En el Laberinto (27 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
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—¡Pero sí yo no lo he traicionado! ¡Soy leal a nuestro pueblo, Marit! Todo lo que he hecho ha sido por él, por su bien. Los verdaderos traidores son esas serpientes dragón que...

—Haplo—intervino
la Mano
en tono de alarma, al tiempo que indicaba la portilla con una mirada de inteligencia—, parece que hemos cambiado de rumbo.

El patryn apenas necesitó echar un vistazo.

—Esto es Pryan. —Se volvió hacia Marit—. Tú nos has traído aquí. ¿Por qué?

Ella se incorporó hasta ponerse en pie, tambaleante.

—Xar me ordenó que te trajera aquí. Desea interrogarte.

—Y no podrá tener ese placer si estoy muerto, ¿verdad? —Haplo hizo una pausa, recordando Abarrach—. Aunque, pensándolo mejor, intuyo que sí. De modo que nuestro señor ha aprendido el arte prohibido
sartán
de la nigromancia, ¿no es eso?

Marit decidió hacer caso omiso del sarcasmo.

—¿Vendrás conmigo por las buenas, Haplo? ¿Te someterás a su juicio? ¿O tengo que matarte?

Haplo volvió la vista hacia la portilla y contempló Pryan; una esfera de roca, hueca, con el sol brillando en el centro. Gracias a la perenne luz de día, las plantas de Pryan crecían en tal profusión que los mensch habían construido enormes ciudades en las ramas de sus árboles gigantescos. Naves mensch surcaban océanos que llenaban amplias extensiones de musgo e incalculable altura sobre el suelo.

Haplo tenía Pryan ante sí, pero no lo veía. A quien estaba viendo era a Xar.

Qué fácil sería postrarse de rodillas ante Xar, inclinar la cabeza y aceptar su destino. Abandonar la lucha. Olvidar su pugna interior.

Si no lo hacía, tendría que matar a Marit.

Conocía a la mujer, sabía cómo pensaba. En otro tiempo, los dos habían pensado igual. Ella sentía veneración por Xar. Él, también. ¿Cómo no iba a sentirla? Xar le había salvado la vida, la de todo su pueblo. Los había arrancado de aquella prisión infame.

Pero el Señor del Nexo se equivocaba. Igual que Haplo se había equivocado.

—Eras tú quien tenía razón, Marit —murmuró a ésta—. Entonces no podía entenderlo, pero ahora es evidente para mí.

Ella lo miró con recelo; no sabía a qué se refería.

—«El mal está en nosotros», dijiste. Somos nosotros mismos quienes damos fuerza al laberinto. Ese lugar se alimenta de nuestro odio, de nuestro miedo. Engorda con nuestro miedo —explicó con una sonrisa amarga, recordando las palabras de Sang-drax.

—No sé de qué me hablas —murmuró ella con desprecio. Se sentía mejor, más fuerte. El efecto del veneno estaba remitiendo gracias a su propia magia, que actuaba para contrarrestarlo—. Entonces dije muchas cosas que no sentía. Era joven.

Mentalmente, en silencio, estableció contacto con Xar.
Estoy en Pryan, esposo. Tengo a Haplo. No, no está muerto. Condúceme al lugar de reunión.

Apoyó la mano en la piedra de gobierno. Las runas se encendieron. La nave había estado flotando al pairo; de pronto, empezó a deslizarse rápidamente por el cielo teñido de un tono verdoso. La voz de su señor fluía en el interior de Marit, atrayéndola hacia él.

—¿Qué decides? —Establecido el rumbo, Marit soltó la piedra. Sacó la daga de la manga y la blandió con firmeza.

El perro, detrás de ella, emitió un gruñido muy grave. Hugh tranquilizó al animal con unas suaves palmaditas.
La Mano
observó la escena con interés; estaba en juego su destino, que estaba vinculado a Haplo, quien había de conducirlo a Alfred. Marit mantenía al humano en su campo de visión, pero le prestaba escasa atención.

—Xar ha cometido un error terrible, Marit —le aseguró Haplo sin alzar la voz—. Su auténtico enemigo son las serpientes dragón. Son ellas quienes lo traicionarán.

—¡Las serpientes dragón son sus aliados!

—¡Sólo fingen que lo son! Le darán a Xar lo que desea. Lo coronarán gobernante de los cuatro mundos y se inclinarán ante él. Luego, lo devorarán. Y nuestra gente será destruida tan completamente como lo fueron los sartán.

"Fíjate —continuó Haplo—. Fíjate lo que nos han hecho. ¿Cuándo se ha visto, en la historia de nuestro pueblo, que dos patryn luchen entre ellos como hemos hecho nosotros?

—¡Desde que uno de ellos traicionó a su gente! —replicó ella con aire despectivo—. Ahora eres más sartán que patryn. Eso dice Xar.

Haplo suspiró y llamó al perro a su lado. El animal, con las orejas erguidas y meneando el rabo de contento, trotó hasta él. Haplo le rascó la cabeza.

—Si se tratara sólo de mí, Marit, me entregaría. Iría contigo y moriría a manos de mi señor. Pero no estoy solo. Está nuestro hijo. Diste a luz a nuestro hijo, ¿verdad?

—Sí. Yo sola. En una choza de pobladores. —Su voz era dura, afilada como la hoja que empuñaba—. Una niña.

Haplo permaneció callado; finalmente, repitió:

—¿Una niña?

—Sí. Y, si te propones ablandarme, no te dará resultado. Aprendí muy bien la única lección que me enseñaste, Haplo: encariñarse con algo en el Laberinto sólo produce dolor. Le puse un nombre, tatué la runa del corazón en su pecho y la dejé allí.

—¿Qué nombre le pusiste?

—Rué.

Haplo vaciló y palideció; el nombre significaba «desengaño», en patryn. Sus dedos se cerraron y se clavaron en la pelambre del perro.

Al animal soltó un gañido y le dedicó una mirada de reproche.

—Lo siento —murmuró su amo.

La nave había descendido hasta casi rozar las copas de los árboles y avanzaba a una velocidad increíble, mucho más deprisa que durante la primera visita de Haplo a aquel mundo.

La magia de Xar los atraía hacia él.

Debajo, la jungla era un vertiginoso torbellino verde. Un destello de azul, apenas entrevisto antes de desaparecer, era un océano. La nave caía más y más. A lo lejos. Haplo observó la deslumbrante belleza de una ciudad blanca. Era una de las ciudadelas sartan; probablemente, la misma que él había descubierto.

Era lógico que Xar visitara la ciudadela; podía guiarse por la descripción que le había hecho Haplo.

¿Qué esperaba de su cadáver?, se preguntó. ¿Qué creía que le diría? Xar, evidentemente, sospechaba que le ocultaba algo, que se reservaba algún dato secreto. Pero ¿qué? Se lo había contado todo... casi... Y lo demás no era importante para nadie, aparte de él.

—¿Y bien? —Inquirió Marit, impaciente— ¿Has tomado una decisión?

Las torres y agujas de la ciudad se cernieron sobre ellos. La nave sobrevoló la muralla y descendió en un patio abierto. Haplo no distinguió a Xar, pero el Señor del Nexo no debía de andar muy lejos.

Sí tenía que tomar una decisión, se dijo, tenía que ser en aquel instante.

—No voy a volver, Marit —declaró—, Y no voy a luchar contigo. Eso es lo que Sang-drax quiere que hagamos.

Apartó la vista de la portilla, la paseó por la nave con calculada lentitud y se detuvo brevemente en Hugh
la Mano
antes de concentrarse de nuevo en Marit.

Se preguntó cuánto habría entendido el humano de lo sucedido. Haplo había empleado el idioma humano en consideración a él, pero Marit había utilizado el lenguaje de los patryn.

Bien, si a Hugh se le había escapado algo, ahora lo captaría.

—Supongo que tendrás que matarme —sentenció.

La Mano
se agachó para coger el puñal. No la Hoja Maldita, sino el arma de Haplo, que yacía en cubierta empapada de sangre del propio Hugh. El humano sabía que no tenía la menor posibilidad de detener a Marit; sólo se proponía distraerla.

La patryn lo oyó, se volvió en redondo y alargó la mano. Los signos mágicos de su piel emitieron un destello. Las runas danzaron en el aire y se enlazaron en una cuerda de fuego llameante que se enredó en torno al humano. Hugh lanzó un grito de dolor y cayó en la cubierta, aprisionado por las runas azules y rojas.

Haplo aprovechó la distracción para posar la mano en la piedra de gobierno. Pronunció las runas y ordenó a la nave alejarse de allí.

Notó una resistencia. La magia de Xar los retenía.

El perro lanzó un ladrido de aviso, y Haplo se volvió. Marit había dejado caer la daga y se disponía a utilizar su magia para matarlo. Las runas del revés de la mano emitieron su mortecino resplandor.

La Hoja Maldita cobró vida de nuevo.

CAPÍTULO 19

LA CIUDADELA

PRYAN

La espada maldita cambió de forma. Ante ellos se alzó un titán, uno de aquellos gigantes aterradores y mortíferos de Pryan.

Las enormes manos del titán se cerraron en unos puños del tamaño de peñascos. Su ciego rostro se contrajo de rabia, y la criatura descargó un golpe brutal sobre los ocupantes de la nave, a quienes percibía sin ver.

Marit oyó rugir al titán encima de ella y observó en Haplo una expresión de miedo y asombro que en modo alguno era fingida. La magia de la patryn cambió inmediatamente de un ataque ofensivo a un escudo protector.

Haplo se abalanzó sobre ella y se arrojó al suelo, arrastrándola consigo. El puño del gigante pasó sobre ellos sin alcanzarlos. Marit pugnó por incorporarse de nuevo, concentrada todavía en su intención de matar a Haplo. No dio muestras de temor al monstruo hasta que, de pronto, observó que su escudo mágico defensivo empezaba a desmoronarse.

Haplo vio que las runas de Marit comenzaban a derramarse y observó su expresión de desconcierto.

—¡Los titanes conocen la magia sartán! —gritó a Marit para hacerse oír entre los rugidos del gigante.

El propio Haplo no daba crédito a lo que sucedía, y su contusión limitaba su capacidad de respuesta. O bien la nave se había agrandado para albergar al gigante, o bien éste había encogido para caber dentro de la embarcación.

Hugh
la Mano,
liberado del hechizo de Marit, yacía junto a uno de los mamparos entre gemidos. El sonido atrajo la atención del titán, que se volvió, levantó uno de sus pies enormes sobre el humano postrado en la cubierta y se dispuso a aplastarlo. Entonces, inexplicablemente, el titán retiró el pie y dejó en paz a Hugh. La atención del titán se concentró de nuevo en los patryn.

Haplo cayó en la cuenta. ¡El puñal sartán! La criatura no era real, sino una creación de la Hoja Maldita. Por eso, no haría daño a su amo.

Pero
la Mano
estaba semiinconsciente; en aquel momento, no podía en modo alguno controlar el arma... y Haplo empezaba a dudar de que lo hubiera hecho alguna vez.

La Puerta de la Muerte. Tal vez había sido una mera coincidencia, pero el murciélago había desaparecido; la magia del puñal había fallado al entrar en la Puerta de la Muerte.

—¡Perro, ataca! —gritó.

El perro se colocó detrás del titán y le mordió el talón. El ataque del animal debería de haber tenido menos efecto que una picadura de abeja, pero el titán se dolió del mordisco lo suficiente como para distraerse. Se volvió, con un pisotón furioso. El perro saltó a un lado ágilmente y atacó otra vez, clavando los dientes en el otro talón.

Haplo invocó un hechizo defensivo. Unas runas azules se encendieron a su alrededor, encerrándolo en una especie de cascarón que parecía tan frágil como el de un pollo. Se volvió hacia Marit, que estaba agachada en la cubierta con la vista en el gigante. Los signos mágicos de la mujer estaban difuminándose y la oyó murmurar unas runas, como si se dispusiera a lanzar otro hechizo.

—¡No puedes detenerlo! —Exclamó él, sujetándole las manos—. Tú sola no podrás. Tenemos que crear el círculo.

Marit lo rechazó de un empujón.

El titán alcanzó al perro; de un puntapié, lo mandó volando al otro extremo de la cubierta y el animal se estrelló contra un mamparo, se estremeció y quedó inmóvil. La cabeza sin ojos del titán se volvió en una dirección y otra, olfateando a su presa.

—¡Creemos el círculo! —gritó Haplo a la mujer con gesto feroz—. ¡Es nuestra única posibilidad! ¡Ese monstruo es un arma sartán y se propone matarnos a los dos!

El puño del gigante se descargó sobre el escudo mágico de Haplo. Los signos mágicos empezaron a cuartearse y difuminarse. Marit lo miró. Quizás empezaba a comprender la situación, o tal vez fue el instinto de conservación, agudizado en el Laberinto, lo que la impulsó a reaccionar. Alargó las manos y asió las de Haplo. Él las retuvo con fuerza. Juntos, pronunciaron velozmente las runas al unísono.

Sus magias, combinadas, se reforzaron y formaron un escudo mas resistente que el acero más templado. El titán descargó el puño en la resplandeciente estructura rúnica. Los signos mágicos se tambalearon pero resistieron. Con todo, Haplo percibió una pequeña brecha en ellos. El escudo mágico no resistiría mucho.

—¿Cómo vamos a combatirlo? —inquirió Marit, reacia a colaborar pero consciente de la necesidad de hacerlo.

—No lo haremos —respondió él con expresión sombría—. No podemos. Tenemos que salir de aquí. Préstame atención: la criatura que te atacó se desvaneció cuando entramos en la Puerta de la Muerte. La magia de la Puerta debe de perturbar la del arma.

El titán, rabioso de frustración, descargó golpe tras golpe sobre el escudo resplandeciente, machacándolo con los puños y con los pies. Las grietas se agrandaron.

—¡Yo lo mantendré ocupado! —Gritó Haplo, haciéndose oír por encima de los rugidos del titán—. ¡Tú llévanos de vuelta a la Puerta de la Muerte!

—Todo esto es un truco —exclamó ella, volviéndose hacia él con una mirada de odio—. Sólo intentas escapar a tu destino. Yo puedo enfrentarme a esa criatura.

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