—¡Sí! —La palabra sonó con un siseo desagradable en los labios de Xar—. Comed y bebed. Os sentiréis mucho mejor.
—He encontrado la jarra del vino —anunció Roland—, pero está vacía. Alguien se lo ha bebido todo.
—¿Qué? —Xar se volvió en redondo.
Roland le mostró la jarra vacía.
—Compruébalo si quieres.
Xar agarró la jarra y miró el interior con gesto airado. En el fondo del recipiente quedaba un pequeño resto del líquido rojizo. Lo olió y volvió la vista a los mensch, que se encogieron, alarmados ante su furia.
—¿Quién se lo ha bebido?
Una vocecilla fina y estridente, que salía de debajo de la mesa, entonó una canción:
—«Goldfinger...»
Xar palideció; después, enrojeció de indignación. Llevó la mano bajo la mesa, agarró un pie que asomaba y tiró de él. Detrás del pie apareció el resto del anciano, tendido boca arriba y canturreando para sí, feliz y contento.
—¡Tú! ¡Te has bebido el vino..., todo el vino! —Xar apenas podía articular palabra.
Zifnab lo miró desde el suelo con ojos lacrimosos.
—Un aroma delicioso. Un color exquisito. Un regusto un poco áspero, pero supongo que eso se debe al veneno... —Tumbado de espaldas, reemprendió el canturreo—. «Sólo se vive dos veces...»
—¡Veneno! —Paithan se agarró a Rega, que a su vez se apretó contra él. Roland se atragantó a medio bocado y escupió lo que comía.
—¡El viejo miente! —exclamó Xar con voz áspera—. No hagáis caso a ese viejo chiflado. No habla en serio...
El Señor del Nexo se apresuró a agacharse, puso la mano en el pecho del viejo y empezó a murmurar unas palabras al tiempo que movía los dedos en unos extraños gestos. Pero, de pronto, el rostro del viejo chiflado se contorsionó de dolor. Con un grito espantoso, levantó las manos al aire como si quisiera agarrarlo y su cuerpo se retorció violentamente. Alargando el brazo, se aferró al borde de la falda de Aleatha.
—¡Veneno! ¡Xar lo reservaba... para vosotros! —dijo a duras penas.
Su cuerpo se enroscó de agonía. Después, se puso rígido, presa de un temblor incontrolable. Con un último grito convulso, el viejo quedó inmóvil. Tenía los ojos abiertos, desorbitados y fijos. Su mano permaneció firmemente aferrada a la falda de Aleatha. Estaba muerto.
Paralizado de espanto, Paithan contempló el cadáver. Roland se había retirado a un rincón, entre náuseas.
Xar los barrió a todos con la mirada, y Paithan apreció el destello de la hoja de la guadaña que se disponía a segarlos como espigas.
—Habría sido una muerte indolora —comentó el Señor del Nexo—. Rápida y sencilla. Pero ese estúpido lo ha trastocado todo. Tenéis que morir. Y vais a morir...
Xar alargó la mano hacia Aleatha.
La elfa lo miró aterrorizada, incapaz de moverse, con el vestido prendido en la mano del muerto. Aleatha tuvo la vaga impresión de que Paithan saltaba delante de ella, desviaba la mano del hechicero y...
Sin más aspiración que escapar de aquel lugar horrible, de aquel hombre terrible, de aquel cadáver espantoso, Aleatha arrancó la falda de entre los dedos del muerto y huyó de la cámara a la carrera, impulsada por el pánico.
EL LABERINTO
—¿Qué significa eso de que «ella nos ha traicionado»? —preguntó Alfred con inquietud.
—Que Marit les ha revelado que eres un sartán —respondió Haplo—. Y que yo te he traído al Laberinto por mi voluntad.
Alfred reflexionó detenidamente sobre el asunto.
—Entonces, al único que ha traicionado en realidad es a mí. Soy yo quien os pone en peligro a los dos. —Continuó sus reflexiones y añadió—: Podéis decirles que soy vuestro prisionero. Eso...
Dejó la frase sin terminar al ver la expresión sombría de Haplo.
—Marit sabe que no es así. Ella conoce la verdad. Y no tengo ninguna duda de que se la ha contado. Lo único que me pregunto —agregó Haplo sin variar el tono, con la vista perdida en el bosque—es qué más les habrá contado.
—¿Vamos a quedarnos aquí, sin más? —quiso saber Hugh
la Mano,
ceñudo.
—Sí —respondió Haplo sin alterarse—. Vamos a quedarnos aquí.
—Podríamos echar a correr...
—Buena idea —asintió el patryn—. He intentado convencer a Coren de que...
—Alfred —lo corrigió tímidamente el sartán—. Por favor. Yo me llamo así. No..., no conozco a esa otra persona. Y no estoy dispuesto a volver atrás, como propones.
—Yo voy a donde él vaya —declaró Hugh. Los patryn ya estaban a la vista y seguían acercándose—. Podemos luchar.
—No —se opuso Haplo, sin detenerse a considerar siquiera tal posibilidad—. No voy a luchar con mi propia gente. Ya es suficiente desgracia... —se interrumpió y dejó la frase a medias.
—Se lo están tomando con calma. Quizá te hayas confundido con ella.
Haplo rechazó la sugerencia con un movimiento de cabeza.
—No están acostumbrados a tomar prisionero a otro patryn. Nunca ha habido necesidad de algo así. —Contempló el cielo plomizo y los árboles en sombra. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un murmullo, para sí—.
Éste ha sido siempre un lugar terrible, peligroso y mortal. Pero al menos estábamos unidos: todos juntos contra él. Ahora, en cambio, ¿qué he hecho...?
Los patryn, conducidos por una Kari impasible, rodearon al dispar trío.
—Se han formulado graves acusaciones contra ti, hermano —anunció a Haplo.
Su mirada se volvió entonces hacia Alfred, que se sonrojó hasta la calva e improvisó una expresión de absoluta culpabilidad. Kari frunció el entrecejo y miró de nuevo a Haplo. Probablemente, esperaba que él lo negara todo.
Pero Haplo se encogió de hombros y no dijo nada. Echó a andar. Alfred, Hugh
la Mano
y el perro lo siguieron. Los patryn cerraron filas tras ellos.
Marit no estaba en el grupo.
La comitiva avanzó sigilosamente por el bosque. Los patryn lo hacían incómodos, agitados. Cada vez que Alfred se caía —lo cual sucedía continuamente, pues las circunstancias y el terreno se conjugaban para hacerlo aún más torpe de lo habitual—, los patryn aguardaban inflexibles a que se pusiera en pie de nuevo, sin prestarle ayuda ni permitir que Haplo o Hugh se acercaran al sartán.
Al principio, observaban a Alfred con torvas expresiones de enemistad pero luego, después de verlo estrellarse de bruces tras tropezar con una raíz de un árbol, caer en un hoyo y casi romperse la cabeza contra una rama baja, los patryn empezaron a cambiar miradas dubitativas aunque redoblaron la vigilancia. Por supuesto, podía ser una comedia destinada a ganarse su confianza.
Haplo recordó haber pensado exactamente lo mismo en su primer encuentro con Alfred.
Cuánto les quedaba por aprender.
Respecto al asesino humano, los patryn lo trataban con desdén.
No debían de tener la menor noticia de la existencia de los mensch; el propio Haplo desconocía las llamadas «razas inferiores» hasta que Xar le había informado de quiénes eran.
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Además, Marit debía de haberles contado que Hugh
la Mano
no tenía conocimientos de magia rúnica y que, por tanto, era inofensivo. Haplo se preguntó si también se habría acordado de decirles que no se podía matar a aquel hombre.
Cuando algún patryn volvía la vista por casualidad hacia Haplo, lo cual sucedía rara vez, lo hacía con expresión torva y furiosa. Haplo se preguntó con inquietud qué les habría contado Marit. Y por qué.
El bosque empezó a aclararse. La partida de caza se aproximaba al lindero de la arboleda y, al llegar a aquel punto, Kari ordenó un alto. Ante ellos se extendía un amplio campo abierto de hierba corta y ondulada. Haplo descubrió con asombro signos de que algún animal había pastado en la zona. Si allí hubiera habido mensch, habría imaginado que cuidaban ovejas y cabras. Pero allí no había mensch. Allí sólo había patryn, congéneres suyos, y los patryn eran corredores, luchadores; no pastores.
Ardió en deseos de sondear a Kari pero, en aquellas circunstancias, la mujer no respondería a ninguna pregunta suya; no le diría ni si era de día o de noche.
A un centenar de pasos, en el campo abierto, corría un río de aguas oscuras y turbulentas que se abría paso entre empinadas riberas. Y más allá, al otro lado del río...
Haplo se quedó boquiabierto.
Más allá del río de aguas negras y repulsivas, se levantaba una ciudad.
Una ciudad. En el Laberinto.
No podía creer lo que veía, pero allí estaba. Aunque parpadeara, la alucinación no desaparecía. Allí, en una tierra de pobladores, de nómadas que pasaban la vida tratando de escapar de su prisión, había una ciudad. Construida por gente que no tenía por objetivo escapar. Por gente que se había establecido, que estaba a gusto allí. No sólo eso, sino que habían encendido un fuego guía, una baliza para llamar a otros: venid a nosotros, venid a nuestra luz, venid a nuestra ciudad.
Sólidos edificios de piedra, cubiertos de marcas rúnicas, se alzaban impasibles en la ladera de una montaña gigantesca, en cuya cima ardía el fuego. Probablemente, se dijo Haplo, aquellos edificios habían empezado como cuevas. Ahora se extendían hacia afuera y el suelo de algunos de ellos descansaba en el techo de otros. Descendían por la montaña de manera ordenada y se apelotonaban al pie de la ladera. La propia montaña parecía extender unos brazos protectores en torno a la ciudad construida en su regazo; una gran muralla, construida con piedra de la montaña, circundaba la ciudad. Las runas mágicas grabadas en la muralla reforzaban las defensas.
—¡Caramba! —Murmuró Alfred—. ¿Es... esto es normal?
No; no era normal.
Marit había reaparecido. Era evidente que no le complacía estar allí, pero la perspectiva de tener que atravesar el peligroso cauce en campo abierto, presa fácil para cualquier enemigo, la había obligado a esperar al resto de la partida. Con todo, permaneció apartada de los demás, con los brazos cruzados ante el pecho. No miró en absoluto a Haplo; al contrario, evitó meticulosamente dirigirle la mirada.
A él le habría gustado hablar con la mujer. Hizo ademán de acercarse a ella, pero varios patryn le cerraron el paso. Parecían incómodos; debía de ser la primera vez que desconfiaban o temían un mal de uno de los suyos.
Haplo suspiró. ¿Cómo podría hacerles comprender...? Levantó las manos con la palma hacia el frente, indicando que no pretendía causar ningún daño y que obedecería sus órdenes.
Pero el perro no estaba para prohibiciones. La travesía del bosque había sido un aburrimiento para el animal. Cada vez que olfateaba algo interesante y se disponía a salir en su persecución, su amo lo llamaba a su lado con tono imperioso. El perro habría tolerado la situación si hubiera recibido muestras de que su presencia era apreciada, pero Haplo estaba preocupado, sumido en pensamientos lúgubres y melancólicos, y no se había molestado en dar unas palmaditas en la cabeza al animal ni había reaccionado a sus lametones amistosos.
De no ser por Alfred, el perro habría considerado el viaje como un gasto inútil de energías. El sartán, como de costumbre, había resultado tremendamente entretenido. El animal había comprendido que sería responsabilidad suya que Alfred lograra cruzar el bosque sano y salvo. No había habido modo de evitar ciertos desastres menores (un perro tiene sus limitaciones), pero el animal había conseguido salvarlo de varias catástrofes seguras, bien tirando de él para desenredarlo de los zarcillos de la repugnante enredadera de sangre o arrojándolo al suelo para evitar que pisara un hoyo con el fondo erizado de estacas puntiagudas, una típica trampa tendida por snogs merodeadores.
Por fin, habían llegado a un terreno llano y sin obstáculos y, aunque el perro sabía que ello no significaba necesariamente que Alfred estuviera a salvo, el sartán mantenía, de momento, una completa inmovilidad. Si existía alguien capaz de meterse en problemas sin moverse siquiera, ése era Alfred, pero el perro había considerado que podía relajar un poco la vigilancia.
Los patryn se reunieron en las lindes del bosque mientras varios de ellos se desplegaban para asegurarse de que todo estaba tranquilo antes de cruzar el río. El animal miró a su amo y comprendió con pesar que no podía hacer nada por él salvo recordarle, con un lametón, que allí tenía un perro para ofrecerle consuelo. Como recompensa, la mano distraída de Haplo le dio unos golpecitos en la testuz. El perro buscó una nueva distracción a su alrededor y vio a Marit.
Una amiga. Alguien a quien no veía desde hacía horas. Alguien que, por su expresión, necesitaba un perro.
El animal se acercó a ella con un trotecillo.
Marit estaba de pie a la sombra de un árbol, con la mirada fija en algo que el perro no podía ver. Pero quizás estaba haciendo algo importante, de modo que se acercó silenciosamente, como para no molestarla. Por fin, apretó el lomo contra la pierna de Marit y levantó la cabeza hacia ella con una mueca de alegría.
Marit, sobresaltada, dio un respingo que también hizo saltar al animal y ambos retrocedieron un paso, observándose con alarma.
—¡Ah, eres tú! —exclamó Marit y, aunque no comprendió las palabras, el perro entendió el tono en que las decía; un tono que, si bien no era abiertamente complacido, tampoco resultaba inamistoso.
La mujer transmitía una sensación de soledad y de pesar, de desesperada infelicidad. El perro la perdonó por haberlo asustado y avanzó de nuevo, meneando el rabo, para renovar su vieja amistad.