En el Laberinto (49 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
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Haplo escuchó un gruñido. Marit lanzó un grito de advertencia y dejó caer a Hugh. Un bulto pesado impactó en Haplo por la espalda y arrojó al suelo al patryn. Un aliento fétido sobre su rostro lo puso al borde del vómito. Unas garras le rasgaron la carne. La magia defensiva de Haplo reaccionó con un chisporroteo de fuego rúnico azulado. El hombre tigre soltó un aullido de dolor, y el peso que soportaba el patryn desapareció de sus hombros.

Pero, si lo había alcanzado uno de los hombres tigres, los demás no andarían muy lejos. Haplo se incorporó ayudándose de las manos y se mantuvo en pie con dificultades. Escuchó los agudos gritos de batalla de Marit y la vio brevemente mientras plantaba cara a una de las bestias con una lanza. Haplo desenvainó la daga cuando otro hombre tigre lo atacó, esta vez por un flanco. Bestia y patryn rodaron por el suelo; Haplo hundió el arma una y otra vez en el cuerpo del hombre tigre mientras éste acuchillaba su rostro desprotegido con sus afiladas garras.

Un sonoro ladrido resonante, potente como un trueno, restalló encima de ellos. El perro había depositado en el suelo a Alfred y había regresado para participar en la reyerta. El animal agarró al hombre tigre que había asaltado a Haplo y empezó a sacudirlo con la intención de romperle el espinazo.

Y de pronto, para su asombro, Haplo escuchó gritos y voces procedentes del bosque. Unas flechas pasaron silbando sobre su cabeza y varios hombres tigres cayeron abatidos entre maullidos de dolor.

De entre los árboles apareció un grupo de patryn que hizo retroceder a los hombres tigres con una lluvia de lanzas y jabalinas. Otra andanada de flechas obligó a las bestias a huir a través de la llanura, llenas de rabia y frustración.

Haplo había quedado aturdido y ensangrentado; los cortes de su rostro lo abrasaban.

—Marit... —murmuró, tratando de localizarla entre la confusión.

La vio sobre el cuerpo de un hombre tigre, empuñando una lanza ensangrentada. Se relajó al encontrarla ilesa. Varios patryn se habían encargado de Hugh
la Mano
y, aunque evidentemente perplejos a la vista de un hombre cuya piel carecía de tatuajes, lo transportaban con cuidado pero a toda prisa al abrigo del bosque.

Haplo se preguntó cansadamente qué opinión se habrían formado de Alfred. Una mujer hincó la rodilla a su lado.

—¿Puedes caminar? Hemos tomado por sorpresa a esas bestias, pero una manada tan numerosa no tardará en recobrar el valor. Vamos, te ayudaré.

La mujer alargó su mano para tomar la de Haplo y ayudarlo a ponerse en pie, quizá para compartir su magia con él, pero alguien se adelantó a ella. La mano de Marit asió la de Haplo.

—Gracias, hermana. Ya tiene quien lo ayude.

—Está bien, hermana —respondió la mujer con una sonrisa y un encogimiento de hombros. Se incorporó y volvió la vista hacia las bestias, que se habían retirado pero acechaban a prudente distancia.

Haplo se puso en pie, magullado, con la colaboración de Marit. Se había torcido una rodilla al caer y, cuando intentó apoyar el peso en ella, una punzada de dolor le recorrió la pierna. Levantó una mano para tocarse el rostro con mucho cuidado y, al retirarlo, vio los dedos rojos de sangre.

—Has tenido suerte; por poco, las garras te vacían un ojo —le dijo Marit—. Ven, apóyate en mí.

La lesión de Haplo no era grave; podría haber probado a andar sin ayuda. Pero no tenía especiales deseos de hacerlo. Rodeó con su brazo los hombros de Marit y los fuertes brazos de la mujer le rodearon la cintura y lo sostuvieron.

—Gracias —dijo él en voz baja—. Por esto y por...

Ella lo interrumpió:

—Ahora estamos en paz. Tu vida por la mía.

Y, aunque el tono de su voz era gélido, su contacto era afectuoso. Haplo intentó sondear en sus ojos, pero Marit mantuvo la mirada apartada de él. El perro, que había recuperado su tamaño normal, retozaba de nuevo a su lado, alegremente. Cundo dirigió la vista hacia el bosque, descubrió a Alfred de pie, apoyado sobre una sola pierna como un ave desgarbada y retorciéndose las manos con inquietud. Los patryn habían trasladado a Hugh
la Mano
hasta los árboles. El asesino había recuperado el sentido y ya intentaba incorporarse, rechazando la ayuda de los rescatadores y rehuyendo la curiosidad y el desconcierto que despertaba en ellos.

—Si no te hubieras detenido para ayudar al mensch, habríamos llegado al bosque sanos y salvos —dijo Marit bruscamente—. Ha sido una estupidez. Deberías haberlo dejado.

—Los hombres tigres lo habrían matado.

—¡Pero si, según tú, no puede morir!

—Sí que puede —replicó Haplo. Posó la pierna herida en el suelo inadvertidamente, y una mueca de dolor le cruzó el rostro—. Luego, vuelve a la vida y recupera también la memoria. Y los recuerdos son peor aún que la agonía. —Hizo una breve pausa y añadió—: Nos parecemos mucho, ese humano y yo...

Marit permaneció callada y pensativa. Haplo se preguntó si habría comprendido lo que le contaba. Casi habían llegado al lindero del bosque; la patryn se detuvo y lo miró de soslayo.

—El Haplo que conocía lo habría dejado atrás.

¿Qué quería decir con eso? El tono de voz no lo revelaba. ¿Era una alabanza ambigua?

¿O una acusación?

CAPÍTULO 36

EL LABERINTO

Los hombres tigres lanzaron aullidos de frustración cuando los patryn penetraron en el bosque.

—Si tú y tus amigos podéis seguir un poco más antes de descansar para curaros —dijo la mujer a Haplo—, deberíamos continuar adelante. Se han dado casos en que los hombres tigres han seguido a sus presas al interior del bosque. Y un grupo tan numeroso no se dará por vencido fácilmente.

Haplo miró a su alrededor. Hugh
la Mano
estaba pálido y tenía la cabeza cubierta de sangre, pero se mantenía en pie. No comprendía las palabras de la mujer, pero adivinaba a qué se referían. Cuando vio la mirada inquisitiva de Haplo, asintió gravemente.

—Puedo seguir.

Haplo dirigió la mirada a Alfred. El sartán volvía a pisar con ambos pies con la firmeza y seguridad de costumbre (lo cual, en el caso de Alfred, significaba tropezar con cualquier raíz que sobresaliera un poco del suelo, y así sucedió ante los ojos de Haplo). Tras recuperar el equilibrio, dirigió una sonrisa al patryn y agitó las manos. Cuando habló, lo hizo en el idioma de los humanos, como había hecho Hugh.

—He aprovechado el tumulto... Cuando han salido a ayudaros, mientras nadie miraba, yo... en fin, la idea de tener que montar otra vez en ese perro... He creído que sería más sencillo...

—Es decir, te has curado a ti mismo —resumió Haplo.

También empleó el lenguaje humano. Los patryn, que los observaban, habrían podido utilizar su magia para comprender aquella lengua mensch, pero habían decidido no hacerlo; por cortesía, probablemente. Sin embargo, no habrían necesitado la magia para entender el idioma sartán, una lengua basada en las runas. Quizá no les gustara, pero no tendrían dificultades en reconocerla.

—Sí, me he curado —confirmó Alfred—. Lo he considerado preferible. Ahorra tiempo y problemas...

—Y preguntas indiscretas —añadió Haplo con suavidad.

Alfred miró a hurtadillas a los otros patryn y se ruborizó.

—Eso, también.

Haplo suspiró y se preguntó cómo no había caído antes en ello. Si los patryn descubrían que Alfred era un sartán —su enemigo ancestral, un enemigo al que aprendían a odiar desde el momento mismo en que alcanzaban a comprender qué era el odio—, no había modo de saber cuál sería su reacción. Muy bien, se dijo: intentaría mantener la ficción de que Alfred era un mensch, igual que Hugh. Ya sería bastante difícil explicar la presencia de éste, pues la mayoría de los patryn aún encerrados en el Laberinto no habrían oído hablar jamás de las razas llamadas «inferiores». En cambio, todos sabrían quién era un sartán.

Alfred miró de soslayo a Marit.

—No te traicionaré —murmuró ella en tono despreciativo—. Al menos, por ahora. Podrían descargar su ira sobre todos nosotros.

Con una mirada mordaz al sartán, se separó del lado de Haplo. Varios de los patryn empezaban a adelantarse al grupo para explorar el camino que iban a recorrer. Marit se unió a ellos.

Haplo concentró sus pensamientos en los peligros más inmediatos.

—Mantente cerca de Hugh —ordenó a Alfred—. Adviértele que no haga ninguna mención de los sartán. Es mejor que no les demos ideas.

—Entiendo. —Alfred siguió con la mirada a Marit, que avanzaba entre varios patryn—. Lo siento, Haplo —añadió en un susurro—. Por culpa mía, tu gente se ha convertido en tu enemigo.

—Olvídalo —respondió Haplo con expresión sombría—. Limítate a hacer lo que te diga. Aquí, muchacho.

Llamó al perro con un silbido y emprendió la marcha, renqueante. Alfred se retrasó hasta que Hugh le dio alcance.

Los patryn dejaron solos a los dos extraños, aunque Haplo advirtió que varios de ellos ocupaban posiciones en retaguardia con la vista fija en Hugh y Alfred y con las armas siempre a mano.

La mujer que dirigía lo que Haplo había tomado por una partida de caza se acercó a él y avanzó a su paso. Estaba rebosante de preguntas; Haplo advirtió el destello luminoso de la curiosidad en sus ojos castaños. Pero no le hizo ninguna. Le correspondía al jefe de la tribu interrogar a un forastero... aunque fuera el más extraño de los forasteros.

—Me llamo Haplo —se presentó, llevándose la mano brevemente a la runa del corazón, trazada en su pecho izquierdo. No era necesario que dijera su nombre, pero lo hizo por cortesía y para demostrar su gratitud por haberlo rescatado.

—Yo soy Kari —respondió ella con una sonrisa, y también rozó su runa del corazón con los dedos.

La mujer era alta y delgada, con los músculos firmes de una corredora. No obstante, debía de ser una pobladora; si no, ¿qué hacía liderando una partida de caza?

—Ha sido una suerte que os presentarais tan oportunamente —comentó Haplo, renqueante.

Kari no se ofreció a ayudarlo; hacerlo habría sido un insulto hacia Marit, que había demostrado tener cierto interés por Haplo. La mujer aminoró el paso para acoplarse al de éste. Mientras caminaban mantenía una discreta vigilancia, pero no parecía especialmente preocupada de que los siguieran.

Haplo no veía en los signos mágicos de su piel ninguna indicación de que los hombres tigres fueran tras ellos.

—No ha sido casualidad —respondió Kari con calma—. Nos han enviado a socorreros. El jefe ha creído que podíais estar en dificultades.

Esta vez fue Haplo quien se consumió de ganas de hacer preguntas, pero —por cortesía, claro— se abstuvo de interrogar a la mujer. Era privilegio del jefe explicar sus razones para hacer las cosas. Desde luego, el resto de la tribu no se atrevería nunca a ofrecer explicaciones por su cuenta o a poner sus palabras en boca de otro.

Llegados a este punto, la conversación se hizo entrecortada. Haplo miró en torno a sí con un nerviosismo que no era nada fingido.

—No te preocupes —dijo Kari—. Los hombres tigres no nos persiguen.

—No era eso —respondió Haplo—. Antes de topar con ellos, descubrimos un fuego. Temía que tal vez un dragón estuviera atacando algún poblado cercano...

Kari lo observó, divertida.

—Tú no conoces gran cosa sobre dragones, ¿verdad?

Haplo sonrió y se encogió de hombros. Por lo menos, lo había intentado.

—Está bien, de modo que no es un fuego de dragón...

—El fuego es nuestro —le informó Kari—. Nosotros lo cuidamos.

Haplo movió la cabeza.

—Entonces, quizá sois vosotros los que no sabéis mucho de dragones. El resplandor puede verse desde lejos...

—¡Naturalmente! —Kari seguía mirándolo divertida—. Para eso está. Por eso lo prendemos en lo alto de la torre. Es un fuego de bienvenida.

Haplo frunció el entrecejo.

—Perdona que diga esto, Kari, pero si vuestro jefe ha tomado esta decisión, me temo que sufra del mal.
{38}
Me sorprende que no os hayan atacado antes.

—Lo han hecho muchas, muchísimas veces —respondió Kari como si tal cosa—. Mucho más en generaciones anteriores que ahora, desde luego. Hoy en día, muy pocas cosas del Laberinto son lo bastante fuertes o atrevidas como para atacarnos.

—¿Generaciones pasadas? —Haplo se quedó boquiabierto.

¿Quién era capaz de hablar de generaciones pasadas, en el Laberinto? Allí, pocos niños conocían a sus propios padres. Bien, a veces, en alguna tribu numerosa de pobladores, alguien era capaz de remontar su ascendencia a un padre jefe, pero eran casos raros. En general, las tribus terminaban barridas o dispersadas y los supervivientes se incorporaban a otros grupos que los asimilaban.

En el Laberinto, el pasado no se remontaba más allá del día anterior. Y del futuro no se hablaba jamás.

Haplo abrió la boca y la cerró otra vez. Insistir en sus preguntas sería ineducado. Ya se había extralimitado suficiente. De todos modos, se sentía incómodo y echó más de un vistazo a los reveladores signos mágicos de su piel. Nada de aquello tenía sentido. ¿Acaso estaban siendo atraídos a alguna clase de trampa rebuscada?

Al fin y al cabo, se recordó a sí mismo, se hallaban en el corazón del Laberinto, en el mismo inicio de aquel mundo terrible.

—Vamos, habla sin miedo, Haplo —lo instó Kari, percibiendo su incomodidad, tal vez su suspicacia—. ¿Qué pregunta te ronda la cabeza?

—He venido aquí con un propósito —le confió él—. Busco a una persona, una niña. Debe de tener siete, quizás ocho puertas de edad. Se llama Rué.

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