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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (3 page)

BOOK: En el Laberinto
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Se encogió de hombros, levantó el libro y leyó en voz alta:

—«Y todo se consumó a través de la Séptima Puerta.» ¿Cómo? ¿Qué significa eso, dinasta? ¿O acaso no significa nada? No es fácil saberlo; a vosotros, los sartán, os produce un gran placer jugar con las palabras.

—Yo diría que significa mucho, Señor del Nexo. —Por un instante, un leve destello de siniestra diversión dio auténtica vida a los ojos muertos—. En cuanto a cuál sea ese significado, no lo sé ni me importa.

Kleitus alargó una mano, de piel blancoazulada salpicada de sangre y uñas negras, y, vuelto hacia la puerta, pronunció una runa sartán.

Los signos patryn que protegían la puerta se desmoronaron. Kleitus se abrió paso y abandonó la estancia.

Xar habría podido mantener las runas en su lugar frente a la magia del dinasta, pero no deseaba malgastar sus energías. ¿Para qué molestarse? Que se marchara; el lázaro ya no le sería de más utilidad,

La Séptima Puerta. La cámara donde los sartán habían separado el mundo. ¿Quién sabía qué poderosa magia existía aún en tal lugar?

Si era cierto que Kleitus conocía la ubicación de la Séptima Puerta, reflexionó el Señor del Nexo, no necesitaba de Haplo para que lo condujera. Era evidente, pues, que el lázaro quería a Haplo por sus propios motivos. ¿Por qué? Era cierto que Haplo había escapado de las manos del dinasta y a la persecución asesina de los lázaros, pero resultaba improbable que Kleitus le tuviera un especial rencor por ello. El lázaro odiaba a todos los seres vivos, sin excepción. No destacaría a uno en concreto si no tuviera un motivo especial para ello.

Haplo tenía o sabía algo que Kleitus codiciaba. ¿Qué podía ser? Era preciso preservar a Haplo, se dijo Xar. Al menos, hasta que descubriera el misterio.

Se concentró de nuevo en el libro y fijó la vista en las runas sartán hasta que las hubo grabado en su memoria. Un revuelo en el pasillo y unas voces que pronunciaban su nombre lo perturbaron.

Se levantó de la mesa, cruzó la estancia y abrió la puerta. Varios patryn deambulaban arriba y abajo por el corredor.

—¿Qué queréis?

—¡Mi Señor! ¡Te hemos buscado por todas partes!

La mujer que había respondido hizo una pausa para recuperar el aliento. Xar advirtió su excitación. Los patryn eran disciplinados; de ordinario, no dejaban exteriorizar sus emociones.

—¿Qué sucede, hija?

—Hemos capturado dos prisioneros, mi Señor. Los hemos cogido cuando salían de la Puerta de la Muerte.

—¿De veras? Una excelente noticia. ¿Qué...?

—¡Escúchame, mi Señor! —En circunstancias normales, ningún patryn habría osado interrumpir a Xar; sin embargo, la mujer era presa de tal agitación que no pudo contenerse—: Los dos son sartán. Y uno de ellos es...

—¡Alfred! —conjeturó Xar.

—No, mi Señor. Uno de ellos es Samah...

¡Samah! El presidente del Consejo de los Siete sartán.

Samah, que había permanecido durante largos siglos en estado de animación suspendida en Chelestra.

Samah. El mismo Samah que había provocado la destrucción de los mundos.

Samah, que había arrojado a los patryn al Laberinto.

En aquel instante. Xar casi habría creído en la existencia de aquel poder superior del que Haplo no dejaba de parlotear. Y casi habría creído en él por poner en sus manos a Samah.

CAPÍTULO 2

ABARRACH

Samah. Él, entre todas las espléndidas presas. Samah el sartán que había urdido todo el complot para separar el mundo, El sartán que había vendido tal idea a su pueblo. El sartán que había tomado en pago la sangre de los suyos y las de incontables miles de inocentes. El sartán que había encerrado a los patryn en la infernal prisión del Laberinto.

Y el sartán que, sin duda, conocía la localización de la Séptima Puerta, se dijo de pronto.

—No sólo eso —masculló Xar por lo bajo, mientras volvía la vista al libro una vez más—, sino que probablemente se negará a decirme dónde está o a contarme nada al respecto, —Xar se frotó las manos—. ¡Así tendré el inmenso placer de obligar a Samah a hablar!

En el palacio de piedra de Abarrach había mazmorras. Haplo había informado a Xar de su existencia, después de haber estado al borde de la muerte entre sus muros.

¿Para qué habían utilizado aquellas mazmorras los antiguos sartán? ¿Como prisiones para los mensch descontentos? ¿O tal vez los sartán habían intentado incluso alojar a los mensch allí abajo, lejos de la corrompida atmósfera de las cavernas de arriba, aquella atmósfera que emponzoñaba lentamente a todos los seres vivientes que los sartán habían llevado con ellos a aquel mundo? Según el informe de Haplo, allí abajo había otras estancias, además de celdas. Salas grandes, de tamaño suficiente para contener a gran número de personas. Unas runas sartán trazadas en el suelo mostraban el camino a aquellos que conocían los secretos de su magia.

En unos candelabros de pared ardían unas antorchas; a su luz, Xar distinguió aquí y allá los trazos de aquellas runas sartán. Pronunció una palabra —una palabra sartán— y observó cómo los signos mágicos cobraban vida con un débil resplandor; brillaban tenuemente durante unos instantes y volvían a apagarse, con su magia disgregada y agotada.

Xar se rió por lo bajo. Aquél era un juego que practicaba por todo el palacio y del cual nunca se cansaba. Las runas resultaban simbólicas: al igual que sucedía con la magia de aquellos signos mágicos, el poder de los sartán había brillado brevemente para luego apagarse, disgregado y agotado.

Tal como, ahora, moriría Samah. Xar se frotó las manos otra vez, con expectación.

En esta ocasión, las catacumbas estaban vacías. En los días anteriores a la creación accidental de los terribles lázaros, las dependencias habían sido empleadas para acoger a los muertos; es decir, a las dos clases de muertos: a los que habían sido reanimados y a los que aguardaban la resurrección. Allí se conservaban los cuerpos mientras transcurría el plazo de tres días que debía respetarse antes de proceder a devolverles la vida. Allí, también, se encontraban los esporádicos casos de muertos que, una vez reanimados, habían demostrado ser una molestia para los vivos. Uno de ellos había sido la propia madre de Kleitus.

Pero, ahora, las celdas estaban vacías. Todos los muertos habían sido liberados. Algunos, convertidos en lázaros; otros —como la reina madre—, fallecidos hacía demasiado tiempo como para resultar de utilidad a los lázaros, vagaban a su antojo por las estancias subterráneas. A la llegada de los patryn, estos muertos habían sido agrupados y encuadrados en ejércitos, que ahora aguardaban la llamada a la batalla.

Las catacumbas eran un lugar deprimente en un mundo de lugares deprimentes. A Xar no le había gustado en ningún momento la idea de descender allí abajo y, en realidad, no había vuelto a hacerlo desde su primera y breve visita de inspección. La atmósfera era cargada, rancia y gélida. El olor a podredumbre que impregnaba el aire resultaba fétido. Incluso podía captar su sabor. Las antorchas chisporroteaban y humeaban lánguidamente.

Sin embargo, en esta ocasión, Xar no se percató de ese sabor o, en cualquier caso, le dejó un regusto dulzón en la boca. Cuando emergió de los pasadizos en la zona de celdas, vio dos siluetas que lo observaban entre las sombras. Una de ellas correspondía a la mujer que le había anunciado la noticia, una joven llamada Marit, a quien había enviado por delante para que preparase su llegada. Aunque no la distinguía con claridad en aquella lóbrega penumbra, Xar la reconoció por el leve resplandor azulado de los signos mágicos de su piel, en permanente actividad para mantenerla con vida en aquel mundo de muertos vivientes.

Respecto a la otra silueta, la del hombre, Xar la reconoció precisamente porque no se apreciaba el menor resplandor en su piel. Por eso y por el hecho de que, en cambio, lo que brillaba en ella era uno de sus ojos, de un rojo encendido.

—Mi Señor... —Marit hizo una profunda reverencia.

—Mi Señor... —La serpiente dragón con forma humana saludó también con una venia, pero aquel único ojo rojo (el otro le faltaba) no perdió de vista a Xar ni un solo instante.

Al Señor del Nexo no le gustó aquello. No le agradaba el modo en que aquel ojo lo observaba siempre; parecía aguardar el momento en que bajara la guardia para atravesarlo con su roja mirada como si fuese una espada. Y tampoco le agradaba la risa secreta que estaba seguro de reconocer en aquel único ojo encarnado. Lo cierto era que la mirada de aquel ojo siempre resultaba obsequiosa y servil y que Xar nunca descubría tal risa secreta cuando lo observaba directamente, pero el Señor del Nexo tenía la permanente sensación de que el ojo emitía un destello burlón tan pronto como él apartaba la vista de la criatura.

Xar no dejaba traslucir jamás lo mucho que lo irritaba aquel ojo rojo, la incomodidad que le producía. Incluso había convertido a Sang-drax (el nombre mensch de la serpiente dragón) en su ayudante personal. Así Xar podía mantener la vigilancia sobre la criatura.

—Todo está dispuesto para tu visita, señor Xar. —Sang-drax pronunció las palabras con el más absoluto respeto—. Los prisioneros están en celdas separadas, como has ordenado.

Xar volvió la mirada hacia la hilera de celdas. Resultaba difícil distinguir algo a la débil luz de las antorchas, que también parecían sofocarse en aquel aire viciado. La magia patryn había podido iluminar aquel lugar nefasto con todo el brillo de un día en el soleado mundo de Pryan, pero los patryn habían aprendido por amarga experiencia que no se debía malgastar la magia en tales lujos. Además, después de su prolongada existencia en el peligroso mundo del Laberinto, la mayoría de los patryn se sentían más cómodos bajo la protección de la oscuridad.

El Señor del Nexo se mostró disgustado:

—¿Dónde está la guardia que he ordenado colocar? —Se volvió a Marit y añadió—: Esos sartán son peligrosos. Podrían ser capaces de liberarse de nuestros hechizos.

La mujer se giró hacia Sang-drax. Su mirada no fue amistosa; era evidente que Marit desconfiaba de la serpiente dragón y sentía aversión por la criatura.

—Yo quería hacerlo, mi Señor. Pero éste me lo ha impedido.

Xar dirigió una mirada ominosa a Sang-drax. La serpiente dragón con forma de patryn le dedicó una sonrisa de disculpa y extendió las manos. Runas patryn, similares en apariencia a las que tatuaban las manos de Xar y de Marit, adornaban el revés de aquéllas. Pero los signos mágicos de las manos de la criatura no resplandecían y, si otro patryn hubiera intentado descifrarlos, habría advertido que carecían de sentido. Aquellas runas eran un mero disfraz; no formaban ninguna estructura. Sang-drax no era ningún patryn.

De lo que Xar no estaba seguro era en dónde encajarlo. Sang-drax se llamaba a sí mismo «dragón», decía proceder del mundo de Chelestra y proclamaba que él y otros de su especie eran leales a Xar y sólo vivían para servir al Señor del Nexo y para apoyar su causa. Haplo se refería a aquellas criaturas como «serpientes dragón» e insistía en que eran seres traicioneros en quienes no se debía confiar.

Xar no tenía motivos para dudar del dragón, serpiente dragón o lo que fuera. Al servir a Xar, Sang-drax no hacía más que mostrar buen juicio. Con todo, al Señor del Nexo no le gustaba aquel ojo encendido, que no parpadeaba jamás, ni la risa burlona que nunca lograba ver pero que, estaba seguro, aparecería en la criatura tan pronto como le volviera la espalda.

—¿Por qué has contrariado mis órdenes? —quiso saber.

—¿Cuántos patryn serían necesarios para custodiar al gran Samah? —fue la respuesta de Sang-drax—. ¿Cuatro? ¿Ocho? ¿Bastaría con éstos? ¡Estamos hablando del sartán que obró la separación de los mundos!

—De modo que, como los guardianes no iban a ser de utilidad, has mandado retirarlos a todos... ¡Una decisión muy lógica! —exclamó Xar con un bufido.

Sang-drax captó la ironía del comentario y sonrió, pero recuperó inmediatamente la seriedad.

—Ahora, Samah está privado de sus poderes. En su estado actual, hasta un chiquillo podría vigilarlo.

—¿Está herido? —inquirió Xar con aire preocupado.

—No, mi Señor. Está mojado.

—¿Mojado?

—Es cosa del mar de Chelestra, mi Señor. Su agua anula los poderes mágicos de tu especie. —La voz de la serpiente dragón hizo especial hincapié en las dos últimas palabras.

—¿Y cómo ha sido que Samah se empapó de agua de ese mundo antes de penetrar en la Puerta de la Muerte?

—No sabría decirte, Señor del Nexo, pero ha resultado muy oportuno.

—¡Hum! De todos modos, Samah no tardará en secarse y entonces sí que serán precisos los guardias...

—Sería una pérdida, de tiempo y de energías, mi Señor Xar. Tu gente no es muy numerosa y tiene demasiados asuntos urgentes de suma importancia de que ocuparse. Los preparativos para tu viaje a Pryan...

—¡Ah! De modo que iré a Pryan, ¿no?

Sang-drax se mostró algo desconcertado.

—Creía que ésta era tu intención, mi Señor. Cuando tratamos el asunto, dijiste...

—Dije que estudiaría la idea de ir a Pryan, no que hubiera tomado la decisión. —Xar dedicó una mirada de severidad a la serpiente dragón—. Te noto insólitamente interesado en hacerme viajar a ese mundo en concreto. Me pregunto si tienes alguna razón especial para ello...

—Tú mismo has dicho, mi Señor, que los titanes de Pryan serían un formidable refuerzo para el ejército. Además, creo muy probable que pudieras encontrar la Séptima Puerta en...

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