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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (41 page)

BOOK: En el Laberinto
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—Sí —respondió Hugh con un brillo en los ojos—. Empiezo a comprender. Me enviaron a encontrarte a ti.

—Qué interesante, ¿verdad, Alfred? —Intervino Haplo, estudiando al sartán—. De modo que enviaron a Hugh
la Mano
a buscarte. Me pregunto por qué lo harían...

Alfred apartó la vista de la mirada de ambos.

—No tengo idea...

—Espera un momento —lo interrumpió Haplo—. Lo que has dicho no puede ser cierto. Hugh estuvo en un tris de matarme. Y a Marit también. Tiene un arma mágica...

—Tenía —lo corrigió
la Mano
con torva satisfacción—. El puñal ha desaparecido. Perdido en el agua del mar de Chelestra.

—¿Un arma mágica? ¿De los kenkari? —Alfred movió la cabeza en gesto de negativa—. Eso elfos tienen profundos conocimientos de magia, pero no la utilizarían nunca para fabricar armas...

—No —murmuró Hugh a regañadientes—. No me lo dieron ellos. Lo conseguí... bueno, digamos sólo que procede de otra parte. Según parece, el puñal es una pieza antigua, de diseño y fabricación sartán. Tu pueblo lo utilizó en alguna guerra ancestral...

—Es posible —asintió Alfred con expresión de extremo desconsuelo—. Me temo que en esa época se fabricaron muchas armas mágicas. Por ambas partes. No sé nada de ésta en concreto, pero imagino que ese puñal tenía inteligencia propia y podía actuar por su cuenta. Supongo que utilizó tu mano, maese Hugh, como simple medio de transporte. Y que tu miedo y tu voluntad le sirvieron para guiarse.

—Bueno, ahora se ha perdido, de modo que no importa —dijo Haplo—. El puñal ha desaparecido en las aguas de Chelestra.

—Es una lástima que no podamos inundar el universo con esas aguas —comentó Alfred en voz baja.

Haplo contempló la caverna y las aguas oscuras que fluían por ella. Si aguzaba el oído podía captar el ruido del agua, su chapoteo, su gorgoteo, sus suaves golpes en las rocas de los márgenes. Y podía imaginar qué cosas horribles nadaban en su corriente inmunda, qué criaturas espantosas acechaban en sus oscuras profundidades.

—Tú no vendrás con nosotros, ¿verdad? —inquirió.

—No —respondió Alfred, bajando la vista a los zapatos—. Me quedo.

Casi enferma de miedo, Marit se tomó tiempo en volver a la sala de piedra blanca, sabiendo que debía recobrar el aplomo antes de ponerse en comunicación con Xar. Su señor la entendería; siempre era comprensivo. En incontables ocasiones, lo había visto consolar a los patryn incapaces de volver a entrar en el Laberinto. Xar era el único que se había atrevido. Sí, él la entendería, pero quedaría decepcionado.

Marit penetró en la estancia redonda. Los ataúdes de cristal ya no eran visibles, ocultos por la magia sartán, pero percibió su presencia. Y rondar entre sartán muertos no le producía el placer que hubiera imaginado.

Se detuvo lo más lejos posible de la zona donde estaban los ataúdes, en el extremo opuesto de la sala. Una vez allí, se llevó la mano al signo mágico tatuado en su frente e inclinó la cabeza hacia adelante.

—Xar, mi Señor—murmuró.

El Señor del Nexo estuvo con ella al momento.

—Ya sé donde estamos, mi Señor —dijo la patryn en un susurro, sin poder evitar un suspiro—. En el centro del Laberinto. Nos encontramos ante la Primera Puerta.

Hubo un silencio. Después, Xar preguntó:

—¿Y Haplo va a entrar?

—Eso dice, pero dudo que tenga valor para hacerlo. —Marit dudaba de tenerlo ella misma, pero se abstuvo de mencionarlo—. Nadie ha regresado nunca al Laberinto, mi Señor, excepto tú.

«De todos modos —pensó—, ¿qué nos espera si nos quedamos aquí? Nuestras propias tumbas.»

Marit recordó el rostro de la mujer de la urna de cristal. La sartán, dondequiera que estuviese, descansaba en paz. Su muerte había sido dulce.

—¿Qué razón ha dado Haplo para entrar en el Laberinto? —quiso saber Xar.

A Marit le costó articular una respuesta. Titubeó y tuvo la incómoda sensación de que su señor la apremiaba.

—La... su hija, mi Señor—contestó al fin, balbuceante. Había estado a punto de decir,
nuestra
hija.

—¡Bah! ¡Una excusa ridícula! Se ha vuelto ambicioso, nuestro Haplo. Ha conseguido hacerse con el control de Ariano. Ahora, él y ese sartán amigo suyo se proponen subvertir a mi propio pueblo y volverlo contra mí. ¡Entrará en el Laberinto y formará su propio ejército! ¡Es preciso detenerlo...! ¿Dudas de mí, Marit?

Ella percibió su desaprobación, casi colérica, pero no podía evitar lo que sentía.

—Creo que habla en serio... Desde luego, no ha hecho la menor mención de...

—Claro que no. —Xar desechó sus débiles protestas—. Haplo es astuto e inteligente. Pero no conseguirá sus propósitos. Ve con él. Quédate con él. Lucha por sobrevivir. Y no temas, no tendrás que estar ahí mucho tiempo. Sang-drax va camino del Laberinto; a través de mí, os encontrará a ti y a Haplo. Sang-drax me traerá a Haplo.

Ya que tú has fallado.

Marit captó el reproche y lo aceptó en silencio. Lo tenía merecido. Pero la imagen de las espantosas serpientes dragón que había entrevisto en Chelestra asaltó, repulsiva, su mente. Reprimió enérgicamente la visión. Xar se interesaba ahora por otras cuestiones.

—Haplo y el sartán... ¿De qué hablaban? Cuéntame todo lo que dijeron.

—Hablaron de Hugh
la Mano.
El sartán decía que tal vez podría liberar al humano de la maldición de su vida inmortal. Hablaron de Abarrach y de cierta cámara que existe allí. La llaman la Cámara de los Condenados...

—¡Otra vez ese maldito lugar! —Xar estaba irritado—. ¡Haplo no habla de otra cosa! ¡Está obsesionado con eso! Una vez quiso llevarme allí. Yo...

Hizo una pausa.

Una pausa muy larga.

—Yo... he sido un estúpido. Haplo me habría llevado allí —murmuró el Señor del Nexo. Sus palabras llegaron a Marit muy suaves, rozando su frente como alas de mariposa—. ¿Qué más contó de esa cámara? ¿Él o ese sartán hicieron alguna referencia a algo llamado la Séptima Puerta?

—Sí, mi Señor. —Marit se quedó perpleja, asombrada—. ¿Cómo lo has sabido?

—¡Un estúpido! ¡He estado ciego! —Repitió con acritud; después, en tono urgente e imperioso, continuó—: ¿Qué dijeron de ese lugar?

Marit relató todo lo que recordaba.

—¡Sí, eso es! ¡Una sala impregnada de magia! ¡De poder! ¡Lo que puede ser creado, también puede ser destruido!

Marit percibió la agitación de Xar, la sintió atravesar su cuerpo como una sacudida eléctrica.

—¿Dijeron en qué lugar exacto de Abarrach estaba esa cámara, o cómo llegar a ella?

—No, Xar. —La patryn se vio obligada a decepcionar a su señor.

—¡Sigue hablando con él de esa cámara! ¡Descubre lo que puedas: dónde está, cómo se entra...! —El Señor del Nexo se tranquilizó un poco—. Pero no despiertes sospechas, hija. Sé cauta y discreta. Por supuesto, es así como proyectan derrotarme. Haplo no debe llegar nunca a sospechar...

—¿Sospechar qué, mi Señor?

—Sospechar que conozco la existencia de esa cámara donde estás ahora. Sigue en contacto conmigo, hija... o tal vez debería decir esposa.

Xar volvía a estar complacido con ella. Marit no tenía idea de la causa, pero era su señor y sus órdenes debían ser obedecidas sin objeciones. Además, le agradaba saber que tendría su consejo cuando estuvieran en el Laberinto. Sin embargo, lo siguiente que dijo Xar resultó perturbador para ella.

—Le haré saber a Sang-drax dónde estás.

El comentario no la reconfortó en absoluto, aunque Marit sabía que debería hacerlo. Lo único que le produjo fue inquietud.

—Sí, mi Señor.

—Y, naturalmente, no preciso decirte que no menciones a Haplo nada de lo que hemos hablado.

—Por supuesto que no, mi Señor.

La presencia de Xar se desvaneció. Marit se quedó sola. Muy sola. Eso era lo que quería, lo que había escogido. Quien viaja solo, viaja más ligero. Y ella había viajado ligera, muy ligera.

Y ahora volvía a estar en el punto de partida.

Los cuatro (y el perro) se detuvieron en la boca de la caverna, la entrada al Laberinto. La luz grisácea se había vuelto más intensa, pero no más brillante. Haplo calculó que era mediodía. Si querían emprender la marcha, debían hacerlo en aquel momento. Ningún momento era bueno para internarse en el Laberinto, pero era mejor hacerlo con la luz diurna que por la noche.

Marit había vuelto con ellos. Estaba pálida, pero su expresión era de firmeza, con las mandíbulas encajadas.

—Iré con vosotros —se limitó a anunciar, e incluso esto lo dijo con gesto hosco, de mala gana.

Haplo se preguntó qué la habría impulsado a decidirse, pero sabía que no serviría de nada interrogarla. Marit no se lo revelaría nunca y sus preguntas no harían sino alejarla aún más de él. Así era cuando la había conocido. Protegida con una muralla interior. Con paciencia y cuidado, había conseguido encontrar una puerta; una puerta estrecha, pero que le había permitido acceder al interior. Y, entonces, la puerta se había cerrado a cal y canto. El embarazo... Ahora, Haplo sabía que ésta había sido la causa de que Marit lo abandonara y creyó entenderlo.

Desengaño, le había puesto por nombre a la niña.

Y, ahora, la puerta seguía cerrada y atrancada. No había modo de penetrar su muralla. Era imposible entrar y, por lo que podía deducir, Marit había sellado la única salida.

El patryn alzó la vista hacia el signo mágico sartán que relucía sobre el arco de la entrada. Se disponía a penetrar en el Laberinto, el lugar más mortífero que existía, sin más armas que su magia. Pero esto, al menos, no era un problema. En el Laberinto había siempre muchas formas de morir.

—Tenemos que ponernos en marcha —anunció.

Hugh
la Mano
estaba preparado, impaciente por empezar de una vez. Naturalmente, no tenía idea de dónde se estaba metiendo. Aunque no pudiera morir. Además, ¿quién sabía? Tal vez la runa del corazón sartán no pudiera protegerlo de la cruel magia del Laberinto. Marit estaba atemorizada, pero decidida. Iba a seguir adelante, tal vez porque no podía volver atrás.

Eso, o bien albergaba todavía intenciones de matarlo.

Y la única persona..., la última persona cuya presencia Haplo habría pensado necesitar o desear...

—Me gustaría que vinieras, Alfred.

El sartán movió la cabeza.

—No, no te gustaría. Sólo sería un estorbo. Me desmayaría...

Haplo lo observó con aire sombrío.

—Has encontrado de nuevo tu tumba, ¿verdad? Igual que en Ariano.

—Y esta vez no voy a marcharme. —Alfred bajó la vista. A aquellas alturas, debía de conocer al detalle sus zapatos—. Ya he causado demasiados problemas. —Alzó el rostro, lanzó una fugaz mirada a Hugh
la Mano
y volvió a bajar los ojos—. Demasiados... —repitió—. Adiós, maese Hugh. Lo lamento..., lo lamento muchísimo.

—¿Adiós? ¿Eso es todo? —inquirió el asesino con irritación.

—No me necesitas para liberarte de... de la maldición —explicó Alfred en voz baja—. Haplo sabe adonde ir y qué hacer.

No, se dijo Haplo; no lo sabía pero, de todos modos, no importaba. No era probable que llegaran tan lejos.

De pronto, se sintió irritado. Que el maldito sartán se enterrara vivo, si quería. ¿A quién le importaba? ¿Quién lo necesitaba? Alfred tenía razón. No sería más que un estorbo.

Haplo penetró en el Laberinto. El perro volvió la cabeza y dirigió una mirada lastimera a Alfred; después, avanzó al trote tras los talones de su amo. Hugh
la Mano
echó a andar tras el patryn, ceñudo pero aliviado, siempre contento de entrar en acción. Marit cubría la retaguardia. Estaba muy pálida, pero no vaciló.

Alfred se quedó en la entrada, con la vista en los zapatos.

Haplo avanzó por el camino con cautela. Al llegar a la primera bifurcación, se detuvo y examinó ambas ramificaciones. Los dos caminos parecían idénticos y ambos debían de ser igual de malos. Las formaciones rocosas como dientes se alzaban por todas partes, impidiéndole ver más allá. Sólo podía mirar hacia arriba, hacia lo que parecían incontables colmillos rezumantes. Se oía el murmullo de las aguas oscuras que se adentraban en el corazón del Laberinto.

Haplo sonrió para sí en la penumbra. Acarició la cabeza del perro y le hizo volverla hacia la entrada.

Hacia Alfred.

—Adelante, muchacho —ordenó al animal—. ¡Ve a buscarlo!

CAPÍTULO 30

LA CIUDADELA PRYAN

—Ese hechicero horrible no me gusta, Paithan. Creo que deberías decirle que se marche.

—¡Por las orejas de Orn, Aleatha! No puedo decirle al Señor Xar que se vaya. Tiene tanto derecho como nosotros a estar aquí. No somos los dueños...

—Pero estábamos aquí primero.

—Además, no podemos arrojar al anciano caballero a los brazos de los titanes. Sería un asesinato.

El elfo bajó la voz, pero no lo suficiente como para que Xar no pudiera oír todo lo que hablaban.

—Y podría resultarnos útil. Podría ayudarnos y protegernos si los titanes consiguieran entrar. Ya visteis cómo se libró de esos monstruos la primera vez que apareció. ¡Zas! Las luces azules, el fuego mágico...

—Hablando del fuego mágico —intervino el humano, contribuyendo con su pizca de sentido común—, el hechicero podría hacernos lo mismo a nosotros, si lo sacamos de sus casillas.

Lejos de allí, Xar murmuró con una desagradable sonrisa:

—No es probable. El esfuerzo no merecería la pena.

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