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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (51 page)

BOOK: En el Laberinto
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—Un respingo culpable —le contó más tarde a Haplo, al describirle el incidente—. Y habría jurado que la oí hablar con alguien.

Haplo descartó tan posibilidad; ¿qué otra cosa podía hacer? Marit le ocultaba algo, de eso estaba seguro. Ardía en deseos de confiar en ella, pero no podía. ¿Y ella? ¿Sentiría lo mismo por él? ¿Desearía confiar en él? ¿O estaría feliz y satisfecha de odiarlo?

Marit volvió al lugar de acampada y, uniéndose al círculo de los patryn, arrojó el odre del agua en su centro como presente. Tal vez estaba dispuesta a demostrar que ella, al menos, aún se sentía integrante de su gente.

Kari extendió una invitación a Haplo para que hiciera lo mismo. El patryn podría haberse unido a ellos de haber querido, pero estaba demasiado cansado y dolorido como para moverse. Tenía la pierna casi incapacitada y los arañazos del rostro seguían abrasándole. Necesitaba curarse a sí mismo y cerrar el círculo de su ser... como mejor pudiera, teniendo en cuenta que el círculo estaba roto y así seguiría para siempre.

Improvisó un lecho de agujas de abeto secas y se acostó en él.

Hugh
la Mano
se sentó a su lado.

—Yo haré la primera guardia —se ofreció el asesino sin alterarse.

—No, nada de eso —indicó Haplo—. Sería un insulto; daría la impresión de que desconfiamos de ellos. Acuéstate y descansa. Tú, también Alfred.

Hugh hizo ademán de iniciar una protesta; después, se encogió de hombros y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en un tronco nudoso.

—¿Alguna norma dice que tengo que dormir? —preguntó, al tiempo que cruzaba las piernas y sacaba la pipa.

Haplo le dirigió una sonrisa cansada.

—Por lo menos, que no se te note demasiado... —Dio unas palmaditas al perro, que se había echado a su lado. El animal levantó la cabeza perezosamente, lo miró con un parpadeo y volvió a sus sueños.

Hugh
la Mano
se colgó la pipa de los labios.

—No te preocupes. Si alguien me pregunta, diré que padezco de insomnio. De insomnio eterno.

Dirigió una mirada torva a Alfred. El sartán se ruborizó, y el resplandor del fuego del campamento contribuyó a incrementar el color de su rostro. Llevaba un rato buscando un rincón donde dormir pero, primero, se había golpeado en la cabeza con una roca medio enterrada y más tarde se había instalado, al parecer, sobre un hormiguero, pues de improviso se había puesto en pie de un salto y había empezado a darse palmadas en las piernas.

—¡Basta! —le ordenó Haplo, irritado—. Estás llamando la atención.

Alfred se apresuró a dejarse caer al suelo otra vez. Una leve expresión de dolor cruzó su rostro. Tanteó con una mano el suelo bajo su cuerpo, sacó una piña y la arrojó lejos. Al advertir la mirada de desaprobación de Haplo, el sartán se tumbó sobre la tierra y trató de aparentar que estaba cómodo. Con disimulo, su mano se deslizó de nuevo bajo su huesudo trasero y sacó otra piña.

Haplo cerró los ojos e inició el proceso curativo. Poco a poco, el dolor de la rodilla remitió y los cortes ardientes del rostro se cerraron. Pero él tampoco podía conciliar el sueño. El insomnio eterno, lo había denominado Hugh.

Los otros patryn montaron la guardia y apagaron el fuego. Los envolvió la oscuridad, rota sólo por el leve resplandor de los signos mágicos de su piel. El peligro los acechaba en todo instante.

Marit no volvió con el grupo ni se quedó con Kari y los suyos, sino que escogió para dormir un lugar equidistante de ambos.

Hugh dio una chupada a la pipa vacía. Alfred se puso a roncar. El perro cazó algo en un sueño.

Y en cuanto a Haplo, en el preciso instante en que había llegado a la conclusión de que no iba a pegar ojo, se quedó dormido.

CAPÍTULO 37

LA CIUDADELA PRYAN

Xar había tomado una decisión. Había establecido sus planes. Ahora se disponía a ponerlos en marcha. Había convenido con Marit que los patryn del Laberinto se ocuparan de Haplo y lo protegieran hasta la llegada de Sang-drax.

En cuanto a éste, Xar había llegado a la conclusión de que la lealtad de la serpiente dragón no era un factor importante. Después de mucho reflexionar, el Señor del Caos estaba seguro de que la principal motivación de Sang-drax era el odio: la serpiente dragón aborrecía a Haplo y quería vengarse de él. No descansaría hasta dar con Haplo y destruirlo. Pero eso llevaría algún tiempo; incluso para alguien tan poderoso como Sang-drax, el Laberinto no resultaría fácil de atravesar. Para cuando tuviera sus anillos enroscados en torno a Haplo, Xar estaría allí para ocuparse de que su presa no quedara maltratada hasta el punto de resultar inservible.

El problema inmediato de Xar era la muerte de los mensch. Dado su poder y su dominio de la magia, la eliminación de dos elfos, dos humanos y un enano (ninguno de ellos excesivamente inteligente) no debería ser un trastorno. El Señor del Nexo podría haberlos destruido a todos de golpe con unos cuantos pases de manos y un par de palabras. Pero no era la manera de morir lo que lo preocupaba, sino el estado de los cadáveres después de la muerte.

Durante un par de días, estudió a los mensch en diversas circunstancias y llegó a la conclusión de que ni siquiera muertos serían capaces de resistir a los titanes. El elfo era alto pero muy delgado, con una estructura ósea frágil. El humano tenía buena talla, sus huesos eran fuertes y su musculatura potente; por desgracia, parecía estar sufriendo las fiebres de un amor contrariado y, en consecuencia, había descuidado en gran manera aquel cuerpo. La humana era más baja, pero musculosa. El enano, pese a su corta estatura, tenía la fuerza de los de su raza y era lo mejor de aquel mal lote. La muchacha elfa ni contaba.

Así pues, era fundamental que los mensch fueran, en su muerte, mejores que cuando estaban vivos. Sus cadáveres tenían que ser fuertes y sanos. Y, sobre todo, tenían que estar dotados de la potencia y la resistencia de las que carecían sus cuerpos vivos. El mejor modo de eliminarlos era mediante el veneno, pero tenía que ser una pócima especial: algo que matara el cuerpo y, al mismo tiempo, lo hiciera más sano. Una paradoja de lo más intrigante.

Xar empezó por una botella de agua corriente. Mediante la magia rúnica, actuando sobre las posibilidades, transformó la estructura química del agua. Al final, confió en haberlo conseguido: había elaborado un elixir que mataría, no inmediatamente sino al cabo de un breve plazo, una hora más o menos, durante la cual el cuerpo iniciaría un rápido desarrollo de los tejidos muscular y óseo, en un proceso que sería potenciado después mediante la nigromancia.

El veneno tenía un pero: los cuerpos se gastarían mucho más deprisa que los cadáveres ordinarios. Pero Xar no necesitaba mucho tiempo a los mensch; sólo el suficiente como para que él pudiera alcanzar la nave.

Cuando tuvo preparado el elixir, con su aditivo final de un agradable aroma a vino con especias, Xar preparó un banquete. Elaboró con su magia suculentos platos, vertió el vino envenenado en una gran jarra de plata que colocó en el centro de la mesa y fue al encuentro de los mensch para invitarlos a una fiesta.

La primera con quien se tropezó fue la humana, cuyo nombre no conseguía recordar nunca. Con sus modales más encantadores, el Señor del Nexo le pidió que lo acompañara aquella noche en una cena de los más deliciosos manjares, cortesía de sus facultades mágicas. Instó a la muchacha a que invitara a todos los demás, y Rega, excitada con aquel cambio en la monotonía habitual, se apresuró a hacerlo.

Fue en busca de Paithan. Sabía dónde encontrarlo, naturalmente. Cuando llegó a la puerta de la Cámara de la Estrella, se asomó al interior.

—¿Paithan? —dijo desde allí, dudando de si entrar. No había vuelto a pisar la cámara desde que la máquina maldita casi la había dejado ciega—. ¿Puedes venir aquí fuera? Tengo que decirte una cosa.

—¡Hum...! No puedo salir en este momento, querida. Es decir, en fin, puede que tarde un rato en...

—¡Pero es algo importante, Paithan!

Rega penetró un paso en la sala, titubeante. La voz de Paithan venía de una dirección rara.

—Tendrá que esperar... Ahora no puedo... Me he metido en un pequeño... No estoy seguro de cómo hacer para bajar de aquí, ¿ves?

Rega no veía nada, al menos de momento. Su irritación venció por fin al temor a la luz y se adentró en la Cámara de la Estrella. Con los brazos en jarras, recorrió la sala con la mirada.

—Paithan, déjate de juegos ahora mismo. ¿Dónde estás?

—Aquí..., aquí arriba...

La voz de Paithan le llegó desde lo alto. Perpleja, Rega volvió la cabeza y miró en la dirección de la que parecía proceder.

—¡En el nombre de los antepasados, Pait! ¿Qué haces ahí?

El elfo, encaramado en el asiento de una de las enormes sillas, la miró desde lo alto. Su expresión y su voz reflejaban un gran apuro.

—He subido para... hum... En fin, para observar las cosas desde aquí. La vista, ya sabes.

—¿Y bien, qué tal? —preguntó Rega.

Paithan acogió su sarcasmo con una mueca.

—No está mal —respondió, mirando a su alrededor con fingido interés—. Muy interesante, en realidad.

—¡La vista! ¡Narices!

—No, querida. Desde este ángulo no puedo verlas. Tendrías que volverte un poco...

—¡Te has encaramado ahí para intentar averiguar cómo funciona la maldita silla! —Lo acusó Rega—. Y ahora no puedes volver a bajar. ¿Qué te proponías? ¿Fingir que eras un titán? ¿O quizá pensaste que la máquina te tomaría por uno de ellos? Aunque no sería extraño. ¡Tienes el cerebro de uno de esos monstruos!

—Tenía que intentar algo, Rega —se disculpó Paithan en tono quejumbroso—. Me parecía una buena idea. Los titanes son la clave de la máquina. Ahora estoy seguro de ello. Por eso no funciona como es debido. Si estuvieran aquí...

—... nosotros estaríamos muertos —lo cortó Rega con tono sombrío—. Ya no tendríamos que preocuparnos por nada... ¡y menos aún por esa máquina estúpida! ¿Cómo has subido hasta ahí?

—Subir ha sido fácil. Las patas de la silla son un poco bastas y tienen muchos asideros. Además, los elfos siempre hemos sido buenos escaladores y...

—Entonces, ¿por qué no bajas de la misma manera?

—No puedo. Me caería. Ya lo he intentado una vez y me ha resbalado el pie. He podido agarrarme en el último momento, cuando ya me veía cayendo de cabeza a ese pozo. —Paithan se agarró al borde del gigantesco asiento—. No creerías lo profundo y oscuro que se ve el pozo desde aquí. Apuesto a que llega directamente hasta el fondo de Pryan. Me imagino cayendo y cayendo...

—¡Deja de pensar en eso! —le dijo Rega, furiosa—. ¡No haces más que empeorar las cosas!

—No pueden empeorar mucho más —repuso Paithan, abatido—. Sólo de mirar hacia abajo, se me revuelve el estómago. —Su rostro había adquirido un tinte verdusco.

—¡Es a mí a quien le revuelve el estómago todo esto! —Murmuró Rega para sí al tiempo que retrocedía un par de pasos y contemplaba al elfo con aire pensativo—. Lo primero que haré cuando lo haya sacado de aquí, si lo consigo, será cerrar la puerta de este condenado lugar y arrojar la llave...

—¿Qué dices, querida?

—Digo que traeré a Roland para que te lance una cuerda. Así podrás asegurarla al brazo de la silla y deslizarte por ella.

—¿Es preciso que llames a tu hermano? —Refunfuñó Paithan—. ¿Por qué no te encargas tú?

—Porque se necesita un brazo fuerte para que la cuerda alcance tan lejos —respondió Rega.

—Roland no me dejará en paz, después de esto —insistió él, compungido—. Escucha, tengo una idea. Ve a buscar al hechicero...

—¿Eh? —intervino una voz temblorosa—. ¿Alguien ha llamado a un hechicero?

El viejo entró en la cámara. Al ver a Rega, sonrió y se quitó el decrépito sombrero.

—Aquí estoy. Me alegro de ser de utilidad. Mi nombre es Bond. James Bond.

—¡Este hechicero, no! —Susurró Paithan—. ¡El otro, el que sabe lo que se hace!

—¡Por todos los...! —El anciano se quedó paralizado—. ¡El doctor No! ¡Me ha encontrado! ¡No temas, querida, yo te salvaré! —tendió las manos temblorosas hacia Rega.

—No puedo traer al Señor Xar —le explicaba ésta a Paithan—. Eso es lo que venía a decirte. Está ocupado preparando una fiesta. Estamos invitados...

—Una fiesta. ¡Qué maravilla! —El anciano lanzó una sonrisa radiante—. Me encantan las fiestas. Tengo que desempolvar el esmoquin. Hace tiempo que lo tengo entre bolas de naftalina...

—¡Una fiesta! —Repitió Paithan—. ¡Sí, seguro que nos divertiremos! A Aleatha le encantan las fiestas. Así la sacaremos de ese extraño laberinto donde pasa las horas, últimamente.

—Y la apartaremos del enano —añadió Rega—. No he dicho nada porque..., en fin, porque es tu hermana, pero creo que ahí sucede algo raro.

—¿Qué insinúas? —Paithan dirigió una mirada furibunda a Rega.

—Nada, pero es evidente que Drugar la adora y, reconozcámoslo, Aleatha no es muy exigente en cuanto a hombres...

—¡Desde luego que sí! ¡Al fin y al cabo, se encandiló con tu hermano! —replicó Paithan maliciosamente.

Rega enrojeció de rabia.

—No me refería a...

El anciano siguió la mirada de Rega y dio un enérgico respingo.

—¡Sí, señor! ¡Es el doctor No!

—No... —empezó a decir Paithan.

—¡Lo ves! —chilló Zifnab con aire triunfante—. ¡Lo reconoce!

—¡Soy Paithan! —gritó éste, inclinándose sobre el borde de la silla más de lo que pretendía. Con un estremecimiento, se deslizó rápidamente hacia atrás.

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