Aun así, había hecho cuanto había podido por colaborar en ello y se sentía satisfecho. Y si aquella máquina desquiciada de los enanos funcionaba, mucho mejor. De lo contrario... Bien, de lo contrario, él y Reesh'ahn y aquel enano (¿cómo se llamaba? No-sé-que Tuercas) encontrarían el modo de conseguirlo.
Un súbito vocerío procedente de la orilla atrajo la atención de Stephen. La guardia del rey estaba desplegada y prevenida y, en aquel momento, casi todos sus componentes se asomaban con cautela al borde de la isla flotante, señalando algo entre exclamaciones.
—¿Qué diablos...? —Stephen echó a andar para observar por sí mismo qué sucedía y tropezó con un mensajero que acudía a informarle.
—¡Majestad! —El mensajero era un joven paje, tan excitado que se mordió la lengua cuando intentó hablar—. ¡A... a... agua!
Stephen no necesitó dar un paso más para ver... y notar. Una gota de agua en la mejilla. Miró a su alrededor con asombro. Ana, a su lado, se cogió de su brazo.
Un chorro de agua se elevaba en el aire cerca de la isla, ganando altura hasta perderse en el cielo. Stephen extendió el cuello hasta casi caer de espaldas, tratando de ver el final. El geiser ascendía hasta una altura que, según el cálculo del monarca, casi debía de alcanzar el firmamento; a continuación, se precipitaba hacia abajo en una cascada suave y centelleante, como una mansa llovizna primaveral.
Casi hirviendo cuando surgía de Drevlin, el agua era enfriada por el aire a través del cual se alzaba, y aún más por la fría atmósfera de las cercanías de los témpanos de hielo que formaban el firmamento. Cuando las gotas bañaron los rostros de los humanos, levantados con expresión de asombro hacia el milagro que caía sobre ellos, el agua ya estaba tibia.
—¡Es..., es maravilloso! —susurró Ana.
Los potentes rayos de Solaris penetraron las nubes e iluminaron la cascada, transformando la cortina transparente en brillantes franjas de colores. Anillos de arco iris envolvieron el geiser. Las gotitas de agua centelleantes empezaron a acumularse en las cubiertas combadas de las tiendas de campaña. La pequeña se rió hasta que una gota le acertó en la punta de la nariz; entonces, se echó a llorar.
—Estoy seguro de que esta vez he notado moverse el suelo —declaró Stephen, exprimiendo el agua de su barba.
—Sí, querido —respondió Ana con tono paciente—. Voy a llevar a la niña a cubierto antes de que pille un resfriado de muerte.
Stephen se quedó en el exterior, disfrutando del aguacero, hasta que estuvo empapado hasta la piel y aún más. Se rió al ver a los campesinos afanándose con cubos, dispuestos a recoger hasta la última gota de aquel bien, tan preciado que se había convertido en la unidad de cuenta en las tierras humanas (un barl equivalía a un barril de agua). Stephen podría haberles dicho que estaban perdiendo el tiempo. El agua caía y seguiría cayendo sin cesar mientras la Tumpa-chumpa continuara funcionando. Y, conociendo a los trabajadores enanos, seguiría haciéndolo indefinidamente.
Deambuló durante horas por el campo de batalla, convertido ahora en símbolo de paz pues era allí donde él y Reesh'ahn habían firmado el acuerdo de alianza. De pronto, vio descender entre la cortina de agua la centelleante silueta de un dragón cuyas alas mojadas brillaban bajo los rayos del sol. Tras posarse en el suelo, la bestia se sacudió desde el hocico hasta la cola, dando muestras de satisfacción por la ducha.
Stephen se protegió los ojos de la luz e intentó distinguir al jinete. Una mujer, a juzgar por la indumentaria. Vio a la guardia ofrecerle una respetuosa escolta.
Y entonces supo de quién se trataba. La dama Iridal.
El rey frunció el entrecejo, resentido. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Tenía que venir a estropearle aquel día maravilloso? Aquella mujer, en el mejor de los casos, lo hacía sentirse terriblemente incómodo. Y ahora, después de que Iridal se viera obligada a sacrificar a su propio hijo para salvarle la vida, Stephen se sentía aun peor. Dirigió una mirada anhelante hacia su tienda con la esperanza de que Ana acudiera a rescatarlo, pero la cortina de la entrada no sólo permaneció echada, sino que pudo observar cómo asomaba una mano para anudar las cuerdas que la cerraban.
La reina Ana tenía aún menos deseos de ver a Iridal que su esposo.
La dama Iridal era una misteriarca, una de las hechiceras más poderosas del mundo de Ariano. Stephen tenía que ser cortés y acudió a su encuentro chapoteando entre los charcos.
—Señora... —dijo con aspereza, y le tendió su mojada mano.
Iridal la estrechó fríamente. Estaba sumamente pálida, pero su porte era sereno. Mantuvo la capucha sobre su cabeza para protegerse del agua. Sus ojos, que en otro tiempo brillaban luminosos como arco iris en el agua, estaban ahora apagados, nublados por una pena que la acompañaría hasta su muerte. No obstante, parecía en paz consigo misma y con las trágicas circunstancias de su vida. Stephen todavía se sentía incómodo en su compañía, pero la sensación que experimentaba ahora era de comprensión, no de culpabilidad.
—Te traigo noticias, majestad —anunció Iridal tras concluir las formalidades de rigor y el intercambio de comentarios admirados acerca del agua—. He estado con los kenkari en Aristagón. Me envían para decirte que el Imperanon ha caído.
—¿Y el emperador? ¿Ha muerto? —preguntó el rey con voz ansiosa.
—No, majestad. Nadie está seguro de qué sucedió pero, según todos los indicios, Agah'ran se disfrazó con las ropas mágicas de la Invisible y, con su ayuda, consiguió evadirse al amparo de la noche. Cuando su gente descubrió que el emperador había huido, abandonándolos a la muerte, se rindieron sin condiciones al príncipe Reesh'ahn.
—Una magnífica noticia, señora. Sé que al príncipe le repugnaba la idea de tener que matar a su propio padre. De todos modos, es una lástima que Agah'ran escapara. Así, aún podría causar daño.
—Hay mucho en este mundo que todavía ha de causar daño —apuntó Iridal con un suspiro—. Y siempre lo habrá. Ni siquiera este milagro de agua puede eliminar eso.
—Pero quizás ahora estamos protegidos frente a ello —respondió Stephen con una sonrisa—, ¡Otra vez! —Exclamó, dando una fuerte pisada—. ¿No lo has notado?
—¿Notar qué, majestad?
—El suelo tiembla. ¡La isla se mueve, te lo aseguro! Tal como prometía el libro.
—Si sucede como dices, Stephen, dudo mucho que puedas percibirlo. Según el libro, el movimiento de las islas y continentes se producirá muy lentamente. Transcurrirán muchos ciclos hasta que todo quede ordenado como es debido.
Stephen no dijo nada. No tenía el menor deseo de discutir con una misteriarca. Estaba convencido de haber notado cómo se movía el suelo. Con libro o sin él, estaba seguro de ello.
—¿Qué harás ahora, dama Iridal? —Inquirió, cambiando de tema—. ¿Regresar al Reino Superior?
Tan pronto como hubo formulado la pregunta, se sintió incómodo y deseó no haberlo hecho. Allá arriba estaba enterrado su hijo, y también su esposo.
—No, majestad. —La palidez de su rostro se acentuó, pero su respuesta fue muy calmada—. El Reino Superior está muerto. El caparazón que lo protegía se ha resquebrajado. El sol abrasa la tierra y el aire es demasiado caliente para poder respirar.
—Lo siento, señora —fue el único comentario que se le ocurrió al monarca.
—No lo sientas, Stephen. Es mejor así. En cuanto a mí, voy a hacer de contacto entre los misteriarcas y los kenkari. Vamos a juntar nuestros conocimientos mágicos y aprender unos de otros para beneficio de todos.
—¡Excelente! —dijo el rey, de corazón. Que se entendieran entre ellos, aquellos condenados hechiceros, y dejaran en paz a la gente normal y corriente. Stephen nunca había confiado demasiado en ninguno de ellos.
Iridal acogió su entusiasmo con una leve sonrisa. Sin duda se preguntaba qué estaba pensando, pero era lo bastante discreta como para no hacer comentarios. Esta vez fue ella quien cambió de tema.
—Acabas de regresar de Drevlin, ¿verdad, majestad?
—En efecto, señora. Mi esposa y yo hemos estado allí con el príncipe, supervisando las cosas.
—¿No verías, por casualidad, a Hugh
la Mano,
el asesino?
Una mancha carmesí se extendió por las mejillas de Iridal cuando sus labios pronunciaron aquel nombre. Stephen frunció el entrecejo.
—No, gracias a los antepasados. ¿Por qué había de verlo? ¿Qué podría hacer allí? A menos que tenga otro contrato...
El sonrojo de Iridal se hizo aún más intenso.
—Los kenkari... —empezó a decir; después, se mordió el labio y guardó silencio.
—¿A quién le han encargado eliminar? —Inquirió Stephen, sombrío—, ¿A mí o a Reesh'ahn?
—No... por favor... yo... no me has interpretado bien. —Iridal puso una expresión de alarma—. No digas nada...
Con una breve inclinación de cabeza, Iridal ocultó aún más su rostro bajo la capucha, se volvió y regresó corriendo a su dragón. La bestia estaba disfrutando del baño y no quería volar. La misteriarca apoyó la mano en su cuello y le murmuró unas palabras tranquilizadoras que reforzaron su control mágico sobre el dragón. Éste sacudió la cabeza y batió las alas con expresión arrobada.
Stephen regresó apresuradamente a su tienda, como si quisiera alcanzarla antes de que a iridal se le ocurriese algo más y volviera a llamarlo. Una vez en su pabellón, informó a la guardia que no quería ser molestado. Probablemente debería averiguar algo más acerca del asesino, pero no iba a conseguir la información de ella. Cuando Triano regresara, pondría al hechicero tras aquel misterio.
Sin embargo, en definitiva, Stephen se alegró de haber hablado con Iridal. La noticia que le había traído era favorable. Ahora que el emperador elfo había desaparecido de la escena, el príncipe Reesh'ahn podría tomar el mando de su gente y contribuir a la paz. Stephen esperaba que los misteriarcas se sintieran tan interesados en la magia kenkari como para no preocuparse de los asuntos mundanos. En cuanto a Hugh
la Mano,
era posible que los kenkari sólo hubiesen querido quitarse de en medio al asesino y lo hubieran enviado a su destino, el Torbellino.
—Sería muy propio de un puñado de elfos, urdir algo tan retorcido —murmuró entre dientes. Al darse cuenta de lo que había dicho, se apresuró a mirar a su alrededor para cerciorarse de que no le había oído nadie.
Sí, los prejuicios tardarían mucho tiempo en desaparecer.
Camino de la tienda, sacó la bolsa y arrojó todos los barls a un charco.
WOMBE, DREVLIN
ARIANO
El perro se aburría.
No sólo se aburría. También estaba hambriento.
El animal no le echaba la culpa de aquel estado de cosas a su amo. Haplo no estaba bien. La herida abierta en la runa del pecho había sanado, pero había dejado una cicatriz, una costura blanquecina que cruzaba el signo mágico que constituía el centro del ser de Haplo. El patryn había intentado extender sus tatuajes sobre ella para cerrar la runa pero, por alguna causa desconocida para ambos, perro y amo, el pigmento no producía efecto sobre el tejido cicatricial; su magia, por tanto, no funcionaba.
—Probablemente es algún tipo de veneno dejado por la serpiente dragón —había razonado Haplo cuando se hubo tranquilizado lo suficiente como para razonar.
Los primeros instantes posteriores al descubrimiento de que su herida no curaría por completo habían rivalizado en furia, según la estimación del perro, con la tormenta que rugía fuera de la nave. El animal había considerado conveniente retirarse, en los peores momentos, a un rincón seguro bajo la cama.
El perro, sencillamente, no alcanzaba a comprender todo aquel alboroto. La magia de Haplo era tan poderosa como siempre; al menos, así se lo parecía al animal, el cual, al fin y al cabo, algo debía de saber sobre la cuestión pues no sólo había sido testigo de algunas de las hazañas más espectaculares de Haplo, sino también participante voluntario en ellas.
El conocimiento de que su magia funcionaba como era debido no había satisfecho a Haplo como el perro esperaba. Haplo se había vuelto taciturno, esquivo, preocupado. Y, si se olvidaba de dar de comer a su fiel compañero de andanzas, el perro no podía tenérselo en cuenta porque, muchas veces, Haplo se olvidaba de alimentarse él mismo.
Pero llegó el momento en que el perro ya no pudo escuchar las exclamaciones de alegría de los mensch, que festejaban el maravilloso funcionamiento de la Tumpa-chumpa, porque el ruido de sus propias tripas acallaba todo lo demás.
El animal decidió que ya había suficiente.
Estaban en los túneles. La cosa metálica que parecía un hombre y caminaba como un hombre, pero olía como una caja de herramientas de Limbeck, deambulaba con su rechinar de metal sin hacer nada interesante, según el parecer del perro, aunque recibiendo toda clase de encendidos elogios. Únicamente Haplo mostraba desinterés, apoyado en una de las paredes del túnel, en las sombras, con la mirada en el vacío.
El animal echó un vistazo a su amo y soltó un ladrido que expresaba estos pensamientos: «Muy bien, amo. Ese hombre—cosa sin olor ha puesto en marcha la máquina que nos destroza el oído. Nuestros amigos, grandes y pequeños, están contentos. Vámonos a comer».
—¡Silencio, perro! —ordenó Haplo, y le dio unas palmaditas en la testuz, distraídamente.
El animal suspiró. Allá afuera, a bordo de la nave, había ristras y ristras de morcillas, aromáticas y apetitosas. Con la imaginación, podía verlas, olerías, saborearlas. Un verdadero tormento, pues la lealtad lo impulsaba a permanecer junto a su amo, que se podía meter en algún problema grave, si lo dejaba solo.