En el Laberinto (9 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
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—La muerte, mi Señor —respondió Marit sin alterarse.

Él sonrió y asintió con la cabeza. Sin abandonar aquella mirada penetrante, continuó:

—Bien hablado, hija. Dime, Marit, ¿alguna vez has unido tus runas con las de alguien, hombre o mujer?

—No, mi Señor. —Al principio, la patryn pareció desconcertada por la pregunta; luego comprendió a qué se refería en realidad—. Te equivocas, mi Señor, si piensas que Haplo y yo...

—No, no, hija —la interrumpió Xar con suavidad—. No lo pregunto por eso, aunque me alegra saberlo. Me interesa por otra razón más egoísta.

Se acercó a su escritorio y cogió de él un largo punzón. También sobre la mesa había un recipiente de una tinta tan azul que casi era negra. Inclinado sobre el tintero, murmuró unas palabras en el lenguaje rúnico empleado por los sartán. A continuación, retiró de su rostro la capucha que lo ocultaba parcialmente y apartó los largos mechones que le caían sobre la frente para dejar al descubierto un solitario signo mágico azul, allí tatuado.

—¿Quieres unir runas conmigo, hija? —preguntó en un susurro.

Marit lo miró con asombro y se dejó caer de rodillas. Con los puños apretados, humilló la cabeza.

—Señor, no soy merecedora de tal honor.

—Sí lo eres, hija. Muy merecedora.

Ella permaneció arrodillada. De pronto, alzó el rostro hacia él.

—Entonces, sí, mi Señor. Uniré runas contigo y será para mí la mayor alegría de mi vida. —Se llevó una mano a la blusa de cuello abierto que llevaba y rasgó el escote hasta dejar al descubierto sus pechos repletos de runas.

Sobre el izquierdo llevaba tatuada su runa del corazón.

Xar retiró de la frente de Marit sus cabellos castaños. Después, su mano buscó los pechos pequeños y firmes que sobresalían, turgentes, en la poderosa musculatura de su torso. La mano se deslizó por el cuello fino y esbelto hasta coger y acariciar su pecho izquierdo.

Ella cerró los ojos y, al notar el contacto, se estremeció, aunque más de la impresión que de placer.

Xar se percató de ello, y su nudosa mano cesó en sus caricias. Marit lo oyó suspirar.

—Pocas veces echo de menos mi juventud perdida. Ésta es una.

La patryn abrió los ojos con una mirada ardiente, abrumada de vergüenza por el hecho de que su señor la hubiera malinterpretado.

—Mi Señor, con gusto calentaré tu lecho...

—Sí, eso sería lo que harías, hija: calentarme la cama —la interrumpió secamente—. Me temo que no podría devolverte el favor. El fuego carnal hace mucho tiempo que se ha apagado en este cuerpo mío. Pero uniremos nuestras mentes, ya que no pueden hacerlo nuestros cuerpos.

Xar colocó la punta del punzón sobre la piel lisa de la frente de Marit y presionó.

Marit volvió a estremecerse, aunque no de dolor. Desde el momento de nacer, los patryn reciben diversos tatuajes en diferentes momentos de su vida. No sólo se los acostumbra al dolor, sino que se les enseña a soportarlo sin pestañear. El estremecimiento de Marit se debió al flujo de magia que penetró en su cuerpo, una magia que pasaba del cuerpo de su señor al de ella, una magia que se hacía más y más poderosa a medida que el punzón daba forma al signo mágico que los uniría íntimamente: la runa del corazón de Xar, entremezclada con la de ella.

Una y otra vez, el Señor del Nexo repitió el proceso. Más de un centenar de veces insertó el punzón en la fina piel de Marit hasta que hubo completado los complejos trazos. Xar compartió su éxtasis, que era más de la mente que del cuerpo. Después del clímax de compartir runas, las relaciones sexuales suelen resultar decepcionantes.

Cuando hubo terminado, dejó el punzón manchado de tinta y de sangre sobre el escritorio, hincó la rodilla delante de Marit y la rodeó con sus brazos. Los dos juntaron sus frentes, runa contra runa, y los círculos de sus seres se fundieron en uno. Marit soltó una exclamación de asombrado placer y se entregó en sus brazos, rendida y temblorosa. Él se sintió complacido con ella y continuó estrechándola hasta que Marit recuperó la calma. Entonces, llevó una mano a su barbilla y la miró a los ojos.

—Ahora somos uno. Aunque estemos separados, nuestros pensamientos volarán al otro con sólo desearlo.

La retuvo con sus manos y con sus ojos. Ella estaba transfigurada, extasiada. Su carne era tierna y moldeable bajo los poderosos dedos de su señor. La patryn tenía la sensación de que todos sus huesos se habían disuelto bajo las manos y la mirada de Xar.

—Tú amaste a Haplo, en otra época —murmuró él con voz afable.

Marit no supo qué responder y bajó la cabeza en un gesto silencioso y avergonzado de asentimiento.

—Yo también, hija —continuó Xar en el mismo tono—. Yo también. Eso será un vínculo entre nosotros.

Y, si decido que Haplo debe morir, tú serás quien le quite la vida.

Ella levantó el rostro.

—Sí, mi Señor.

—Te has dado mucha prisa en contestar. —Xar la estudió con expresión dubitativa—. Tengo que estar seguro. ¿Hiciste el amor con él y, sin embargo, estás dispuesta a matarlo...?

—Hicimos el amor, sí. Y tuve un hijo suyo. Pero si mi Señor lo ordena, lo mataré.

Marit hizo su declaración con voz tranquila y firme. Xar no percibió la menor vacilación en su ánimo, la menor tensión en su cuerpo. No obstante, de pronto, la patryn tuvo una sospecha. Quizá todo aquello era un modo de someterla a prueba...

—Mi Señor... —dijo entonces, rodeando las manos de Xar con las suyas—, no habré incurrido en tu desaprobación, ¿verdad? No dudarás de mi lealtad...

—No, hija mía... o, mejor dicho, esposa mía —se corrigió Xar con una sonrisa.

Ella besó las manos que tenía entre las suyas.

—No, esposa mía. Tú eres la más indicada. He visto el fondo del corazón de Haplo. Él te ama. Tú y sólo tú, entre nuestra gente, puedes penetrar en el círculo de su ser. Haplo confiará en ti allí donde no confiaría en nadie más. Y tendrá reparos en hacerte daño, por ser la madre de su hijo.

—¿Él conoce la existencia de ese hijo? —preguntó Marit, incrédula.

—Sí —confirmó Xar.

—¿Cómo es posible? Abandoné a Haplo sin decírselo. Y nunca se lo he contado a nadie.

—Alguien lo descubrió. —Xar formuló su siguiente pregunta con expresión ceñuda—: ¿Dónde está ese hijo, por cierto?

Marit tuvo de nuevo la sensación de estar siendo sometida a prueba, pero sólo podía dar una respuesta, y era la verdad. Se encogió de hombros.

—No tengo idea. Entregué el bebé a una tribu de pobladores.
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La expresión de Xar se relajó.

—Una decisión muy sensata. —Xar se desasió del abrazo y se puso en pie—. Es hora de que partas para Ariano. Nos comunicaremos a través de la unión de runas. Me informarás de tus descubrimientos. Sobre todo, deberás mantener en secreto tu llegada a ese mundo. No permitas que Haplo sepa que lo estamos observando. Si decido que debe morir, tendrás que pillarlo por sorpresa.

—Sí, Señor mío.

—«Esposo mío», Marit —corrigió él con un tonillo burlón—. Tienes que llamarme «esposo».

—Es demasiado honor para mí, Se..., esp..., esposo —balbuceó, alarmada ante la dificultad con que había conseguido que sus labios formasen la palabra.

Xar le pasó la mano por la frente.

—Oculta la unión de runas. Si Haplo la viera, reconocería mi marca y sabría de inmediato que tú y yo nos hemos convertido en uno. Entonces, sospecharía.

—Sí, mi Se..., esposo mío.

—Adiós pues, esposa. Infórmame desde Ariano tan pronto como tengas ocasión.

Marit no se sorprendió por la fría y brusca despedida de su reciente marido.

La patryn era lo bastante despierta como para darse cuenta de que la unión de sus runas había sido un recurso de conveniencia para facilitar el envío de informes a su señor desde un mundo lejano. Con todo, estaba satisfecha y complacida. Aquello era una muestra de la fe que Xar tenía en ella. Estaban unidos de por vida y, gracias al intercambio de magia, ahora podían comunicarse a través de los círculos combinados de sus seres. Tal intimidad tenía sus ventajas, pero también sus desventajas... en especial para los patryn, con su tendencia a la soledad y a la introspección y con su rechazo a permitir que ni sus más íntimos se entremetieran en sus pensamientos y emociones privadas.

Pocos patryn llegaban alguna vez a unir sus runas de manera formal. La mayoría se limitaba, simplemente, a compartir el círculo de sus seres.
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Xar había otorgado un gran honor a Marit. Le había impuesto su marca
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y todo el que la viera sabría que los dos se habían unido. Haberse convertido en su esposa aumentaría su consideración entre los patryn. A la muerte de Xar, podría optar al liderazgo de su pueblo.

En favor de Marit, debe decirse que no pensaba en nada de ello. La patryn estaba conmovida, honrada, desconcertada y abrumada, incapaz de experimentar nada salvo un ilimitado amor a su señor. Deseaba que éste viviera eternamente para poder servirle para siempre. Su único pensamiento era complacerlo.

La piel de la frente le ardía de escozor y aún notaba el tacto de la mano nudosa en su pecho desnudo. El recuerdo de aquel dolor y de la caricia la acompañaría el resto de sus días.

Marit abordó la nave y abandonó Abarrach con rumbo a la Puerta de la Muerte. En ningún momento le pasó por la cabeza informar a Xar de la conversación entre los dos lázaros. Con la emoción, se había olvidado por completo del asunto.

En Necrópolis, en su estudio, Xar tomó asiento frente al escritorio y retomó la lectura de uno de los textos sartán sobre necromancia. Se sentía de buen humor. Era estimulante sentirse adorado, venerado, y había visto adoración y veneración en la mirada de Marit.

La mujer había estado enteramente a sus órdenes en todo instante, pero ahora lo estaba doblemente, unida a él en cuerpo y mente. Marit se abriría a él por completo, como tantos otros habían hecho antes. Sin embargo, por lo que respecta a Xar, él mismo
era
la ley, y había descubierto que unir runas le abría los secretos de muchos corazones. En cuanto a revelar sus secretos a otros, Xar tenía demasiada disciplina mental como para permitir que sucediera tal cosa. Sólo revelaba de sí mismo lo que estimaba necesario, y ni un ápice más.

Estaba tan satisfecho con Marit como lo habría estado con cualquier arma nueva que cayera en sus manos. La patryn haría con presteza todo lo que fuera preciso, aunque se tratara de dar muerte al hombre que una vez había amado.

Y Haplo moriría sabiendo que había sido traicionado.

—Así, tendré mi venganza —masculló el Señor del Nexo.

CAPÍTULO 5

FORTALEZA DE LA HERMANDAD

SKURVASH,

ARIANO

—Ya ha llegado —anunció el mensajero—. Espera ante la puerta.

El Anciano miró a Ciang con una súplica en los ojos. La formidable elfa sólo tenía que abrir la boca... No, sólo tenía que asentir con la cabeza... y Hugh
la Mano
moriría. Si la elfa, muy erguida y rígida en su asiento, hacía la menor inclinación con su cabeza calva, lisa y brillante, el Anciano abandonaría su presencia para entregar al arquero un puñal de madera con el nombre de Hugh grabado en la hoja. Y el arquero, sin la menor vacilación, atravesaría el pecho de Hugh con uno de sus dardos.

Hugh
la Mano
era conocedor de ello. Al regresar a la Hermandad, estaba corriendo un riesgo tremendo. Todavía no se había hecho circular el puñal con su nombre
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(de lo contrario, ya no estaría vivo), pero había corrido entre los miembros el rumor de que Ciang estaba molesta con él y lo había repudiado. De momento, nadie lo mataría, pero nadie lo ayudaría tampoco. El repudio era el paso previo al envío del puñal. Lo mejor que podía hacer un miembro que se veía repudiado era presentarse enseguida ante la Hermandad y exponer su defensa. Por eso, la llegada de Hugh a la fortaleza no sorprendió a nadie, aunque algunos se sintieron algo decepcionados.

Poder ufanarse de haber dado muerte a Hugh
la Mano,
uno de los mejores asesinos que había acogido el Gremio... Tal orgullo habría valido una fortuna.

Sin embargo, nadie se atrevería a hacerlo. Hugh era, o había sido, uno de los favoritos de Ciang y, aunque el brazo protector de la elfa estaba deformado, surcado de arrugas y con manchas de vejez, también estaba manchado de sangre. Nadie tocaría a Hugh a menos que Ciang diera la orden.

La elfa hundió sus dientes, pequeños y amarillentos, en el labio inferior. Al observar aquel gesto, la esperanza del Anciano creció. Ciang estaba indecisa. Tal vez había una emoción que todavía era capaz de afectar su insensible corazón. El amor, no; la curiosidad. Ciang se preguntaba por qué había regresado Hugh, si sabía que su vida dependía de una mera palabra de ella. Y la respuesta no podría dársela su cadáver.

Los dientes amarillentos apretaron el labio con más fuerza.

—Dejadlo llegar a mi presencia.

Ciang pronunció las palabras a regañadientes y con expresión ceñuda, pero las dijo, y el Anciano no necesitaba oír nada más. Temeroso de que cambiara de opinión, se apresuró a dejar la estancia moviendo sus viejas piernas torcidas más deprisa de lo que lo había hecho en los últimos veinte años.

El en persona asió el enorme aro de hierro sujeto a la puerta y la abrió.

—Entra, Hugh, entra. Ciang accede a verte.

El asesino cruzó el umbral y se detuvo en el vestíbulo en penumbra hasta que sus ojos se acomodaron a la escasa luz. El Anciano estudió a Hugh con curiosidad. Otros individuos a los que había visto en aquel trance durante su larga vida flaqueaban después de la prueba de la puerta. Flaqueaban de tal modo que tenía que cargar con ellos y llevarlos a rastras ante la elfa. Todos los miembros de la Hermandad conocían la existencia del arquero. Hugh sabía que había estado a un breve gesto de cabeza de una muerte segura. Aun así, su rostro no mostraba el menor indicio de ello; sus facciones parecían talladas en un granito más duro que el de los muros de la fortaleza.

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