En el Laberinto (7 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
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—¡Amo! —Era Sang-drax quien llamaba, gesticulante, desde el fondo del corredor—, ¡Ven enseguida! ¡El viejo...!

—¿Ha muerto? —Gruñó Xar—. No importa. Ahora, déjame que siga...

—Muerto, no. ¡Ha desaparecido! ¡Se ha esfumado!

—¿Qué broma es ésa? ¡No puede ser! ¿Cómo iba a escaparse?

—No lo sé, Señor del Nexo. —El susurro sibilante de Sang-drax vibró con una furia que sobresaltó al propio Xar—. ¡Pero no está! Ven a comprobarlo tú mismo.

No había otro remedio. Xar dirigió una última mirada funesta a Samah, que parecía completamente ajeno a cuanto estaba sucediendo, y se apresuró pasadizo adelante.

Cuando el Señor del Nexo hubo salido, cuando su voz se alzó, estridente y furiosa, desde el otro extremo del bloque de mazmorras, Jonathon habló en un susurro apaciguador.

—Ahora ves. Ahora entiendes.

—¡Sí! —El fantasma se asomó a través de los ojos muertos con desesperación, como el cuerpo se había asomado entre los barrotes de la celda cuando aún estaba con vida—. Ahora veo. Ahora entiendo.

—Siempre supiste la verdad, ¿no es cierto?

—¿Cómo podía aceptarla? Teníamos que parecer dioses. ¿En que podía convertirnos la verdad?

—En mortales. Lo que erais.

—Demasiado tarde. Todo está perdido. Todo está perdido.

—No. La Onda se corrige. Descansa en ella. Relájate. Flota con ella y deja que te transporte.

El fantasma de Samah pareció titubear. Se introdujo en el cuerpo y volvió a salir de él, pero todavía no pudo escapar.

—No puedo. Debo quedarme. Tengo que aferrarme...

—¿Aferrarte a qué? ¿Al odio? ¿Al miedo? ¿A la venganza? Reposa. Descansa en la Onda. Nota cómo te eleva.

El cadáver de Samah permaneció sentado sobre la dura piedra. Los ojos contemplaron a Jonathon.

—¿Podrán perdonarme...? —musitó.

—¿Puedes perdonarte a ti mismo? —replicó el lázaro con suavidad.

El cuerpo de Samah, con la carne cenicienta y cubierta de sangre, se tendió lentamente sobre el lecho de piedra y, tras un estremecimiento, se quedó inmóvil. Los ojos se apagaron hasta quedar desprovistos de cualquier chispa de vida.

Jonathon alargó la mano y le cerró los párpados.

Xar contempló la entrada de la celda de Zifnab con resquemor, sospechando algún truco. Novio nada. Ni rastro del viejo sartán empapado y abatido.

—¡Dame esa antorcha! —ordenó, mirando a un lado y otro con irritada frustración.

El Señor del Nexo disolvió los barrotes de la mazmorra con un gesto impaciente, penetró en la celda y escrutó a la luz de la antorcha cada rincón del recinto.

—¿Qué imaginas que vas a encontrar, mi Señor? —refunfuñó Sang-drax—. ¿Acaso crees que el viejo está jugando al escondite? ¡Te digo que ha desaparecido!

A Xar no le gustó el tono de la serpiente dragón. Se volvió y sostuvo la tea de modo que su luz llameara justo frente al único ojo útil de la criatura.

—Si ha escapado, es culpa
tuya.
Tú eras el encargado de su custodia. ¡El agua del mar de Chelestra...! —añadió, en tono irónico—. Decías que los privaba de sus poderes... ¡Es evidente que no!

—¡Te aseguro que lo hacía! —murmuró Sang-drax.

—Pero no podrá ir muy lejos —prosiguió Xar, pensativo—. Tenemos guardias apostados a la entrada de la Puerta de la Muerte.

El viejo...

De repente, la serpiente dragón soltó un siseo, un silbido de furia que pareció rodear a Xar con sus anillos y estrujarlo hasta dejarlo sin aliento. Sang-drax señaló el lecho de piedra con una mano cubierta de falsas runas.

—¡Ahí, ahí! —fue lo único que alcanzó a articular entre gorgoteos.

Xar movió la antorcha para iluminar el lugar que indicaba y captó un destello, un reflejo producido por algo colocado sobre la piedra. Alargó la mano, lo recogió y lo sostuvo a la luz de la tea.

—Sólo es una escama...

—¡Una escama de dragón! —Sang-drax la observó con aborrecimiento y no hizo el menor ademán de tocarla.

—Es posible. —Xar no se mostró tan seguro—. Hay muchos reptiles que tienen escamas, y no todos ellos son dragones. ¿Y qué? Esto no tiene nada que ver con la desaparición del viejo. Debe de llevar siglos aquí...

—Seguro que tienes razón, Señor del Nexo. —De pronto, la voz de Sang-drax había adquirido un tono de indiferencia y desinterés, aunque su ojo bueno permaneció fijo en la escama—. ¿Qué relación podría haber entre un dragón, uno de mis primos, por ejemplo, y ese viejo chiflado? Iré a alertar a la guardia.

—Soy yo quien da las órdenes... ——empezó a decir Xar, pero era desperdiciar saliva.

Sang-drax se había esfumado.

Colérico, el Señor del Nexo echó una nueva mirada en torno a la mazmorra vacía al tiempo que notaba bajo la piel un hormigueo, una inquietud perturbadora como nunca había experimentado.

—¿Qué está sucediendo aquí? —se vio obligado a mascullar. Y el mero hecho de tener que hacerse aquella pregunta indicó al Señor del Nexo que había perdido el control.

Xar había conocido el miedo muchas veces en su vida. Lo conocía cada vez que se introducía en el Laberinto, pero a pesar de todo era capaz de entrar; era capaz de dominar el miedo y utilizarlo, de canalizarlo para usar su energía en la auto conservación, porque sabía que dominaba la situación. Quizás ignorase qué enemigo en concreto iba a enviarle el Laberinto, pero conocía todas las clases de enemigo que existían allí y sabía todos
sus
puntos fuertes y
sus
debilidades.

En cambio, esta vez... ¿Qué estaba sucediendo? ¿Cómo había podido escapar aquel viejo atontado? Y otra cosa aún más importante, ¿de qué tenía miedo Sang-drax? ¿Qué le ocultaba la serpiente dragón?

Haplo no confiaba en ellas, se dijo mientras dirigía una mirada colérica a la escama que sostenía en la mano. «Me avisó que desconfiara de ellas —continuó pensando, ceñudo—. Y lo mismo me recomendó ese estúpido que acabo de resucitar en la otra celda. No es que esté dispuesto a creer cualquier cosa de ninguno de los dos, pero empiezo a sospechar que esas serpientes dragón tienen sus propios objetivos, que tal vez coincidan con los míos o tal vez no.»

«Sí, Haplo me previno contra ellas pero ¿y si lo hizo sólo para disimular que, en realidad, está aliado con ellas? Una vez lo llamaron "amo"; él mismo me lo contó.
{5}
Y Kleitus también habla con ellas. Tal vez todos ellos se han conjurado contra mí.»

Xar contempló de nuevo la celda. La luz de la antorcha empezaba a vacilar; las sombras se hicieron más oscuras y comenzaron a cerrarse a su alrededor. Al patryn le resultaba indiferente que hubiera luz o no. Los signos mágicos tatuados en su cuerpo podían compensar su ausencia e iluminar las tinieblas, si quería. No le gustaba aquel mundo; en Abarrach se sentía permanentemente asfixiado, sofocado. El aire era nocivo y, aunque su magia anulaba los efectos tóxicos, era incapaz de eliminar la pestilencia de los vapores sulfurosos y de amortiguar el hedor a muerte.

—Tengo que ponerme en marcha, y pronto —murmuró entre dientes.

Empezaría por determinar la ubicación de la Séptima Puerta.

Abandonó la celda de Zifnab y, con paso rápido, regresó por el corredor hasta la celda de Samah. El lázaro Jonathon (¿dónde había oído aquel nombre?, se dijo Xar. En boca de Haplo, sin duda, pero ¿en qué contexto?) estaba en el pasadizo. El cuerpo del lázaro permanecía inmóvil, pero su fantasma se cernía, inquieto, en una actitud que a Xar le resultó sumamente desconcertante.

—Ya has cumplido tu propósito —le dijo—. Puedes irte.

El lázaro no respondió, ni puso reparos. Se limitó a marcharse.

Xar esperó hasta que hubo desaparecido por el pasadizo arrastrando los pies. A continuación, borró de su mente la perturbadora figura del lázaro y el asunto de Sang-drax y la escama de dragón y concentró la atención en lo importante: Samah.

El cuerpo yacía sobre el catre de piedra, donde parecía dormir apaciblemente. Al Señor del Nexo, aquello le resultó más irritante que nunca.

—¡Levántate! —ordenó enérgicamente—. Quiero hablar contigo.

El cadáver no se movió.

Una sensación de pánico atenazó el cuerpo de Xar al advertir que Samah tenía los ojos cerrados. El patryn no había visto ningún lázaro que deambulara con los ojos cerrados, igual que no lo hacían los vivos. Se inclinó sobre el cuerpo yaciente y levantó uno de los fláccidos párpados.

Nada le devolvió la mirada. Ninguna luz de vida espectral brilló levemente o titiló. Los ojos estaban vacíos. El fantasma se había marchado, había escapado.

Samah estaba libre.

CAPÍTULO 4

NECRÓPOLIS
ABARRACH

A Marit no le llevó mucho tiempo prepararse para el viaje. Escogió las ropas que llevaría en Ariano, seleccionándolas de los guardarropas que habían dejado los sartán asesinados por sus propios muertos. Se decidió por una prenda que ocultaba las runas de su cuerpo y cogió otra que le daba el aspecto de una humana. Empacó las ropas junto con varias de sus armas favoritas, llenas de runas grabadas, y llevó el equipo a una nave patryn que flotaba en el mar de lava de Abarrach. Después, regresó al castillo de Necrópolis.

Recorrió las estancias aún manchadas con la sangre vertida la espantosa Noche de los Muertos Alzados, término que empleaban los lázaros para referirse a su triunfo. La sangre derramada era sartán, sangre de sus enemigos, de modo que los patryn no habían hecho el menor intento de eliminarla sino que la habían dejado donde estaba, salpicando suelos y paredes. Los coágulos secos, mezclados con las runas rotas de la magia sartán, eran para los patryn un símbolo de la derrota final de su enemigo ancestral.

Camino del estudio de su señor, Marit se cruzó con otros patryn. Con ninguno intercambió saludos ni perdió tiempo en charlas ociosas. Los patryn que Xar había llevado consigo a Abarrach eran los más duros y capaces de una raza dura y capaz. Casi todos habían sido corredores y todos habían alcanzado la Última Puerta o casi. La mayor parte de ellos había sido rescatada, en último término, por Xar; eran pocos los patryn que no le debieran la vida a su señor.

Marit se enorgullecía del hecho de haber combatido junto a su señor, hombro con hombro, en la terrible lucha por conseguir su liberación del Laberinto...

Estaba cerca de la Última Puerta cuando fue atacada por unas aves gigantescas de alas coriáceas y dientes afilados que, primero, incapacitaban a sus víctimas vaciándoles los ojos y luego se lanzaban a devorar sus entrañas calientes y aún palpitantes.

Marit combatió a las aves transformándose también en una gran rapaz, un águila gigantesca. Sus espolones abrieron grandes desgarros en muchas alas enemigas; sus vertiginosos picados abatieron a muchas otras criaturas.

Pero, como siempre hacía el Laberinto, su magia infernal se hizo más poderosa ante la amenaza de la derrota. El número de aves de alas coriáceas aumentó, y Marit fue alcanzada incontables veces por los dientes y las garras de los atacantes. Se quedó sin fuerzas y cayó a tierra. La magia ya no podía mantener su forma alterada. Volvió a tomar la suya y continuó librando una batalla que sabía perdida, mientras las horripilantes criaturas aladas revoloteaban en un torbellino ante su rostro, tratando de alcanzarle los ojos.

Herida y ensangrentada, los ataques por la espalda le hicieron hincar la rodilla. Ya se disponía a darse por vencida y dejarse matar, cuando una voz atronó el aire:

—¡Levántate, hija! ¡Levántate y sigue luchando! ¡Ya no estás sola!

Marit abrió los ojos, ya entornados ante la proximidad de la muerte, y vio a su señor, el Señor del Nexo.

Se presentó como un dios, blandiendo bolas de fuego, y se colocó ante ella en actitud protectora hasta que Marit consiguió incorporarse. Le ofreció su mano, nudosa y surcada de arrugas, pero que a ella le resultó hermosísima pues le traía no sólo vida, sino también esperanza y renovado valor. Juntos, combatieron hasta obligar al Laberinto a retirarse. Las criaturas aladas supervivientes se alejaron entre agudos graznidos de rabia y frustración.

Entonces. Marit se derrumbó. El Señor del Nexo la cogió en sus fuertes brazos y atravesó con ella la Última Puerta, transportándola a la libertad.

—Te ofrezco mi vida. Señor. Dispón de ella como quieras —le susurró ella antes de perder la conciencia—. Siempre... en cualquier momento...

Xar había sonreído. El Señor del Nexo había oído muchas ofertas parecidas y sabía que todas ellas serían tomadas en cuenta. Marit había sido elegida para viajar a Abarrach como una más de los numerosos patryn que Xar había llevado con él, todos los cuales estaban dispuestos a entregar su vida por quien se la había dado.

Cuando se aproximaba al estudio, Marit vio con extrañeza a un lázaro que deambulaba por las salas anexas. Al principio creyó que era Kleitus y estuvo a punto de ordenarle que se marchara de allí. Era cierto que el castillo había sido suyo en otro tiempo, pero el lázaro ya no tenía nada que hacer allí. Al fijarse con más atención, cosa que la patryn hizo con suma aversión, comprobó que el lázaro era el mismo que había enviado a las mazmorras a servir a su señor. ¿Qué hacía rondando por allí? Si Marit hubiera creído posible tal cosa, habría asegurado que el lázaro merodeaba por las salas para escuchar lo que se hablaba tras las puertas.

De nuevo, se dispuso a ordenar al lázaro que se fuera cuando otra voz, acompañada por el eco espectral que la identificaba como de otro lázaro, se adelantó a sus palabras.

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