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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (50 page)

BOOK: En el Laberinto
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Kari asintió con calma.

—¿La conoces? —A Haplo se le aceleró el pulso, esperanzado. No podía creerlo. Haberla encontrado ya...

—Conozco a varias —respondió Kari.

—¡A varias! ¿Pero cómo...?

—Rué no es un nombre fuera de lo común en el Laberinto —dijo Kari con una sonrisa de complicidad.

—Yo... supongo que no —murmuró Haplo.

Para ser sincero, nunca había pensado en ello; nunca había considerado la posibilidad de que hubiera más de una niña con aquel nombre en el Laberinto. No estaba acostumbrado a pensar en la gente por su nombre. No recordaba el de sus padres, ni el del jefe de la tribu en la que había crecido. Incluso Marit había sido «la mujer», cuando pensaba en ella. Y el Señor del Nexo era sólo eso, su señor.

Bajó la vista hacia el perro, que trotaba a su lado. El animal le había salvado la vida... y él no se había molestado nunca en ponerle un nombre, siquiera. Sólo después de haber cruzado la Puerta de la Muerte, después de haber penetrado en los mundos de los mensch, había tomado verdadera conciencia de los nombres y había empezado a pensar en la gente como seres individuales, seres importantes, distintos y separados.

Y no era el único que tenía problemas con los nombres. Volvió la cabeza hacia Alfred, que avanzaba trastabillando, tropezando con cualquier obstáculo que surgía o incluso resbalando en el trecho más llano del camino, si no encontraba otra cosa.

«¿Cuál es tu verdadero nombre, sartán? —se preguntó Haplo súbitamente—. ¿Y por qué no se lo has revelado nunca a nadie?»

Los patryn habían recorrido una larga distancia. Haplo tenía cada vez más problemas con la pierna, que le producía un dolor terrible, hasta que Kari, finalmente, ordenó un alto. La penumbra grisácea empezaba a hacerse más oscura; la noche se acercaba. Viajar por el Laberinto era peligroso a cualquier hora, pero mucho más después de anochecer.

Llegaron a un claro del bosque, cerca de un riachuelo. Kari lo examinó, consultó con los suyos y anunció que acamparían allí a pasar la noche.

—Aprovechad para curaros —indicó a Haplo—. Os prepararemos comida. Después, dormid en paz. Nosotros montaremos guardia.

Los patryn les ofrecieron un plato caliente, cocinado en una pequeña fogata que encendieron en el centro del claro. Haplo se quedó asombrado de su osadía, pero no dijo nada. Presentar cualquier tipo de protesta habría equivalido a cuestionar la autoridad de Kari, y —como extranjero y como persona que había sido rescatada por ella—no tenía derecho a hacerlo. De todos modos, experimentó cierto alivio al observar que los patryn eran, al menos, lo bastante juiciosos como para no permitir que el fuego humeara.

Una vez atendidos los invitados, Kari les preguntó cortésmente si podía proveerlos de algo más.

—Tus dos amigos no hablan nuestro idioma —dijo, al tiempo que dirigía una mirada a Hugh y Alfred—. ¿Tienen las mismas necesidades que nosotros? ¿Podemos ofrecerles algo en especial?

—No —respondió Haplo—. Gracias.

Con todo, tuvo que reconocer la habilidad de la mujer. También el suyo había sido un buen intento.

Kari asintió y se alejó. Estableció las guardias y apostó centinelas en el suelo y en los árboles. Después, ella y el resto de su gente se sentaron a cenar, sin hacer ninguna indicación a Haplo y los demás para que se unieran al grupo. Aquello podía entenderse como una mala señal —uno no compartía la comida con su enemigo— o, al contrario, podía ser una muestra de cortesía, como si Kari y los suyos consideraran que los dos extraños estarían más cómodos a solas con sus compañeros, dado que no hablaban el idioma patryn.

Marit regresó y se unió en silencio a Haplo y los otros, sin levantar la vista de su comida, una mezcla de carne seca y fruta envuelta en hojas de parra y cocida. El perro compartió el plato de Haplo; después, se tumbó de costado y, con un suspiro de fatiga, se quedó profundamente dormido.

—¿Qué sucede, Haplo? —Preguntó
la Mano
sin levantar la voz—. Puede que esa gente nos haya salvado la vida, pero no parece muy amistosa. ¿Ahora somos sus prisioneros? ¿Por qué nos quedamos con ellos?

—Te equivocas de medio a medio —respondió Haplo con una sonrisa—. Recelan de nosotros. No han visto nunca a nadie como vosotros y no comprenden. No; no somos prisioneros suyos. Podemos marcharnos cuando nos apetezca y no pondrán reparos. Pero viajar por el Laberinto es peligroso, como habéis comprobado. Tenemos que descansar, curar nuestras heridas y recuperar fuerzas. Ellos nos llevarán a su poblado...

—¿Pero cómo sabes que puedes confiar en ellos? —insistió Hugh.

—Porque son de los míos —replicó el patryn.

Hugh no se dio por vencido.

—También ese pequeño asesino, Bane, era uno de los míos. Igual que su maldito padre.

—Entre nosotros, en este lugar, en esta cárcel, las cosas son distintas. Durante generaciones, desde que fuimos confinados aquí, hemos tenido que trabajar en colaboración por mera cuestión de supervivencia. Desde el momento en que nacemos, nuestras vidas están al cuidado de otros, sea de nuestros padres o de absolutos extraños. Eso no importa. Y así sigue siendo a lo largo de nuestra existencia. Ningún patryn haría daño, mataría o... o...

—¿O traicionaría a su señor? —intervino Marit.

La patryn arrojó la comida al suelo con gesto enérgico, se puso en pie de un salto —despertando al perro, que se incorporó sobresaltado—y se alejó.

Haplo se dispuso a llamarla, titubeó y no llegó a hacerlo. ¿Qué podía decirle?

Los demás patryn habían dejado de hablar para observarla y se preguntaban qué sucedería y adonde iría. Marit cogió un pellejo de agua y se encaminó al arroyo, donde fingió llenarlo. En el Laberinto no había luna ni estrellas, pero el resplandor de la fogata se reflejaba en las hojas de los árboles y en la superficie del agua, proporcionando suficiente luz como para distinguir el camino. La patryn tuvo buen cuidado de no apartarse de la luz; lo contrario era buscarse problemas.

El resto de los patryn volvieron a la cena y a la charla. Kari siguió a Marit con la vista y luego dirigió una mirada fría y pensativa hacia Haplo.

Éste maldecía su propia estupidez. ¿En qué había estado pensando? «Los míos... un pueblo tan superior.» Empezaba a parecerle que oía las palabras de un sartán. Bueno, al menos, de uno como el difunto Samah; desde luego, no de Alfred, un sartán que tenía dificultades para sentirse superior a las lombrices.

—¿Entonces, qué quieres decir con eso? —preguntó Hugh, rompiendo el incómodo silencio.

—Nada —murmuró Haplo—. No importa.

Aunque quizá deberían recelar de aquellos patryn, en realidad. «Nos han enviado a buscaros.» Los hombres tigres también habían sido enviados a buscarlos. Y él mismo estaba mintiendo a los suyos, los estaba engañando al ocultar entre ellos al enemigo ancestral.

Un patryn que había acompañado a Marit durante el día se acercó al arroyo y se dispuso a sentarse a su lado. Ella le volvió la espalda y apartó el rostro. El patryn se encogió de hombros y se alejó.

Haplo se incorporó dolorosamente y se acercó al agua, renqueante. Marit estaba sentada a solas, con los hombros hundidos, las piernas recogidas y la barbilla apoyada en las rodillas. Una vez, en tono burlón, Haplo había descrito aquella postura como «hacerse una pelota».

Al oír sus pasos, Marit levantó la vista con expresión ceñuda, dispuesta a repeler cualquier intromisión. Al observar que se trataba de él, se relajó un poco y no lo despidió con cajas destempladas, como Haplo temía.

—He venido por un poco de agua —dijo estúpidamente.

Ella no respondió. Su torpe comentario no merecía respuesta. Haplo se inclinó, usó la mano como cuenco y bebió, aunque en realidad no tenía sed. Después, se sentó a su lado. Marit no lo miró, sino que mantuvo la vista fija en el agua clara, fría e impetuosa.

—He preguntado por nuestra hija —informó Haplo—. En el poblado hay varias niñas de su edad que se llaman Rué. No sé por qué, pero no esperaba una cosa así.

Ella no dijo nada. Mantuvo la vista en el arroyo, cogió un palo y lo arrojó a la corriente. El agua cambió de curso, sorteó el obstáculo formando ondas y remolinos y continuó fluyendo.

—Detesto este lugar —dijo Marit de improviso—. Lo aborrezco, lo temo... Salí de él, pero en realidad nunca lo he dejado. Sueño con él, siempre. Y, cuando me encontré de nuevo aquí, tuve pánico pero una parte de mí..., una parte de mí...

Tragó saliva, frunció el entrecejo y sacudió la cabeza con gesto de irritación.

—...se sintió como si volviera a casa —la ayudó a terminar Haplo.

Marit parpadeó aceleradamente.

—Pero no es así —replicó con tono grave—. No puedo. —Volvió la cabeza hacia los patryn agrupados en torno a la fogata—. Soy distinta. —Hubo otro momento de silencio y, a continuación, añadió—: Te referías a eso, ¿no?

—¿Cuando he dicho que Hugh y yo éramos parecidos? —Haplo sabía perfectamente cuáles eran los pensamientos y los sentimientos de Marit—. Ahora empiezo a comprender por qué los sartán pusieron ese nombre a la Puerta de la Muerte. Cuando cruzamos esa Puerta, tú y yo morimos en cierto modo. Por eso, cuando ahora intentamos volver aquí, regresar a nuestra antigua vida, no resulta posible. Los dos hemos cambiado. Los dos hemos sido cambiados.

Haplo sabía qué había causado su cambio. Y se preguntó con gran interés qué habría sucedido para cambiar a Marit.

—Pero cuando estaba en el Nexo no me sentía así —protestó ella.

—Eso se debe a que estar en el Nexo no es abandonar del todo el Laberinto. Desde el Nexo se ve la Última Puerta y todos los pensamientos están concentrados en el Laberinto. Se sueña con él, como tú misma has dicho. Se siente el miedo. Pero ahora sueñas con otras cosas, con otros lugares...

¿Y Hugh? ¿Soñaba
la Mano
con aquel refugio de paz y de luz que había descrito? ¿Era eso lo que hacía tan penoso, tan difícil regresar?

¿Y cuáles eran los sueños de Marit?

Fueran cuales fuesen, era evidente que no iba a contárselos.

—En el Laberinto, el círculo de mi ser sólo abarcaba a mi persona —continuó Haplo—. En realidad, nunca se amplió a nadie más, ni siquiera a ti.

Marit lo miró fijamente.

—Igual que el tuyo, en realidad, no me abarcó nunca a mí —añadió con suavidad.

Ella apartó la vista otra vez.

—Nada de nombres —prosiguió Haplo—. Sólo rostros. Círculos que se tocaban, pero que nunca se unían...

Con un estremecimiento, Marit emitió un sonido inarticulado; él dejó de hablar y esperó a que dijera algo.

Ella guardó silencio.

Haplo había tocado algún punto muy sensible de Marit, aunque no sabía cuál. Continuó hablando con la esperanza de sonsacárselo.

—En el Laberinto, mi círculo era un caparazón que me protegía de experimentar sentimientos. Así me proponía seguir pero, primero, el perro rompió el círculo y, después, cuando crucé la Puerta de la Muerte, hubo otra gente que, por decirlo así, caló en mi corazón. Mi círculo creció y se expandió.

»Yo no quería, no era mi propósito, pero ¿qué alternativa tenía? Se trataba de eso, o morir. Ahí fuera he conocido un miedo peor que cualquier espanto del Laberinto. Curé a un joven, un elfo. Y fui curado por Alfred, mi enemigo. He visto maravillas y horrores. He conocido la felicidad, el dolor y la pena. He llegado a conocerme a mí mismo.

»¿Qué fue lo que me cambió? Me gustaría achacarlo a esa cámara. A esa Cámara de los Condenados. La Séptima Puerta de Alfred. Una vislumbre de ese «poder superior» o lo que fuese. Pero no creo que fuera ésa la causa. Fue Limbeck y sus discursos. Y Jarre, llamándole bobo. Fue la enana, Grundle, y la muchacha humana, Alake, que murió en mis brazos.

»Fue incluso ese grupito irritante de mensch de Pryan, en permanente disputa: Paithan, Rega, Roland y Aleatha. Me acuerdo de ellos y me pregunto si habrán conseguido sobrevivir.

Sonrió y movió la cabeza. Después, se tocó la piel del antebrazo. Los tatuajes emitían un leve resplandor, advirtiendo de algún peligro, pero de un peligro aún lejano.

—Deberías haber visto —continuó— la mirada de los mensch la primera vez que vieron encenderse las runas de mi cuerpo. Creí que a Grundle iban a salírsele los ojos de las órbitas. Ahora, me siento entre mi propia gente como me sentía entre los mensch: soy diferente. Mis viajes han dejado huella en mí y sé que ellos lo perciben. No podré volver a ser uno de ellos nunca más.

Haplo esperó a que Marit dijera algo, pero no hizo el menor comentario. Hundió otro palo en el agua y se apartó de Haplo, rechazando su proximidad. Era evidente que deseaba estar sola.

Haplo se incorporó y regresó cojeando hasta su lecho para entregarse al reposo curativo —durante el tiempo que fuera posible—y tratar de dormir.

—Xar —suplicó Marit en silencio cuando Haplo se hubo marchado—. Esposo mío, mi Señor, ayúdame y guíame, te lo ruego. Estoy tan asustada, tan desesperadamente asustada. Y desamparada. Ya no reconozco a mi propia gente. Ya no formo parte de ella.

—¿Y me echas la culpa de ello? —replicó Xar con suavidad.

—No —dijo Marit, mientras hundía de nuevo el palo en el agua—. La culpa es de Haplo. Ha sido él quien ha traído aquí al mensch y al sartán. Su presencia nos pone a todos en peligro.

—Sí, pero puede resultarnos conveniente, al final. Dices que estáis al principio del Laberinto. Ese poblado, por lo que dices, debe de ser increíblemente grande, mucho mayor que cualquiera del que tuviese noticia. Esto me conviene. He trazado un plan.

—Sí, mi Señor. —Marit se sintió aliviada, inmensamente aliviada. Xar iba a aliviar la carga de sus hombros.

—Cuando llegues al poblado, esposa, quiero que hagas lo siguiente...

La oscuridad era ahora mucho más intensa; Haplo apenas alcanzó a reconocer el camino de vuelta al campamento. Hugh lo recibió con una expresión de esperanza que se borró de su rostro cuando observó que el patryn traía las manos vacías.

—Pensaba que habías ido a buscar más comida.

—No hay nada más —respondió Haplo con un gesto de cabeza—. Aquí tenemos un refrán: «Cuanto más hambriento estás, más deprisa corres».

La Mano
refunfuñó y, con una mueca sombría, acudió al arroyo a llenar el estómago con agua. Se desplazó hasta allí silencioso y sigiloso, como lo hacía siempre. Como había aprendido a moverse. Marit no lo oyó acercarse y, cuando apareció junto a ella, la patryn dio un violento respingo.

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