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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (5 page)

BOOK: En el Laberinto
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Samah no respondió. Volvió a hundir la cabeza.

El Señor del Nexo se apartó de la pared de piedra y se plantó ante Samah; alargó la mano hasta colocarla bajo la mandíbula del sartán y tiró de ella hacia arriba y hacia atrás, obligando a Samah a levantar la vista.

El sartán se encogió en un gesto defensivo. Cerró las manos en torno a las muñecas del viejo patryn e intentó liberarse de la presa, pero Xar era poderoso y su magia estaba intacta. Las runas azules emitieron un destello. Samah exhaló un gemido de dolor y apartó las manos como si hubiera tocado unas brasas encendidas.

Los delgados dedos de Xar se hundieron profunda y dolorosamente en la mandíbula del sartán.

—¿Dónde está la Séptima Puerta?

Samah lo miró con perplejidad y Xar, complacido, vio —¡por fin!—el miedo en los ojos del sartán.

—¿Dónde está la Séptima Puerta? —repitió, estrujando la cara de Samah.

—No sé... de qué me hablas —murmuró a duras penas el sartán.

—Me alegro —replicó Xar con satisfacción—. De momento, tendré el placer de enseñarte. Entonces me lo dirás.

Samah logró sacudir la cabeza.

—¡Antes muerto! —jadeó.

—Sí, es probable que antes te mate —asintió Xar—. Y
entonces
me lo dirás. Tu cadáver me lo dirá. He dominado el arte, ¿sabes? Ese arte que tú has venido a aprender. Haré que te lo enseñen también a ti, aunque para entonces no te servirá de mucho.

Xar soltó al sartán y se limpió las manos en la ropa. No le gustaba la sensación del agua de mar en la piel y ya podía apreciar el efecto debilitador sobre su magia rúnica. Se dio la vuelta con gesto cansino y abandonó la celda. Los barrotes de hierro reaparecieron en la puerta cuando el Señor del Nexo la hubo dejado atrás.

—Lo único que lamento es no tener fuerza suficiente para enseñarte yo mismo. Pero te espera uno que, como yo, también desea venganza. Creo que lo conoces; intervino en tu captura.

Samah se puso en pie y sus manos se aferraron a los barrotes.

—¡Me equivoqué! ¡Mi pueblo cometió un error, lo reconozco! No puedo ofrecerte ninguna excusa salvo, que tal vez, que nosotros también sabemos qué es vivir en el miedo. Ahora me doy cuenta. Alfred, Orla... Ella tenía razón. —Samah cerró los ojos con una mueca de dolor y exhaló un profundo suspiro. Cuando volvió a abrirlos, clavó la vista en Xar y sacudió los barrotes—. Pero tenemos un enemigo común —dijo—. Un enemigo que nos destruirá a todos. A nuestros dos pueblos, a los mensch... ¡A todos!

—¿Y qué enemigo es ése? —Xar estaba jugando con su víctima.

—¡Las serpientes dragón! O la forma que adopten. Esas criaturas pueden transformarse en cualquier cosa, Xar. Eso es lo que las hace tan peligrosas y tan poderosas. Ese Sang-drax, el que me capturó... es una de ellas.

—Sí, lo sé—respondió Xar—. Me ha resultado muy útil.

—¡Eres tú quien está siendo utilizado! —exclamó Samah con frustración. Hizo una pausa, tratando desesperadamente de encontrar algún modo de demostrar lo que decía—. Seguro que uno de los tuyos te habrá alertado. Ese joven patryn, el que llegó a Chelestra... El descubrió la verdad acerca de las serpientes dragón e intentó avisarme, pero no le hice caso. No le creí. Y abrí la Puerta de la Muerte. El y Alfred... ¡Haplo! Ése era el nombre que utilizaba: Haplo.

—¿Qué sabes de Haplo?

—Él descubrió la verdad —insistió Samah tétricamente—. Intentó hacerme entender... Estoy seguro de que también te habrá alertado a ti, su Señor.

«¿De modo que así me muestras tu agradecimiento, Haplo? —preguntó Xar a las cerradas sombras—. Ésta es tu gratitud por haberte salvado la vida, hijo. Me pagas con la traición.»

—Tu plan ha fracasado, Samah —replicó con frialdad—. Tu intento de corromper la fidelidad de mi sirviente ha sido vano. Haplo me lo contó todo, lo reconoció todo. Si quieres hablar, sartán, hazlo de algo interesante. ¿Dónde está la Séptima Puerta?

—Es evidente que Haplo no te lo ha contado todo —dijo Samah con una mueca de ironía en los labios—. De lo contrario, ya conocerías la respuesta. Él estuvo allí. Él y Alfred; al menos, eso es lo que he deducido de algo que dijo Alfred. Al parecer, tu Haplo no confía en ti más de lo que Alfred en mí. Me pregunto dónde nos equivocaríamos...

Xar estaba molesto, aunque tuvo buen cuidado de no demostrarlo. ¡Haplo otra vez! Haplo sabía... ¡y él, no! Era enloquecedor.

—La Séptima Puerta —repitió Xar, como si no hubiese oído nada.

—Eres un estúpido —murmuró Samah con gesto abatido. Soltó los barrotes y se dejó caer de nuevo en el banco de piedra—. Un estúpido. Igual que yo lo fui. Estás condenando a tu pueblo. —Con un suspiro, hundió la cabeza entre las manos—. Igual que yo he condenado al mío.

Xar hizo un gesto seco e imperioso. Sang-drax se apresuró por el pasadizo en penumbra, desagradablemente húmedo.

El Señor del Nexo estaba en un dilema. Deseaba ver sufrir a Samah, desde luego, pero también lo quería muerto. Notaba una comezón en los dedos. En su cerebro, ya estaba trazando las runas de la nigromancia que darían inicio a la terrible resurrección.

Sang-drax entró en la celda. Samah no alzó la mirada, aunque Xar notó que el cuerpo del sartán se ponía tenso en una reacción involuntaria, disponiéndose a soportar lo que se avecinaba.

Xar se preguntó qué sería esto. ¿Qué se proponía hacer la serpiente dragón? La curiosidad le hizo olvidar por un instante su impaciencia por ver terminado todo aquello.

—Empieza —dijo a Sang-drax.

La serpiente dragón no se movió. No levantó la mano contra Samah, ni invocó el fuego ni el metal. Pero, de pronto, Samah echó atrás la cabeza. Sus ojos, abiertos de terror, contemplaron algo que sólo él veía. Levantó las manos e intentó emplear las runas sartán pata defenderse pero, empapado como estaba con el agua del mar de Chelestra que anulaba su magia, ésta no surtió efecto.

Y quizá no habría funcionado en ningún caso, pues Samah combatía contra un enemigo surgido de su propia mente, un enemigo salido de las profundidades de su propia ciencia al que habían dado vida las insidiosas facultades de la serpiente dragón.

Samah soltó un grito, se incorporó de un salto y se lanzó contra la pared de piedra en un esfuerzo de escapar.

No había escapatoria. Se tambaleó como si hubiera recibido un golpe tremendo y lanzó un nuevo grito, esta vez de dolor. Quizás unas zarpas afiladas le estaban desgarrando la piel, o unos colmillos le desgarraban la carne o acababa de acertarle en el pecho una flecha. Se derrumbó en el suelo, retorciéndose de agonía. Después, tras un estremecimiento, se quedó inmóvil.

Xar lo miró un momento y torció el gesto.

—¿Está muerto? —El patryn estaba decepcionado. Aunque ahora podía empezar a practicar sus artes nigrománticas, la muerte había llegado demasiado deprisa; había sido demasiado fácil.

—¡Espera!— le previno la serpiente dragón, y pronunció una palabra en sartán.

Samah se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, con las manos en una herida inexistente. Miró a su alrededor con pánico, recordando lo sucedido. Se puso en pie, prorrumpió en un alarido grave y hueco y corrió al otro extremo de la celda. El fantasma que lo atacaba se abatió sobre él otra vez. Y otra.

Xar escuchó los gcritos aterrorizados del sartán y asintió satisfecho.

—¿Cuánto durará esto? —preguntó a Sang-drax, quien permanecía apoyado en uno de los muros, contemplando la escena con una sonrisa.

—Hasta que muera..., hasta que muera de verdad. El miedo, el agotamiento, el terror, acabarán por matarlo. Pero morirá sin una marca en el cuerpo. ¿Cuánto tiempo? Depende de lo que a ti te plazca, mí Señor Xar.

—Deja que continúe —decidió éste por último, tras reflexionar—. Iré a interrogar al otro sartán. Quizás él esté mucho más dispuesto a hablar, con los gritos de su compatriota resonando en los oídos. Cuando vuelva, preguntaré una vez más a Samah por la Séptima Puerta. Después, podrás poner fin al tormento.

La serpiente dragón asintió. Xar dedicó un momento más a contemplar cómo el cuerpo de Samah se contorsionaba y sacudía entre terribles dolores; después, abandonó la celda del enemigo ancestral y avanzó por el pasadizo hasta llegar junto a Marit, que aguardaba ante la mazmorra del otro sartán.

El llamado Zifnab.

CAPÍTULO 3

ABARRACH

El viejo estaba acurrucado en la celda. Tenía un aspecto patético y macilento. En el momento en que un alarido explosivo de tormento insoportable surgió de los labios de Samah, el viejo se estremeció y se llevó a los ojos la punta de su barba cana amarillenta. Xar lo observó desde las sombras y llegó a la conclusión de que aquel despojo sartán se desmoronaría en un amasijo tembloroso si le daba un puntapié.

Xar se acercó a la puerta y, con un gesto, indicó a Marit que utilizara la magia rúnica para disolver los barrotes.

Las ropas empapadas del viejo se adherían a su cuerpo, lastimosamente flaco. El cabello le caía por la espalda en una masa goteante y el agua también rezumaba de su barba desordenada. Sobre el lecho de piedra, a su lado, había un ajado sombrero puntiagudo. Según todas las apariencias, el viejo había intentado escurrir el agua del sombrero, que ofrecía un aspecto retorcido y maltratado. Xar observó el sombrero con suspicacia, pensando que podía ser una fuente oculta de poder, y recibió la extraña impresión de que el sombrero estaba resentido del trato.

—Ése que oyes gritar es tu amigo —comentó Xar con despreocupación, al tiempo que tomaba asiento junto al prisionero con buen cuidado de no mojarse.

—Pobre Samah —dijo el viejo, temblando—. Algunos dirían que tiene su merecido, pero —su tono se hizo más suave— sólo hizo lo que creía que era más acertado. Lo mismo que tú, Señor del Nexo.

El prisionero levantó la cabeza y lanzó una penetrante mirada a Xar con una mueca de astucia desconcertante.

—Lo mismo que tú —repitió—. ¡Ah!, si hubieras sido más razonable... Si él hubiera sido más razonable... —inclinó la cabeza en dirección a los gritos y emitió un leve suspiro.

Xar frunció el entrecejo. No era así como había previsto que se desarrollaran las cosas.

—Eso mismo te espera a ti dentro de poco, Zifnab.

—¿Dónde...? —El viejo miró alrededor con curiosidad.

—¿Dónde, que? —Xar estaba irritándose por momentos.

—¿Zifnab? Creía... —el prisionero parecía profundamente ofendido—, creía que ésta era una celda privada.

—No intentes uno de tus trucos conmigo, viejo estúpido. No me dejaré engañar... como le sucedió a Haplo.

Los gritos de Samah cesaron por un instante; luego, se reanudaron. El viejo miraba a Xar con cara inexpresiva, aguardando a que el Señor del Nexo continuara.

—¿Quién? —inquinó por último.

Xar estuvo tentado de empezar a torturarlo allí mismo y sólo logró contenerse gracias a un poderoso esfuerzo de voluntad.

—Haplo. Lo conociste en el Nexo, junto a la Última Puerta, la que conduce al Laberinto. Alguien te vio y te escuchó allí, de modo que no te hagas el tonto.

—¡Yo nunca me hago el tonto! —El prisionero se irguió con arrogancia—. ¿Quién me vio?

—Un niño, un tal Bane. ¿Qué sabes de Haplo? —inquinó Xar.

—Haplo... Sí, me parece que recuerdo... —El viejo dio nuevas muestras de inquietud y alargó una mano mojada y temblorosa—. ¿Un tipo bastante joven, con tatuajes azules, al que acompaña un perro?

—Sí —masculló Xar—, ése es Haplo.

El viejo agarró la mano de Xar y la estrechó calurosamente.

—Haz el favor de darle recuerdos míos...

Xar apartó la mano al instante y dirigió la vista hacia ella; percibió con disgusto la debilidad de los signos allí donde el agua de Chelestra había tocado la piel.

—De modo que he de darle a Haplo, un patryn, recuerdos de un sartán... —Se secó la mano en la ropa y añadió—; Así pues, mi enviado es un traidor, como vengo sospechando desde hace mucho tiempo.

—No, Señor del Nexo, te equivocas —replicó el prisionero en tono franco y bastante apenado—. De todos los patryn, Haplo es el más leal a ti. Él os salvará a ti y a tu pueblo, si le concedes la oportunidad.

—¿Que él me salvará? ¿A mí? —Xar se quedó boquiabierto de asombro. Por fin, sonrió tétricamente—. Será mejor que se preocupe de salvarse a sí mismo. Lo mismo que deberías hacer tú, sartán. ¿Qué sabes de la Séptima Puerta?

—La ciudadela—dijo el viejo.

—¿Qué? —Inquirió Xar con fingida despreocupación—. ¿Qué has dicho de la ciudadela?

El prisionero abrió la boca, dispuesto a responder, cuando de pronto soltó un grito de dolor, como si hubiera recibido una patada.

—¿Por qué has hecho eso? —exclamó, volviéndose en redondo y dirigiéndose al vacío—. No he dicho nada que... Bueno, por supuesto, pero pensaba que tú... ¡Oh, muy bien!

Con gesto mohíno, se volvió otra vez y dio un respingo al ver a Xar.

—¡Oh, hola! ¿Nos han presentado?

—¿Qué has dicho de la ciudadela? —repitió Xar. El Señor del Nexo tenía la certeza de haber oído algo acerca de una ciudadela, pero no era capaz de recordar qué.

—¿La ciudadela? ¿Qué ciudadela? —El anciano prisionero parecía desconcertado.

Xar emitió un suspiro.

—Te he preguntado por la Séptima Puerta y tú has mencionado la ciudadela.

—Pero no está ahí. Rotundamente, no —aseguró el viejo con un enérgico gesto de cabeza. Ganó tiempo dirigiendo la mirada con aire nervioso a todos los rincones de la celda y, por fin, añadió en voz alta—: Lo lamento por Bane.

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