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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (46 page)

BOOK: En el Laberinto
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—¡Perro! ¡Salta!

El perro se preparó y, cuando la roca ya cedía bajo sus patas, impulsó su cuerpo al aire cargado de polvo. El animal aterrizó sobre Alfred, y ambos cayeron de bruces al suelo.

Unos peñascos cayeron en el camino, y obstruyeron el acceso a la salida. Haplo ayudó a ponerse en pie al sartán y lo sacudió. Alfred empezaba a poner los ojos en blanco y su cuerpo flaqueaba.

—Si te desmayas, morirás aquí mismo. ¡Y yo también! —Le gritó Haplo—. ¡Usa la magia, maldita sea!

Alfred parpadeó y fijó la mirada. Después, hizo una sonora inspiración. Entonando las runas con voz temblorosa, abrió los brazos y empezó a volar hacia la salida, cuyo tamaño decrecía por momentos.

—Vamos, muchacho —ordenó Haplo, y se lanzó hacia adelante. Su magia rúnica golpeó las rocas que obstruían el paso, las reventó en pedazos y envió éstos rodando fuera del camino.

Alfred se coló volando por la abertura de la caverna. Con su manera de batir los brazos y las piernas extendidas hacia atrás, parecía una grulla con levita.

Una roca enorme se desplomó encima de Haplo, lo derribó y le atrapó una pierna. La abertura estaba cerrándose y la montaña se desmoronaba sobre él. Lo único que quedaba de la salida era un leve resplandor de luz grisácea. Utilizando la magia como cuña, Haplo liberó la pierna de debajo de la roca y se lanzó hacia adelante para introducir el brazo por el conducto casi obturado.

El túnel de luz se ensanchó. Unas runas sartán llameantes rodearon su mano, potenciando el fulgor de las runas patryn tatuadas en ella.

—¡Tira de él! —Oyó gritar a Alfred—. ¡Yo mantendré abierto el conducto!

Hugh
la Mano
asió a Haplo y tiró de él a través del túnel forjado por la magia. Haplo se puso en pie al instante y echó a correr. El asesino y Alfred corrían a su lado y el perro los precedía entre excitados ladridos. Alfred, por supuesto, tropezaba continuamente con sus propios pies. Haplo no aminoró la marcha un ápice, pero ayudó al sartán a mantenerse en pie y seguir adelante.

Marit los esperaba, plantada en un saliente rocoso.

—¡Ponte a cubierto! —le gritó Haplo.

Un alud de roca y árboles astillados se deslizó por la ladera con un estruendo atronador.

Haplo se arrojó de bruces al suelo y arrastró a Alfred junto a él. La magia rúnica del patryn lo protegería y esperaba que Alfred tendría suficiente buen juicio como para recurrir a la suya. Rocas y cascotes rebotaron en los escudos mágicos o se estrellaron en torno a ellos. El suelo se estremeció hasta que, de pronto, todo quedó en calma.

Despacio, Haplo irguió el cuerpo hasta quedar sentado en el suelo.

—Me parece que ahora ya no podrás volver atrás, Alfred —murmuró.

Media montaña se había hundido sobre sí misma. Gigantescas losas de roca obstruían lo que había sido la entrada a la caverna, sellando ésta para siempre, quizás.

Haplo contempló el montón de cascotes con un extraño presentimiento. ¿A qué venía aquella inquietud? En realidad, no había pensado en ningún momento en volver atrás por aquel camino. Tal vez no era más que el temor instintivo que le producía ver que se cerraba una puerta a su espalda. Aun así, ¿por qué el Laberinto había decidido de pronto cerrarles aquella salida?

Marit, sin saberlo, expresó en voz alta los pensamientos del patryn.

—Esto nos deja una única salida: la Última Puerta.

Un eco lúgubre le devolvió el sonido de sus palabras tras rebotar en la montaña desmoronada.

La Última Puerta.

CAPÍTULO 34

EL LABERINTO

No puedo más —dijo Alfred con un jadeo, al tiempo que se derrumbaba sobre una roca plana—. Tengo que descansar.

La última carrera, con la amenaza de que le cayera encima la montaña, había sido demasiado para el sartán, que se sentó en la roca con los hombros hundidos, entre jadeos y resoplidos. Marit le dirigió una mirada desdeñosa, que amplió a Haplo. Después, apartó el rostro.

Te lo dije,
se leía en su mueca ceñuda.
Eres un estúpido.

—Todavía no, Alfred —dijo el patryn sin aspavientos—. No podemos quedarnos aquí, al descubierto. Primero, busquemos un refugio; después podremos descansar.

—Sólo un momento —suplicó Alfred con un hilo de voz—. Esto parece tranquilo...

—Demasiado tranquilo —apuntó Marit.

Estaban en un bosquecillo de árboles achaparrados que, a juzgar por su tamaño atrofiado y por lo retorcido de sus ramas, parecían haber librado una lucha desesperada por la vida a la sombra de la montaña. Ralos manojos de hojas colgaban desmayadamente de los extremos de las ramas. Después del hundimiento de la montaña, el sol del Laberinto alcanzaba los árboles quizá por vez primera, pero aquella luminosidad grisácea no producía la menor alegría, el menor consuelo. Las hojas dejaban escapar un susurro doliente al moverse, y Marit advirtió con inquietud que aquél era el único sonido en la tierra.

La patryn extrajo la daga de la bota. El perro se incorporó de un brinco y emitió un gruñido. Hugh
la Mano
la observó con recelo. Sin prestar atención al mensch ni al animal, Marit dirigió unas palabras al árbol en su idioma, disculpándose por hacerle daño y explicándole su urgente necesidad. Después, empezó a desgajar una rama.

Haplo también se había percatado del silencio.

—Sí, todo está tranquilo. Demasiado tranquilo. El alud debe de haberse oído a leguas de distancia. Seguro que alguien ya se ha puesto en camino hacia aquí para investigar. Y no tengo intención de seguir aquí cuando llegue.

—Pero... sólo ha sido un deslizamiento de tierras. —Alfred estaba perplejo—. Una avalancha de rocas. ¿Por qué habría de interesarse nadie...?

—Pues el Laberinto, desde luego, parece muy interesado en nosotros. Acaba de arrojarnos encima una montaña, ¿no? —Haplo se limpió el sudor y el polvo del rostro.

Marit terminó de arrancar la rama y procedió a despojarla de brotes, ramitas y hojas medio muertas.

Haplo se colocó en cuclillas ante Alfred.

—¿No lo entiendes todavía, maldita sea? El Laberinto es una entidad inteligente. No sé qué la gobierna, ni cómo, pero el Laberinto conoce... lo sabe todo. —Calló unos instantes, pensativo, antes de añadir—: Sin embargo, noto algo distinto en él. Capto algo... Miedo...

—Sí —dijo Alfred—. Estoy aterrorizado.

—No, no me refiero a nuestro miedo, sino al suyo. El Laberinto está asustado.

—¿Asustado? ¿De qué tiene miedo?

Haplo lo miró con una sonrisa tensa en los labios.

—Por extraño que parezca, de nosotros. De ti, sartán.

Alfred movió la cabeza en un gesto de negativa.

—¿Cuántos sartán heréticos fueron enviados a través del Vórtice? ¿Unos centenares..., mil? —preguntó Haplo.

—No lo sé —susurró Alfred al encaje del cuello de su camisa desaseada.

—¿Y cuántas montañas se derrumbaron sobre ellos? Ninguna, supongo. Esa montaña ha estado ahí muchísimo tiempo pero ahora llegas tú, entras en el Vórtice y... ¡y
bam!.
Y ten la seguridad de que el Laberinto no va a rendirse.

Alfred miró a Haplo con consternación.

—¿Por qué? ¿Qué razón podría haber para que me tuviera miedo?

—Tú eres el único que conoce la respuesta —contestó Haplo.

Marit, que procedía a aguzar la punta de la rama con la daga, se mostró de acuerdo con Alfred. ¿Por qué iba a temer el Laberinto a un mensch, dos víctimas que volvían a su seno y un sartán débil y gimoteante? No obstante, la patryn conocía el Laberinto; lo conocía tan bien como Haplo. El Laberinto era inteligente y malévolo. El alud de rocas había sido un intento deliberado de acabar con ellos y, al no dar resultado, el lugar había cerrado su única vía de escape.

Aunque tampoco ésta resultaba muy prometedora, dado que no existía nave alguna que pudiera sacarlos de allí a través de la Puerta de la Muerte.

Miedo. Con un súbito regocijo embriagador, Marit se dio cuenta de que Haplo tenía razón. El Laberinto tenía miedo. Toda la vida había sido ella quien lo sentía, y ahora le tocaba a él. Estaba más atemorizado de lo que ella había estado nunca. Hasta aquel momento, el Laberinto no había intentado nunca impedir la entrada a nadie. Una y otra vez, había permitido que Xar entrase en la Última Puerta. El lugar siempre parecía acoger de buen grado el encuentro y la nueva oportunidad de destruirlo. A Xar nunca le había cerrado la puerta como había intentado hacerles a ellos. Y, en cambio, ninguno de ellos, ni todos juntos, podían compararse en poder con el Señor del Nexo.

Entonces, ¿por qué? ¿Cuál era la razón de que el Laberinto los temiera de aquella forma? El júbilo la abandonó y la dejó aterida. Necesitaba hablar con Xar e informarle de lo sucedido. Quería su consejo. La patryn arrancó otra rama con la ayuda de la daga mientras se preguntaba cómo haría para encontrar una oportunidad de estar a solas.

—No comprendo nada de esto —dijo Hugh
la Mano,
al tiempo que miraba a su alrededor con expresión sombría—. Y no le habría dado crédito si no hubiese visto a esa condenada Hoja Maldita cobrar vida propia. Pero conozco el miedo. Sé lo que hace un hombre y supongo que no es muy distinto en un puñado de rocas inteligentes. El miedo hace a un hombre desesperado y temerario. —El asesino se contempló las manos con una sonrisa tétrica—: Yo me enriquecí con el miedo de otros.

—Y así es como reaccionará el Laberinto —asintió Haplo—. Con desesperación, temerariamente. Por eso no podemos permitirnos un descanso. Ya llevamos suficiente retraso...

Los signos mágicos de sus manos despedían un desvaído fulgor azulado, teñido de rojo.

Marit volvió la vista a los tatuajes de su cuerpo y apreció en ellos la misma advertencia. El peligro no estaba cerca, pero tampoco muy lejos.

Alfred se incorporó, pálido y conmocionado.

—Lo intentaré —musitó con gesto animoso.

Marit trazó un runa de curación sobre el árbol y arrancó otra rama. Sin una palabra, entregó a Haplo la primera tosca lanza que había fabricado. El patryn titubeó, sorprendido de que Marit pensara en él y complacido ante aquella muestra de preocupación. Aceptó la lanza y, al cogerla, sus manos se rozaron.

Él le dirigió aquella calmosa sonrisa suya. La luz de sus ojos, de su sonrisa, tan dolorosamente familiar, penetró en Marit hasta su corazón.

Pero el único efecto que produjo la luz fue iluminar el vacío. Marit alcanzó a ver hasta el ultimo rincón de su interior, sus muros sombríos, sus ventanas atrancadas, sus puertas cerradas.

Era mejor la oscuridad. Apartó el rostro.

—¿Hacia dónde, ahora?

Haplo tardó en contestar. Cuando lo hizo, su voz sonó fría, tal vez decepcionada. O quizá Marit estaba consiguiendo su propósito, y Haplo empezaba a aprender a odiarla.

—Hacia lo alto de esos riscos —indicó—. Desde allí deberíamos tener una buena vista del terreno y hasta localizar un camino, tal vez.

—¿Existe un camino? —Hugh
la Mano
miró a su alrededor, incrédulo—. ¿Quién lo ha hecho? Este lugar parece desierto.

—Lleva desierto cientos de años, probablemente. Pero sí, existe un camino. Esto es el Laberinto, ¿recuerdas? Una creación artificial, realizada por nuestros enemigos. El camino lo recorre de parte a parte y conduce al final... de más de una manera. Hay un viejo dicho: «Uno abandona el camino bajo su propio riesgo. Uno se ciñe al camino bajo su propio riesgo».

—¡Maravilloso! —refunfuñó Hugh. Hurgó en los pliegues de su ropa, sacó la pipa y la miró con añoranza—. Supongo que en este condenado lugar no habrá esterego, ¿verdad?

—No, pero cuando lleguemos a algún asentamiento de pobladores, allí tienen una mezcla de hojas secas que se fuma en ocasiones rituales. Te darán un poco. —Se volvió hacia Marit con una sonrisa—: ¿Recuerdas aquella ceremonia en el poblado, cuando...?

—Será mejor que te ocupes de tu amigo sartán —lo interrumpió ella. Marit había evocado la misma imagen en el mismo momento. Haplo tenía la mano en la puerta de su ser e intentaba abrirla por la fuerza. Ella arrimó el hombro para impedirle el paso—. Viene cojeando.

Apenas habían recorrido un breve trecho y el sartán ya empezaba a rezagarse.

—Me parece que me he torcido el tobillo —dijo Alfred en tono de disculpa.

—Mejor sería que se hubiera roto el cuello —murmuró Marit en tono despectivo.

—Lo siento terriblemente... —empezó a disculparse el sartán, pero advirtió la mirada amenazadora de Haplo y se tragó el resto.

—¿Por qué no usas la magia, Alfred? —sugirió el patryn con laboriosa paciencia.

—Creía que no teníamos tiempo. El proceso curativo...

Haplo reprimió una exclamación exasperada.

—¡No hablo de curar! Puedes flotar, volar como lo hiciste para salir de la caverna. ¿O ya se te ha olvidado?

—No, no lo he olvidado. Es sólo que...

—Incluso podrías resultarnos de utilidad —continuó Haplo rápidamente, pues no quería darle tiempo para pensar—. Puedes otear lo que tenemos delante.

—Bueno, si crees de veras que servirá de algo... —Alfred aún parecía tener sus dudas.

—¡Limítate a hacerlo! —masculló el patryn con los dientes apretados.

Marit supo qué rondaba por la cabeza de Haplo. El Laberinto los había dejado en paz demasiado tiempo.

Alfred inició su danza con una especie de saltitos sobre el pie lesionado. Agitó las manos y entonó un tarareo con voz gangosa. Lentamente, sin esfuerzo, se alzó en el aire y se desplazó con suavidad hacia adelante. El perro, en un estado de gran excitación, lanzó un ladrido gozoso y saltó, juguetón, tratando de morder los pies colgantes del sartán que lo sobrevolaban.

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