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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (43 page)

BOOK: En el Laberinto
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Xar volvió la vista hacia la ventana y contempló fijamente, durante largo rato, el panorama que se divisaba desde ella. Contempló la nave protegida por las runas sartán y el ejército de titanes situado entre él y su medio de fuga.

—Sang-drax lo traerá —declaró por fin.

—No lo hará —replicó el anciano—. ¿Apuestas algo?

—¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Qué motivo podría tener?

—¿Qué motivo? Impedir que Haplo y tú alcancéis la Séptima Puerta —expuso el viejo con gesto triunfal.

—Entonces... —murmuró Xar, volviéndose para mirar a la cara al anciano—. Entonces, tú conoces la existencia de la Séptima Puerta...

El viejo se dio unos nerviosos tirones de la barba.

—La cuarta carrera en el hipódromo. Una yegua. Séptima Puerta. Seis a uno. Prefiere las pistas embarradas.

Xar frunció el entrecejo y avanzó hacia el viejo hasta colocarse tan cerca que su aliento movía las sedosas canas de su desconocido interlocutor.

—¡Vas a decírmelo! ¡De lo contrario, puedo hacer que los próximos minutos te resulten muy desagradables!

—Sí, no tengo la menor duda de que podrías.

La expresión vaga abandonó los ojos del viejo y los dejó llenos de un dolor indecible, un dolor que Xar no podía ni soñar en reproducir jamás.

—Pero todo lo que me hicieras sería inútil —continuó con un suspiro—. Te aseguro que no sé dónde está la Séptima Puerta. Nunca he estado allí. No estaba de acuerdo, ¿sabes? Quería detener a Samah, si podía. Así se lo dije. Los miembros del Consejo enviaron los guardias para llevarme por la fuerza. Necesitaban mi magia. Soy un hechicero poderoso, muy poderoso... —El anciano le dirigió una sonrisa breve y apenada—. Pero cuando los guardias se presentaron, yo ya no estaba. No podía abandonar a la gente. Esperaba poder salvarla. Y por eso me dejaron atrás. Me abandonaron. En la Tierra. Y lo vi. Vi el final, la Separación.

El anciano tomó aire con respiración temblorosa antes de proseguir:

—Yo no podía hacer nada. No había remedio. No había salvación posible para la gente, para ninguna de las «lamentables pero inevitables bajas civiles»... Samah dijo que era una cuestión de prioridades:

«No podemos salvarlos a todos. Y los supervivientes quedarán en mejor situación».

»Y, así, Samah los abandonó a la muerte. Yo lo vi... Lo vi todo...

Un pronunciado temblor recorrió el delgado cuerpo del anciano. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y una mueca de horror empezó a contraer su rostro; una mueca tan espantosa, tan horrible, que Xar, a pesar de sí mismo, se echó hacia atrás con repugnancia.

El anciano abrió sus finos labios como si fuera a lanzar un grito, pero no surgió de ellos ningún sonido. Sus ojos se abrieron más y más, reviviendo unos horrores que sólo él podía ver, que sólo él podía recordar.

—Los incendios que devoraban ciudades, llanuras y bosques. Los ríos que bajaban rojos de sangre. Los océanos en ebullición, cuyo vapor ocultaba la luz del sol. Los cuerpos quemados de los incontables muertos. Los vivos que corrían de un sitio a otro, sin lugar donde refugiarse.

—¿Quién eres tú? —inquirió Xar, perplejo—. ¿Qué eres?

El viejo soltó el aire de los pulmones con una especie de estertor, y la saliva le salpicó los labios.

—Cuando todo terminó, Samah me atrapó y me envió al Laberinto, pero escapé al Nexo. Todos esos libros que leíste... eran míos. Escritos de mi puño y letra. —El anciano parecía vagamente orgulloso de ello—. Eso fue antes de la enfermedad. Yo no recuerdo la enfermedad, pero mi dragón me habla de ella. Fue después de ella cuando el dragón me encontró y me tomó a su cuidado...

—¿Quién eres? —repitió Xar.

El Señor del Nexo clavó la mirada en los ojos del viejo... y lo que vio en ellos fue la locura.

Su constatación cayó como un telón final que amortiguó los recuerdos, apagó los fuegos, cubrió los cielos al rojo vivo y barrió el horror.

La locura. ¿Un don... o un castigo?

—¿Quién eres? —preguntó por tercera vez.

—¿Que cómo me llamo? —El viejo le dedicó una sonrisa inexpresiva, vacía—. Mi nombre es Bond, James Bond.

CAPÍTULO 31

LA CIUDADELA PRYAN

Aleatha cruzó velozmente la verja de acceso al laberinto. La falda se le enganchó en una zarza y tiró de ella con un juramento. Le produjo una siniestra satisfacción oír desgarrarse la tela. ¿Y qué si sus ropas terminaban en pedazos? ¿Qué importaba eso, si nunca más volvería a salir de allí, si nunca más volvería a hacer nada con alguien interesante...?

Irritada y abatida, se enroscó sobre el banco de mármol y se entregó al lujo de la autocompasión. A través de los setos le llegó el sonido de los otros tres, que seguían discutiendo fuera del laberinto. Roland preguntó si no deberían ir detrás de Aleatha, y Paithan dijo que no, que la dejaran en paz; su hermana no llegaría muy lejos y, en cualquier caso, ¿qué podía sucederle?

—Nada —intervino Aleatha melancólica—. No me sucederá nada. Nunca más.

Finalmente, sus voces se apagaron y sus pisadas se desvanecieron. La elfa estaba sola.

—Es como si estuviera en prisión —musitó mientras contemplaba los muros verdes de los setos, con sus ángulos y sus líneas rectas antinaturales, severas y enclaustrantes—. Aunque hasta una cárcel sería mejor que esto. Los presos, al menos, tienen alguna oportunidad de escapar; yo no. No tengo adonde ir, excepto este mismo lugar. Nadie a quien ver, salvo los de siempre. Un día y otro y otro... a lo largo de los años. Pasando el tiempo tediosamente hasta que todos estemos locos de atar.

Echada en el banco, encogida, rompió a llorar a lágrima viva. ¿Qué importaba si se le enrojecían los ojos o se le hinchaba la nariz? ¿Qué importaba quién la viera con aquel aspecto? No le importaba a nadie. Nadie la quería. Todo el mundo la odiaba. Y ella los odiaba a todos. Odiaba a aquel horrendo Señor Xar. Había algo alarmante en aquel hechicero...

—Vamos, no hagas eso —dijo, de pronto, una voz ronca—. Te pondrás enferma.

Aleatha se incorporó rápidamente hasta quedar bien sentada, parpadeó para contener las lágrimas y buscó lo que quedaba de su pañuelo, el cual, como consecuencia de haber sido destinado a diversos usos, era ahora poco más que un harapo de encaje deshilachado. No lo encontró y acabó secándose los ojos con el borde del chal.

—¡Ah, eres tú! —murmuró.

Drugar se hallaba ante ella, observándola con una mueca ceñuda. Sin embargo, su tono de voz era amable y casi tímidamente tierno. Aleatha sabía reconocer la admiración de los hombres y, aunque procediera del enano, se sintió más tranquila.

—No pretendía decirlo en ese tono —se apresuró a añadir, dándose cuenta de que sus anteriores palabras no habían sido precisamente agradables—. En realidad, me alegro de verte a ti, y no a cualquiera de los otros. Tú eres el único razonable. ¡Los demás son estúpidos! Ven, siéntate aquí.

Dejó sitio al enano en el banco.

Drugar titubeó. Rara vez se sentaba en presencia de los humanos y de los elfos, debido a su estatura. Tenía las piernas tan cortas que, cada vez que tomaba asiento en algún mueble fabricado para ellos, los pies no le llegaban al suelo y le quedaban colgando en una postura que a Drugar le parecía indigna y pueril. En esas ocasiones, el enano apreciaba —al menos, creía apreciar— en la mirada de los otros una tendencia a infravalorarlo a causa de aquel detalle.

No obstante, no se sentía en absoluto así en compañía de Aleatha. La elfa le sonreía —cuando estaba de buen humor, por supuesto— y lo escuchaba con respetuosa atención, como si admirase lo que Drugar hacía y decía.

A decir verdad, Aleatha reaccionaba ante Drugar igual que ante cualquier otro hombre: flirteaba con él. Era un coqueteo inocente, casi inconsciente. El único modo de relacionarse con los hombres que conocía Aleatha era hacerlos enamorarse de ella. En cuanto a las mujeres, no conseguía establecer relación con ellas de ninguna manera. La elfa sabía que Rega deseaba su amistad y, muy en el fondo,

Aleatha pensaba que quizá sería divertido tener a otra mujer con la que hablar, reír y compartir esperanzas y temores. Pero, en una época anterior de su vida, había sufrido la envidia de su hermana mayor, Calandra —poco seductora y poco deseable—, a causa de su belleza, a pesar del amor ciego que le profesaba.

Aleatha había terminado por creer que las demás mujeres compartían los sentimientos de Calandra... y es preciso reconocer que así era en la mayoría de los casos. Aleatha hacía ostentaciones de su belleza, la arrojaba a la cara de Rega como un guante, convirtiéndola en un desafío. Convencida secretamente de ser inferior a Rega, sabiéndose menos inteligente, cautivadora y simpática que la humana, la elfa utilizaba su belleza como florete para mantener a distancia a la otra mujer.

En cuanto a los hombres, Aleatha sabía que, una vez que descubrían que por dentro no valía nada, la abandonaban. Por eso había convertido en costumbre anticiparse y dejarlos ella. Pero esta vez no tenía adonde ir. Lo cual significaba que, tarde o temprano, Roland lo descubriría y, en lugar de amarla, la odiaría. Si no lo hacía ya. Aunque poco le importaba a Aleatha lo que el humano opinara de ella.

Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Se sentía sola, desesperadamente sola...

Drugar carraspeó. Se había colgado del borde del banco, y sus pies rozaban a duras penas el suelo. Se le rompía el corazón viendo la pena de Aleatha; comprendía su desdicha y su miedo. En cierto extraño modo, se dijo, los dos eran parecidos: las diferencias físicas los mantenían aparte de los demás. A los ojos de éstos, él era bajo y feo. Y Aleatha era la bella. Alargó la mano y dio unas torpes palmaditas de consuelo en el hombro a la elfa. Para su sorpresa, ella se acurrucó contra él y, apoyando la cabeza en su recio hombro, sollozó en su espesa barba negra.

El corazón doliente de Drugar casi estalló de amor. Con todo, comprendió que, por dentro, Aleatha era una niña, una chiquilla perdida y asustada que recurría a él en busca de consuelo, nada más. Contempló los rizos rubios y sedosos que se mezclaban con sus ásperos cabellos negros y tuvo que cerrar los ojos para reprimir el escozor de las lágrimas. Siguió abrazándola suavemente hasta que los sollozos de Aleatha cesaron; entonces, para evitar a ambos un momento de apuro, se apresuró a hablar.

—¿Te gustaría ver qué he descubierto? Está en el centro del laberinto.

Aleatha levantó el rostro, azorada.

—Sí, me encantaría. Cualquier cosa es mejor que no hacer nada.

Se puso en pie, se alisó el vestido y se enjugó las lágrimas.

—¿No se lo contarás a los demás? —preguntó Drugar.

—No, claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo? —Respondió Aleatha con altivez—. Ellos me ocultan secretos. Paithan y Rega. Sé que lo hacen. Éste será nuestro secreto, tuyo y mío —añadió y tendió la mano al enano.

¡Por el Uno Enano, estaba enamorado de aquella elfa!, se dijo Drugar al tiempo que tomaba su mano. Aunque la suya era pequeña, la de ella cabía perfectamente en su palma. El enano la condujo de la mano por el laberinto hasta que el paso se hizo demasiado estrecho y no pudieron seguir avanzando uno al lado del otro. Entonces la soltó, advirtiendo a Aleatha que no se separara de él, no fuera a perderse entre las mil y una vueltas y revueltas del lugar.

La advertencia era innecesaria. Los setos eran allí altos y excesivamente crecidos y formaban a menudo un dosel verde que borraba de la vista el cielo o cualquier otra cosa. En el interior reinaba una oscuridad verdosa, un agradable frescor y una gran quietud.

Al inicio de su recorrido por el laberinto, Aleatha había intentado seguir la pista de su avance: dos giros a la derecha, uno a la izquierda, otro a la derecha, otro a la izquierda, luego dos veces más a la izquierda, una vuelta completa en torno a la estatua de un pez... Pero a partir de allí se había confundido y se había perdido por completo. Se mantuvo tan cerca del enano que casi tropezó con él; la larga falda se enredaba constantemente en los tacones de Aleatha, pero su mano no soltaba la manga del enano.

—¿Cómo sabes por dónde vas? —inquirió la elfa, nerviosa.

Drugar se encogió de hombros.

—Mi pueblo ha vivido siempre en túneles. A diferencia de vosotros, no nos confundimos fácilmente cuando dejamos de ver el cielo o el sol. Además, hay un método. Se basa en las matemáticas. Si quieres, puedo explicártelo... —apuntó.

—No te molestes. Si no tuviera los dedos, sería incapaz de contar hasta diez. ¿Queda mucho para el centro?

Aleatha nunca había sentido un gran entusiasmo por el ejercicio físico.

—No mucho —gruñó Drugar—. Y, cuando lleguemos, hay un sitio para descansar.

Aleatha suspiró. Al principio, todo aquello había resultado emocionante. Allí, entre los setos, había un ambiente misterioso y era divertido imaginarse pérdida, sin olvidar por un solo instante la reconfortante certeza de que no lo estaba. Pero ahora empezaba a aburrirse. Y comenzaban a dolerle los pies.

Y todavía les quedaba todo el trayecto de regreso.

Cansada y malhumorada, miró a Drugar con cierta suspicacia. Al fin y al cabo, el enano había intentado matarlos a todos, en cierta ocasión. ¿Y si la había llevado allí con algún propósito atroz? Estaba lejos de los otros; nadie oiría sus gritos. Se detuvo y echó una mirada atrás, acariciando la idea de dar media vuelta y regresar por donde había venido.

Se le cayó el alma a los pies. No tenía idea de qué camino tomar. ¿Habían doblado a la derecha, o tal vez habían venido por el camino de en medio, sin desviarse...?

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