cogió una de las dagas adornadas y yo empuñé la que llamamos, en son de broma (que la diosa perdone mi escepticismo), la Hoja Maldita.

No creerás lo que sucedió a continuación. Aún hoy, ni siquiera yo mismo estoy seguro de creerlo, pese a que lo vi con mis propios ojos.

Cuando lo tuve en la mano, noté algo extraño en el puñal. Vibraba como si fuera un ser vivo y, de pronto, cuando empecé a lanzar una fingida estocada a mí hermano, se agitó entre mis dedos como una serpiente y..., y me encontré empuñando, en lugar del puñal, una larga espada. Y, antes de que me diera cuenta de qué estaba sucediendo, la hoja de la espada había atravesado limpiamente el cuerpo de mi hermano, rajándole el corazón. Nunca, quizá ni siquiera después de muerto, olvidaré la mueca de horrorizada sorpresa y de dolor que vi en su rostro.

Dejé caer el arma y sostuve a mi hermano, pero no había remedio. Murió en mis brazos, con su sangre empapándome las manos.

Creo que lancé un grito de horror, pero no estoy seguro. Y, cuando al fin levanté la vista, encontré en el umbral de la estancia a nuestro viejo criado.

—¡Ah! —me dijo el viejo An'lee—, ahora eres el único heredero.

Como ves, dio por sentado que había asesinado a mi hermano para hacerme con toda la herencia de nuestro padre.

Le aseguré que se equivocaba y le conté lo sucedido pero, como es lógico, no me creyó. No se lo tuve en cuenta; al fin y al cabo, yo mismo no acababa de creerlo.

El puñal había cambiado de forma otra vez. Volvía a ser como lo ves ahora. Comprendí que, si An'lee no me creía, nadie más lo haría. El escándalo traería la ruina para nuestra familia. El fratricidio se castiga con la muerte y, por tanto, me ahorcarían. El castillo y las tierras serían confiscadas por el rey. Mi madre sería arrojada a las calles y mis hermanas quedarían deshonradas y sin dote. Por grande que fuese mi dolor personal (y con gusto habría confesado el hecho y cumplido la pena), no podía infligir tal perjuicio a la familia.

An`lee era leal y se ofreció a ayudarme a ocultar mi crimen. ¿Qué podía hacer yo, sino seguirle la corriente? Entre los dos, a escondidas, sacamos el cuerpo de mi desdichado hermano del castillo, lo transportamos a un lugar alejado, conocido por ser una zona frecuentada por los bandidos Rumanos, y lo arrojamos allí en una zanja. Después, regresamos al castillo.

Le conté a nuestra madre que mi hermano había oído rumores de partidas de bandidos humanos y había salido a investigar. Cuando fue encontrado el cuerpo, días más tarde, se dio por hecho que había tenido un mal encuentro con el grupo al que buscaba. Nadie sospechó nada. An'lee, fiel servidor, se llevó el secreto a la tumba.

En cuanto a mí, no puedes imaginar, hijo mío, la tortura que he soportado. A veces he creído que el sentimiento de culpa y la pena iban a volverme loco. Noche tras noche, permanecía despierto y acariciaba la idea de arrojarme del parapeto y poner fin a la agonía, de una vez por todas. Pero tuve que seguir viviendo, por el bien de otros, ya que no por el mío.

Me propuse destruir el puñal, pero tenía grabada en la cabeza la advertencia de los kenkari a mi padre. ¿Y si caía en otras manos? ¿Y si decidía matar otra vez? ¿Por qué debía nadie más sufrir lo que había pasado yo? No; como parte de mi penitencia, conservaría la Hoja Maldita en mi poder. Y estoy obligado a transmitirte su custodia. Es la carga que lleva nuestra familia, y que deberá seguir acarreando hasta el fin de los tiempos.

Compadéceme, hijo, y reza por mí. Krenka-Anris, que todo lo ve, conoce la verdad y confío en que me perdonará. Como hará, espero, mi querido hermano.

Y te imploro, hijo mío, por lo que más quieras... por la diosa, por mi recuerdo, por el corazón de tu madre, por los ojos de tu esposa, por tu hijo no nacido... te encarezco que conserves en lugar seguro la Hoja Maldita y que nunca, jamás, la toques o vuelvas a mirarla siquiera.

Que Krenka-Anris esté contigo.

Tu padre, que te quiere.

CAPÍTULO 9

FORTALEZA DE LA HERMANDAD

SKURVASH

ARIANO

Ciang concluyó la lectura y levantó la vista hacia Hugh.

Mientras ella leía la carta,
la Mano
había permanecido en silencio, con las manos en los bolsillos de sus pantalones de cuero y la espalda apoyada en la pared. Por fin, desplazó el cuerpo para apoyar su peso alternativamente sobre ambos pies, cruzó los brazos y bajó la vista al suelo.

—No le das crédito —murmuró la elfa.

Hugh movió la cabeza:

—Un asesino que trata de sacarse de encima un muerto. Dice que nadie sospechó, pero es evidente que no fue así, y el tipo trata de justificarse con su hijo antes de marcharse a la guerra.

Ciang mostró su enfado. Sus labios desaparecieron, convertidos en una fina línea de irritación.

—Si fueras un elfo, lo habrías creído. Incluso hoy, los juramentos que hace no se lanzan a la ligera.

Hugh se sonrojó y se apresuró a disculparse:

—Lo siento, Ciang. No pretendía ser irrespetuoso. Es sólo que... he visto algunas armas mágicas en mi vida y no he conocido ninguna capaz de una cosa así, ni nada parecido.

—¿Y cuántos hombres has conocido que, después de muertos, hayan sido devueltos a la vida, Hugh
la Mano
? —inquirió Ciang con voz suave—. ¿Y cuántos son cuatro brazos? ¿O acaso ahora te niegas a darme crédito a mí, también?

Hugh bajó la vista y la clavó otra vez en el sucio. Con expresión torva y sombría, contempló de nuevo el puñal.

—Entonces, ¿cómo funciona?

—No lo sé —respondió Ciang, también con la mirada fija en la tosca arma—. Tengo algunas suposiciones, pero sólo son eso; suposiciones. Ahora sabes tanto de este asunto como yo.

Hugh se revolvió, inquieto.

—¿Cómo llegó a poder de la Hermandad? ¿Sabrías decirme eso?

—Ya estaba aquí cuando llegué, pero la respuesta no es muy difícil de imaginar. La guerra elfa fue larga y costosa y causó la ruina de muchas familias elfas. Quizás esta noble familia pasó tiempos difíciles y uno de los hijos menores se vio obligado a buscar fortuna y se afilió a la Hermandad. Tal vez trajo consigo la Hoja Maldita; ahora, sólo Krenka-Anris sabe qué sucedió en realidad. El hombre que me precedió en el cargo me entregó la caja con la carta; era un humano que no había leído su contenido, ni lo habría entendido, de haberlo hecho. Sin duda, sólo eso explica que permitiera que el puñal se entregara en préstamo.

—¿Y tú nunca has permitido que nadie lo usara? —preguntó Hugh con una mirada penetrante.

—Jamás. Olvidas, amigo mío —añadió Ciang—, que ayudé a enterrar al hombre de los cuatro brazos. Pero, por otra parte, ninguno de nosotros se ha visto tampoco, hasta hoy, en la obligación de matar a un dios.

—¿Y crees que con esa arma es posible hacerlo?

—Si crees el relato, fue creada precisamente con ese propósito. He pasado la noche estudiando la magia sartán; aunque ese hombre al que debes matar no es uno de ellos, la base de la magia que utiliza es, en esencia, la misma.

Ciang se puso en pie y se desplazó con paso lento desde la silla hasta las inmediaciones de la mesa sobre la que descansaba la caja del puñal. Sin dejar de hablar, pasó delicadamente la larga uña del índice por la empuñadura, siguiendo las marcas del martillo en el metal, Pero tuvo buen cuidado de no tocar la hoja en sí, la hoja marcada de runas.

—Un mago de Paxaria, que vivió en los tiempos en que los sartán vivían todavía en el Reino Medio, hizo un intento de desentrañar los secretos de la magia sartán. No es un caso raro. Sinistrad, el hechicero, hizo lo mismo, según me han dicho...

La mirada de Ciang se desvió en dirección a Hugh. Él frunció el entrecejo y asintió, pero no dijo nada.

—Según ese mago la magia sartán es muy distinta de la elfa. Y de la humana. Su magia no se basa en manipular sucesos naturales como la humana, ni se utiliza para potenciar la mecánica, como hacemos los elfos. Vuestra magia y la nuestra funcionan con lo pasado o con lo que existe aquí y ahora; la de los sartán controla el futuro. Y eso es lo que la hace tan poderosa. Y la utilizan controlando el flujo de las posibilidades,

Hugh puso expresión de perplejidad. Ciang hizo una pausa para reflexionar.

—¿Cómo puedo explicártelo? Supongamos, amigo mío, que estamos en esta sala cuando, de repente, trece hombres entran en tromba por esa puerta para atacarte. ¿Qué harías?

Hugh le dedicó una mueca irónica.

—Saltar por la ventana.

Ciang sonrió y apoyó la mano en su hombro.

—Siempre prudente, amigo mío. Gracias a ello has vivido tanto. Sí, ésa sería una posibilidad, desde luego. Y aquí hay numerosas armas que te ofrecen muchas otras alternativas. Podrías utilizar una pica para mantener a raya a los atacantes. Podrías arrojarles unas flechas explosivas elfas. Incluso podrías echarles una de esas pociones humanas que desencadenan tormentas de fuego. Tendrías a tu alcance todas estas posibilidades.

»Y existen otras, amigo mío. Algunas más extrañas, pero todas posibles. Por ejemplo, el techo podría desplomarse inesperadamente y aplastar a tus enemigos. El peso de todos ellos podría provocar el hundimiento del suelo bajo sus pies. Podría entrar volando por la ventana un dragón y devorarlos.

—¡No es probable! —exclamó Hugh con una breve risa tétrica.

—Pero reconoces que es posible, ¿no?

—¡Cualquier cosa es posible!

—Casi cualquiera. Aunque, cuanto más improbable es la posibilidad, más poder se necesita para producirla. Los sartán tienen la facultad de escrutar el futuro, estudiar las posibilidades y escoger aquella que más les conviene. Entonces, la invocan y hacen que cobre realidad. Así fue, amigo mío, como fuiste devuelto a la vida.

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