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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (8 page)

BOOK: En el Laberinto
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—Jonathon! —Kleitus se acercó por el corredor arrastrando los pies—. He oído al líder patryn lamentándose a gritos de su fracaso en resucitar a los muertos y se me ha ocurrido que tal vez tengas algo que ver con ello. Parece que no me equivocaba...

—... no me equivocaba —repitió el eco doliente.

Los dos lázaros hablaban en sartán, un idioma que Marit comprendía bastante bien, aunque le resultara desagradable e incómodo de escuchar. Se resguardó entre las sombras con la esperanza de escuchar algo que pudiera resultar útil a su señor.

El lázaro llamado Jonathon se volvió lentamente.

—Podría darte la misma paz que he proporcionado a Samah, Kleitus.

El difunto dinasta soltó una risotada, un sonido terrible que aún empeoró con el eco, convertido en un acongojante lamento de desesperación.

. —¡Sí, estoy seguro de que te alegraría mucho reducirme a polvo! —El cadáver flexionó las manos blancoazuladas y cerró los dedos de largas uñas—. ¡Enviarme a la nada!

—A la nada, no —lo corrigió Jonathon—. A la libertad.

Su voz calmosa y su eco suave fue el contrapunto al tono desesperado de Kleitus; entre ambos produjeron una tonalidad triste, pero armoniosa.

—¡Libertad! —Kleitus hizo rechinar sus dientes en descomposición—, ¡Yo te daré libertad!

—... libertad —aulló el eco.

Kleitus se abalanzó sobre el otro lázaro y sus esqueléticas manos se cerraron entorno a la garganta de Jonathon. Los dos muertos vivientes quedaron enzarzados; las manos de Jonathon se cerraron en torno a las muñecas de Kleitus y trataron de arrancarlas de allí. El dinasta se resistió, y Jonathon insistió, clavando las uñas en la carne de Kleitus sin que brotara una gota de sangre. Marit contempló la escena con horror, asqueada por lo que veía. No hizo el menor gesto de intervenir. Aquella pelea no le incumbía.

Se escuchó un crujido, y uno de los brazos de Kleitus quedó doblado en un ángulo inverosímil. Jonathon arrojó a su oponente lejos de sí, y el dinasta se tambaleó hacia atrás hasta la pared. Desde allí, mientras se sostenía el brazo roto con el otro, Kleitus observó al otro lázaro con rabia y profunda animosidad.

—¡Tú le hablaste a Xar sobre la Séptima Puerta! —Contraatacó Jonathon, plantado ante Kleitus—. ¿Por qué? ¿Por qué apresurar lo que necesariamente debes considerar tu destrucción?

Kleitus procedió a frotarse el brazo roto mientras murmuraba unas runas sartán. El hueso empezó a recomponerse; así mantenían operativos los cuerpos descompuestos que utilizaban. El cadáver del dinasta contempló a Jonathon con una sonrisa horripilante.

—No le dije dónde estaba.

—Tarde o temprano lo descubrirá.

—¡Sí, lo descubrirá! —Kleitus se rió—. Haplo le revelará su ubicación. Haplo lo conducirá a esa sala. Allí se reunirán todos...

—... se reunirán todos—murmuró el eco con un suspiro de desconsuelo.

—Y tú lo estarás esperando, ¿no?—apuntó Jonathon.

—Yo encontré mi «libertad» en esa cámara —respondió Kleitus, con una sonrisa burlona en sus amoratados labios—. ¡Una vez allí, los ayudaré a encontrar la suya! Igual que tú podrás hallar la tuya...

El dinasta hizo una pausa, volvió la mirada directamente hacia donde estaba Marit y clavó en ella sus extraños ojos, que a veces eran los de un muerto y, otras veces, los de un vivo.

A la patryn se le erizó la piel, y las runas de brazos y manos despidieron un intenso fulgor azul. Marit se maldijo a sí misma en silencio. Había hecho un ruido, apenas una inspiración un poco más profunda de lo normal, pero había resultado suficiente para delatar su presencia.

La cosa ya no tenía remedio y decidió avanzar resueltamente hacia los lázaros.

—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Espiar a mi señor? Marchaos —ordenó—. ¿O acaso debo llamar a Xar para que os lo mande el?

El lázaro Jonathon obedeció de inmediato, escabulléndose por el corredor salpicado de sangre seca. Kleitus no se movió de donde estaba y observó a Marit con expresión malévola. Parecía a punto de atacar.

La patryn empezó a urdir en su mente un hechizo rúnico, y los signos mágicos tatuados en su piel se encendieron aún más.

Kleitus se retiró a las sombras y recorrió el largo pasillo con sus andares arrastrados.

Marit se estremeció al tiempo que se decía que cualquier enemigo vivo, por temible que fuese, resultaba mil veces preferible a aquellos muertos ambulantes. Se disponía a llamar a la puerta cuando escuchó al otro lado de ella la voz de su amo, cargada de cólera.

—¡Y no me has informado de ello! ¡He tenido que enterarme de lo que sucede en mi universo gracias a un viejo sartán senil!

—Ahora comprendo que cometí un error al no informarte, mi Señor. Mi única excusa es que estabas tan concentrado en el estudio de la nigromancia que no me atreví a molestarte con la penosa noticia.

Quien así respondía era Sang-drax. La serpiente dragón empleaba de nuevo su voz lastimosa.

Marit no supo qué hacer. No deseaba verse involucrada en una discusión entre su señor y la serpiente dragón, que le producía un profundo desagrado. Sin embargo, Xar le había ordenado presentarse ante él de inmediato y, por otra parte, no podía quedarse mucho rato ante la puerta so riesgo de parecer una espía, como el lázaro se lo había parecido a ella. Aprovechando una pausa en la conversación (una pausa debida, tal vez, a que Xar no lograba articular palabra de pura indignación), Marit llamó tímidamente a la puerta de hierba kairn.

—Soy yo, Marit, mi Señor.

La puerta se abrió al instante por orden mágica de Xar. Sang-drax recibió a la patryn con una reverencia y su habitual parsimonia viscosa. Haciendo caso omiso de su presencia, Marit miró a Xar.

—Estás ocupado, mi Señor —murmuró—. Puedo volver más tarde...

—No, querida. Entra. Esto tiene que ver contigo y con tu viaje. —Xar había recobrado su aspecto calmado, aunque sus ojos aún llameaban cuando volvió la mirada hacia la serpiente dragón.

Marit penetró en el estudio y cerró la puerta después de echar un vistazo para cerciorarse de que la antesala estaba vacía.

—He encontrado a Kleitus y a otro lázaro junto a la puerta, mi Señor —se apresuró a informar—. Creo que estaban espiando tus palabras.

—¡Que lo hagan! —respondió Xar sin mostrar interés. A continuación, se dirigió a Sang-drax—: Dices que luchaste contra Haplo en Ariano. ¿Por qué?

—Me proponía impedir que los mensch tomaran el control de la Tumpa-chumpa —respondió la serpiente dragón, encogiéndose—. El poder de esa máquina es inmenso, como tú mismo has supuesto. Una vez en marcha, no sólo cambiará Ariano sino que también afectará a todos los demás mundos. En manos de los mensch... — Sang-drax se encogió de hombros, dejando a la imaginación tan terrible posibilidad.

—¿Y Haplo ayudaba a los mensch? —insistió Xar.

—No sólo los ayudaba. Incluso les proporcionó información, obtenida sin duda de ese sartán amigo suyo, sobre cómo hacer funcionar la gran máquina.

Xar entornó los ojos.

—No creo lo que dices.

—Haplo tenía un libro, escrito en cuatro idiomas: sartán, elfo, humano y enano. ¿Quién podía habérselo proporcionado, mi Señor, sino ese que se hace llamar Alfred?

—Si lo que dices es verdad, Haplo ya debía de tenerlo en su poder la última vez que se presentó ante mí en el Nexo —murmuró Xar—. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? ¿Por qué razón?

—Porque quiere gobernar Ariano, mi Señor. Y quizás el resto de los mundos, también. ¿No resulta evidente?

—Así pues, los mensch están a punto de poner en funcionamiento la Tumpa-chumpa según las instrucciones de Haplo. —Xar apretó el puño con fuerza—. ¿Por qué no me has contado nada de esto hasta hoy?

—¿Me habrías creído? —Replicó Sang-drax sin alzar el tono de voz—. Aunque he perdido un ojo, no soy yo quien está ciego, sino tú, Señor del Nexo. ¡Mira! ¡Observa las pruebas que has reunido: unas pruebas que sólo indican una cosa! Haplo te ha mentido, te ha traicionado una y otra vez, ¡Y tú lo permites! ¡Tú lo amas, mi Señor! Y tu amor te ha cegado más aún de lo que su espada estuvo a punto de cegarme a mí.

Marit se estremeció, asombrada ante la temeridad de la serpiente dragón, y se preparó para la tormenta de furia que, sin duda, iba a desencadenar Xar.

Sin embargo, éste relajó lentamente el puño y, con mano temblorosa, se apoyó en el escritorio y apartó la mirada de Sang-drax y de la patryn.

—¿Lo mataste? —inquirió por último, con voz hueca.

—No, mi Señor. Es uno de los tuyos, de modo que tuve buen cuidado de no matarlo. Aun así, lo dejé muy malherido. Te presento mis disculpas por ello, pero a veces no advierto mi propia fuerza. Le rompí la runa del corazón. Cuando lo vi al borde de la muerte, me di cuenta de lo que había hecho y, temiendo tu enfado, me retiré de la batalla.

—¿Y fue así como perdiste el ojo? —Inquirió Xar con ironía, mirando en torno a sí—. ¿Retirándote de la pelea?

Sang-drax se sonrojó; su único ojo sano emitió un destello virulento, y las runas defensivas de Marit cobraron vida de inmediato. Xar continuó observando a la serpiente dragón con aparente calma, y Sang-drax bajó el párpado. El fulgor rojo se apagó.

—Tu gente son guerreros experimentados, mi Señor. —El ojo enfocó a Marit y emitió otro breve destello; después, recuperó su resplandor mortecino habitual.

—¿Y en qué estado se encuentra Haplo ahora? —Inquirió Xar—. No muy bueno, supongo. Recomponer la runa del corazón es un asunto lento.

—Es cierto, mi Señor. Está terriblemente débil y no se recuperará en bastante tiempo.

—¿Cómo murió Bane? —preguntó Xar con bastante comedimiento, aunque sus ojos parpadeaban amenazadoramente—. ¿Y por qué te atacó Haplo?

—Bane sabía demasiado y era leal a ti. Haplo contrató a un mensch llamado Hugh
la Mano,
un asesino amigo de Alfred, para que lo matara. Cuando lo hubo hecho, Haplo se adueñó del control de la gran Tumpa-chumpa.

Cuando intenté impedírselo... en nombre tuyo, mi Señor, Haplo incitó a los mensch a atacarme a mí y a los míos.
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— ¿Y ellos os derrotaron? ¿Un puñado de mensch? —Xar contempló a Sang-drax con desprecio.

—No nos derrotaron, mi Señor —respondió Sang-drax, muy digno—. Como he dicho, nos retiramos. Temimos que la Tumpa-chumpa pudiera sufrir daños si continuábamos la lucha y, como sabíamos que querías que la gran máquina permaneciera intacta, decidimos abandonar Ariano en deferencia a ti. —La serpiente dragón alzó la cabeza y miró a Xar con un brillo mortecino en el ojo—. Controlar la Tumpa-chumpa no era tan urgente. Lo que mi Señor quiera, seguro que lo conseguirá. En cuanto a los mensch, quizás hayan encontrado paz por el momento, pero pronto la perturbarán. Siempre se comportan así.

Xar lanzó una mirada colérica a la serpiente dragón, que permaneció plantada ante él con aire avergonzado y compungido.

—¿Y qué sucede en Ariano en estos momentos?

—¡Ay, mí señor! Como te he dicho, toda mi gente se ha marchado de allí. Puedo enviarla de nuevo, si lo crees realmente necesario. No obstante, mi Señor, si me permites una sugerencia, deberías centrar tu interés en Pryan...

—¡Otra vez con ésas! ¿Qué hay en Pryan para que insistas en que viaje allí?

—La escama de dragón que descubriste en la celda del viejo...

—¿Sí? ¿Qué sucede? —inquinó Xar con impaciencia.

—Esas criaturas proceden de Pryan, mi Señor. —Sang-drax hizo una pausa; después, añadió en voz baja—: En tiempos remotos, esos dragones eran servidores de los sartán. Se me había ocurrido que quizá los sartán dejaron en Pryan algo que querían mantener secreto, bien protegido e inalterado... Algo como la Séptima Puerta.

La cólera de Xar se enfrió. De improviso, adoptó una expresión pensativa. Acababa de recordar dónde había oído hablar de las ciudadelas de Pryan.

—Entiendo. ¿Y dices que esos dragones existen sólo en ese mundo?

—Eso me dijo el propio Haplo, mi Señor. Y fue allí donde descubrió a ese viejo sartán chiflado. Sin duda, el dragón y el viejo han regresado a Pryan, Y, si han sido capaces de viajar aquí, a Chelestra, ¿quién sabe si la próxima vez regresarán con un ejército de titanes?

Xar no estaba dispuesto a que la serpiente dragón notara su excitación. Con aire indiferente, respondió:

—Quizá te haga caso y vaya a Pryan. Ya hablaremos de ello más tarde, Sang-drax. Por ahora, sabe que estoy disgustado contigo. Puedes retirarte.

Encogiéndose bajo la amenaza de la cólera de Xar, la serpiente dragón se escabulló de la presencia de éste.

El Señor del Nexo permaneció callado largo rato tras la partida de Sang-drax. Marit se preguntó si habría cambiado de idea respecto a enviarla a Ariano, después de lo que había contado la serpiente dragón. Al parecer, su señor también le daba vueltas al mismo tema, pues lo oyó murmurar para sí:

—¡No, no confío en él!

Pero la patryn no tuvo la menor idea de si se refería, a Sang-drax... o a Haplo.

Xar se volvió hacia ella. Había tomado una decisión.

—Viajarás a Ariano, hija. Allí investigarás la verdad del asunto. Sang-drax me había ocultado todo esto por alguna razón, y no creo que fuera para ahorrarme un sufrimiento. De todos modos —añadió en un tono más suave—, la traición de uno de los míos, en especial de Haplo... —Guardó silencio un momento, pensativo—. He leído que en el mundo antiguo, antes de la separación, los patryn éramos un pueblo frío y austero que no amaba, que se enorgullecía de no sentir nunca afecto, ni siquiera entre nosotros. Sólo la lujuria era permitida y estimulada, pues perpetuaba la especie. El Laberinto nos enseñó muchas lecciones amargas, pero me pregunto si no nos enseñaría también a amar. —Exhaló un suspiro—. La traición de Haplo me ha causado más dolor que las heridas que recibí de cualquiera de las criaturas del Laberinto.

—Yo no creo que te traicionase, mi Señor —dijo Marit.

—¿Ah, no? —Xar la miró con ojos penetrantes—. ¿Y por qué no? ¿Es posible que tú también lo ames?

Marit se sonrojó:

—Ésa no es la razón. Es sólo que... no me cabe en la cabeza que un patryn pueda ser tan desleal.

Xar la observó como si buscara un sentido oculto más profundo a sus palabras. Ella le devolvió la mirada con aire decidido, y Xar se sintió satisfecho.

—Eso es porque tu corazón es sincero, hija, y por tanto no puedes concebir que exista uno tan falso. —Hizo una pausa antes de añadir—: si Haplo resultara ser un traidor, no sólo a mí sino a todo nuestro pueblo, ¿qué castigo merecería?

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