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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (4 page)

BOOK: En el Laberinto
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—¿La Séptima Puerta? ¿Cómo te has enterado de su existencia?

Decididamente, Sang-drax dio muestras de perplejidad.

—Bueno... Kleitus me ha contado que la buscas, mi Señor.

—¿Eso ha hecho?

—Sí, mi Señor. Hace un momento.

—¿Y qué sabes tú de la Séptima Puerta?

—Nada, Señor, te lo aseguro...

—Entonces, ¿por qué hablas de ello?

—Ha sido el lázaro quien ha sacado el tema a colación. Yo sólo quería...

Xar rara vez se había sentido tan furioso. Parecía como si él fuese el único que no había oído hablar nunca de la Séptima Puerta. Muy bien, se dijo; aquello se acabaría enseguida.

—¡Ya basta! —Exclamó, al tiempo que lanzaba una mirada de soslayo a Marit—, Hablaremos de este asunto más tarde, Sang-drax. Cuando nos hayamos ocupado de Samah. Confío en que obtendré de él respuestas a mis preguntas. Y, respecto a los guardias...

—Permíteme que te sirva, mi Señor. Utilizaré mi propia magia para custodiar a los prisioneros. No necesitarás nada más.

—¿Insinúas que tu magia es más poderosa que la nuestra, que la magia patryn? —Xar hizo la pregunta en un tono ligero. Un tono peligroso, para quienes lo conocían.

Y Marit lo conocía. La patryn se apartó un par de pasos de la serpiente dragón.

—No es cuestión de cuál sea más poderosa, mi Señor —replicó Sang-drax humildemente—, pero afrontemos los hechos: los sartán han aprendido a defenderse de la magia patryn igual que vosotros, mi Señor, podéis defenderos frente a la suya. En cambio, los sartán no han aprendido a enfrentarse a nuestra magia. Como recordarás, mi Señor, los derrotamos en Chelestra...

—Por muy poco.

—Pero eso fue antes de que se abriera la Puerta de la Muerte. Ahora, nuestra magia es mucho más poderosa. —De nuevo, Xar percibió su amenazadora suavidad—. He sido yo quien ha capturado a esos dos.

Xar se volvió a Marit, que confirmó el hecho con un gesto de asentimiento.

—Sí —murmuró la patryn—. Él los trajo hasta nuestro puesto de guardia, a las puertas de Necrópolis.

El Señor del Nexo permaneció pensativo. Pese a las explicaciones de Sang-drax, a Xar no le gustaba el engreimiento implícito en la declaración de la serpiente dragón. Tampoco le gustaba tener que reconocer que la criatura tenía razón en parte. Samah. El gran Samah. ¿Quién entre los patryn podría custodiarlo con eficacia? «Sólo yo mismo», se dijo.

Sang-drax parecía dispuesto a seguir discutiendo, pero Xar atajó sus intenciones con un gesto impaciente de su mano.

—Sólo hay un modo seguro de impedir que Samah escape, y es matarlo.

La serpiente dragón puso objeciones a cal propuesta:

—Pero, mi Señor, sin duda querrás sonsacarle información...

—Desde luego —asintió Xar, tranquilo y satisfecho—. Y la obtendré... ¡de su cadáver!

—¡Ah! —Sang-drax hizo una reverencia—. Has adquirido el arte de la nigromancia. Mi admiración por ti es ilimitada, Señor del Nexo.

La serpiente dragón se acercó un poco más con aire furtivo; su roja pupila brilló a la luz de una antorcha.

—Samah morirá corno ordenas, mi Señor, pero... no hay necesidad de apresurarse. Creo que el sartán debería experimentar lo mismo que ha sufrido tu pueblo. Creo que deberías obligarlo a soportar una parte, al menos, del tormento que tu pueblo ha tenido que soportar.

—Sí —Xar tomó aire con un temblor en los labios—. ¡Sí, Samah sufrirá, te lo aseguro! Yo, personalmente...

—Permíteme, mi Señor —le rogó la serpiente dragón—. Tengo un talento bastante especial para esos asuntos. Tú limítate a observar y verás cómo quedas complacido. Si no es así, sólo tienes que ocupar mi lugar.

—Está bien. —Xar observó, con sorpresa, que la serpiente dragón casi jadeaba de impaciencia—. Pero antes quiero hablar con él. A solas —añadió cuando Sang-drax se aprestó a acompañarlo—. Tú espérame aquí. Marit me conducirá hasta él.

—Como desees, mi Señor. —La criatura disfrazada de patryn hizo una nueva reverencia y, al incorporarse, añadió en tono solícito—: Ten cuidado, mi Señor, de que no te alcance una gota de esa agua de mar.

Xar le lanzó una mirada furiosa. Después, desvió la vista, pero volvió a dirigirla hacía la criatura y, una vez más, le pareció advertir un destello de burla en aquel ojo encarnado.

El Señor del Nexo no replicó al comentario. Dio media vuelta sobre sus talones y se alejó, adentrándose en el pasadizo de celdas vacías. Marit avanzó a su lado. Los signos mágicos de los brazos y las manos de ambos patryn emitían un fulgor rojo azulado que era algo más que una mera respuesta a la atmósfera ponzoñosa de Abarrach.

—No confías en él, ¿verdad, hija?
{3}
—preguntó Xar a su acompañante,

—No me corresponde a mí confiar o desconfiar de aquel a quien mi Señor distingue con su favor —respondió Marit ceremoniosamente—. Si mi Señor confía en ese ser, yo acepto el juicio de mi Señor.

Xar aprobó la respuesta con un gesto de asentimiento.

—Tú eras una corredora,
{4}
¿verdad?

—Sí, mi Señor.

Xar aminoró la marcha y posó su nudosa mano en la suave piel tatuada de la joven.

—Yo también. Y ninguno de los dos sobrevivimos al Laberinto confiando en nada ni en nadie más que en nosotros mismos. ¿Tengo razón hija?

—Sí, mi Señor. —La mujer pareció aliviada.

—Entonces, ¿querrás no perder de vista a esa serpiente tuerta?

—Desde luego, mi Señor. —Al observar que Xar miraba a su alrededor con gesto nervioso, Marit añadió—: La celda de Samah está por aquí. El otro prisionero está encerrado en el otro extremo de la hilera de celdas. He considerado preferible no colocarlos demasiado cerca, aunque el segundo prisionero parece inofensivo.

—Sí, había olvidado que eran dos. ¿Quién es el otro? ¿Un guardaespaldas? ¿El hijo de Samah?

—No lo creo, mi Señor. —Marit sonrió al tiempo que movía la cabeza en gesto de negativa—. Ni siquiera estoy segura de que sea un sartán. Si lo es, está trastornado. Resulta extraño —añadió, pensativa—. Si fuese un patryn, yo diría que sufre la enfermedad del Laberinto.

—Probablemente, finge. Si estuviera loco, cosa que dudo, los sartán no permitirían jamás que se lo viera en público. Podría perjudicar su consideración de semidioses. ¿Cómo se hace llamar?

—Un nombre muy raro: Zifnab.

—¡Zifnab! —Xar se puso a pensar—. He oído ese nombre en alguna parte... Bane lo mencionó... Sí, en relación con...

Dirigió una rápida mirada hacia Marit y cerró la boca de golpe.

—¿Señor?

—Nada importante, hija. Estaba pensando en voz alta. ¡Ah!, veo que ya hemos llegado a nuestro destino.

—Ésta es la celda de Samah, mi Señor. —Marit dirigió una mirada fría y desapasionada al ocupante de la mazmorra—. Iré a ocuparme de nuestro otro prisionero.

—Creo que ése se las arreglará bastante bien a solas —apuntó Xar en tono ligero—. ¿Por qué no le haces compañía a nuestro amigo, la serpiente dragón? —Con un gesto de la cabeza indicó la entrada de los túneles de las mazmorras, donde Sang-drax permanecía observándolos—. No quiero que nadie me moleste durante mi conversación con el sartán.

—Comprendo, mi Señor. —Tras hacer una reverencia, Marit se retiró y desanduvo el camino por el pasadizo largo y oscuro, flanqueado por las puertas de las celdas desocupadas.

Xar aguardó hasta que la patryn hubo llegado al fondo del corredor y la oyó hablar con Sang-drax. Cuando el encarnado ojo de éste se desvió de él para concentrarse en Marit, el Señor del Nexo se acercó a la puerta de la celda y se asomó al interior.

Samah, líder del órgano de gobierno sartán, conocido como el Consejo de los Siete, era —en años de edad— mucho más viejo que Xar. Sin embargo, debido a su letargo mágico —estado en el que había previsto permanecer durante sólo una década, pero que, accidentalmente, se había prolongado largos siglos—, Samah era todavía un hombre en el esplendor de su madurez.

Alto y fuerte, en otro tiempo había tenido unas facciones duras, grabadas a cincel, y un porte imponente. Ahora, la piel cetrina le colgaba de los huesos y sus músculos estaban fláccidos y sin tono. Su rostro, que debería haber reflejado sabiduría y experiencia, estaba surcado de arrugas, demacrado y ojeroso. Samah estaba sentado sobre el frío catre de piedra, abatido, con la cabeza gacha y los hombros hundidos. Era la imagen de la aflicción y la desesperación. Sus ropas y su piel estaban empapadas.

Xar cerró las manos en torno a los barrotes y acercó más el rostro para observar mejor. Esbozó una sonrisa.

—Sí —murmuró suavemente—, ya sabes qué destino te aguarda, ¿verdad Samah? No hay nada peor que el miedo, que la espera. Incluso cuando llega el dolor y tu muerte será muy dolorosa, sartán, te lo aseguro, no alcanza a ser tan terrible como ese miedo.

Sus dedos se aferraron con más fuerza a los barrotes. Los mágicos signos azules tatuados en el revés de sus nudosas manos eran trazos nítidos en su piel tirante; los prominentes nudillos estaban tan blancos que parecían huesos a la vista. Apenas podía respirar y, durante unos largos segundos, fue incapaz de articular palabra. No había previsto experimentar tal apasionamiento ante la presencia de su enemigo pero, de pronto, volvieron a su memoria todos aquellos años de lucha y de sufrimiento, todos aquellos años de miedo.

—¡Ojalá —estuvo a punto de sofocarse con sus propias palabras—, ojalá pudiera hacerte vivir mucho, mucho tiempo, Samah! ¡Ojalá pudiera dejarte vivir con ese miedo, como ha tenido que vivir mi gente! ¡Ojalá pudiera dejarte vivir siglos y siglos!

Los barrotes de hierro se disolvieron bajo las manos de Xar. El ni siquiera se dio cuenta. Samah no había levantado la cabeza y tampoco entonces alzó la vista a su torturador. Permaneció sentado en la misma postura, pero ahora con las manos juntas.

Xar entró en la celda y se detuvo ante él.

—No puedes escapar del miedo ni por un instante. Ni siquiera mientras duermes. Siempre está ahí, en tus sueños. Corres y corres hasta que piensas que el corazón te va a reventar y entonces despiertas y oyes el sonido aterrador que te ha sacado del sueño y te levantas y corres y corres sin parar... sabiendo en todo instante que es inútil. La zarpa, el colmillo, la flecha, el fuego, la ciénaga, el hoyo terminará por atraparte.

«Nuestros hijos maman el miedo en la leche de su madre. Nuestros bebés no lloran. Desde el momento en que nacen, se les enseña a callar... por miedo. Y nuestros chiquillos tampoco se ríen, por temor a quien podría escucharlos.

»Según me han dicho, tienes un hijo. Un hijo que se ríe y llora. Un hijo que te llama «padre» y que sonríe como su madre.

Un estremecimiento recorrió a Samah. Xar no sabía qué fibra sensible había tocado, pero se recreó en el descubrimiento y continuó hurgando:

—Nuestros hijos rara vez conocen a sus padres. Es un favor, uno de los pocos que podemos hacerles. Así no se sienten vinculados a sus progenitores y no los afecta tanto cuando los encuentran muertos. O cuando los ven morir ante sus ojos.

El odio y la furia iban sofocando poco a poco a Xar. Abarrach no tenía aire suficiente para sus pulmones. Notaba el latir de la sangre en las sienes y, por un instante, el Señor del Nexo pensó que iba a estallarle el corazón. Levantó la cabeza y soltó un alarido, un grito salvaje de angustia y de rabia, como si la sangre de aquel corazón manara de su boca.

El alarido resultó espeluznante. Al resonar a través de las catacumbas, por algún truco de la acústica, se hizo aún más sonoro y más potente, como si los muertos de Abarrach hubieran abierto la boca y estuvieran sumando sus gritos horripilantes al del Señor del Nexo.

Marit palideció y, espantada, se apretó con un gemido contra la helada pared de las mazmorras. El propio Sang-drax parecía algo amilanado. La roja pupila se agitó con nerviosismo, lanzando rápidas miradas hacia las sombras como si buscara a algún enemigo oculto allí.

Samah se estremeció. El grito pareció producirle el efecto de una lanza que le atravesara el pecho. Cerró los ojos.

—¡Ojalá no te necesitara! —Masculló Xar, lanzando espumarajos y con la saliva rebosando de sus labios—. Me gustaría no necesitar la información que guardas en ese negro corazón. Me gustaría llevarte al Laberinto y que tuvieras en brazos a los niños agonizantes como los he tenido yo. Te dejaría murmurarles, como he hecho yo: «Todo irá bien. Pronto se acabará el miedo». ¡Y me gustaría que sintieras la envidia, Samah! La envidia que te embarga cuando contemplas esa carita fría y pacífica y te das cuenta de que, para ese chiquillo, el miedo ha terminado mientras que, para ti, acaba de empezar...

Ahora, Xar estaba en calma. La furia había pasado y sentía un gran cansancio, como si hubiera pasado horas combatiendo contra un poderoso enemigo. Cuando quiso dar un paso, notó que le fallaba la pierna y se vio obligado a apoyarse en el muro de piedra de la celda.

—Pero, por desgracia, preciso de ti, Samah. Te necesito para que respondas a una... cuestión. —Xar se pasó la manga de la túnica por los labios y se secó el sudor frío del rostro. Después, exhibió una sonrisa melancólica y desanimada—. ¡Para ser sincero, Samah, cabeza del Consejo de los Siete, espero..., deseo fervientemente que decidas no responder!

Samah levantó el rostro. Tenía los ojos hundidos y la piel muy pálida. Parecía realmente como si lo hubiera atravesado la lanza de su enemigo.

—No te culpo por odiarme así. No pretendíamos... —Se vio obligado a hacer una pausa para humedecerse los labios—. Nunca fue nuestra intención someteros a tales sufrimientos. No fue nuestra intención que la prisión se convirtiera en una trampa mortal. La concebimos como un lugar donde someteros a prueba... ¿No lo entiendes? —Samah miró a Xar con expresión de abierta súplica—. Era una prueba, nada más. Una prueba difícil, destinada a enseñaros humildad y paciencia. Una prueba dirigida a aplacar vuestra agresividad...

—A hacernos más débiles —intervino Xar en un susurro.

—Sí —confirmó Samah, al tiempo que bajaba lentamente la cabeza—. A debilitaros.

—Nos teníais miedo.

—Sí, os temíamos.

—Esperabais que muriésemos allí...

—No. —Samah movió la cabeza.

—El Laberinto —insistió Xar— fue la forma concreta que adoptó esa esperanza. Una esperanza secreta que no os atrevíais a reconocer ni siquiera a vosotros mismos, pero que quedó susurrada en las palabras mágicas que crearon el Laberinto. Y fue esa terrible esperanza secreta lo que proporcionó a éste su malévolo poder.

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