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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (54 page)

BOOK: En el Laberinto
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—La fiesta... —repitió Rega, nerviosa—. ¡Paithan, levántate! ¡Xar está aquí! ¡Vamos, Roland! ¡Parecéis un par de idiotas!

Paithan aún no alcanzaba a ver demasiado bien pero, al captar el tono tenso de la voz de Rega, dejó de golpear a su adversario y se puso en pie tambaleándose. Las mejillas le ardieron de vergüenza al imaginar lo que estaría pensando el viejo hechicero.

—Me has dejado un diente bailando —murmuró Roland, de cuya boca salía un poco de sangre.

—¡Cállate! —masculló Rega.

Los efectos de la luz cegadora empezaban a remitir. Paithan pudo distinguir por fin al hechicero. Xar intentaba aparentar que encontraba divertida la escena pero, aunque las arrugas en torno a sus ojos querían mostrar una sonrisa tolerante, su mirada era más fría y oscura que el pozo de la escalera que conducía a la Cámara de la Estrella. Cuando Paithan miró aquellos ojos, notó un nudo en el estómago. Incluso se descubrió dando un paso atrás, de forma automática, para retirarse del rellano superior de la escalera de caracol.

—¿Dónde están los otros? —preguntó Xar con voz afable y obsequiosa—. Quiero que asistáis todos a la fiesta.

—¿Qué otros? —preguntó Rega, evasiva.

—La otra mujer. Y el enano —indicó Xar, sonriente.

—¿Te has fijado en que no parece recordar nunca nuestros nombres? —murmuró Roland a Paithan entre dientes.

—¿Sabéis una cosa? —intervino Rega—, Aleatha tenía razón. Ese hombre es repulsivo. —La humana alargó la mano y cogió la de Paithan—. En realidad, no quiero asistir a esa fiesta.

—Creo que no tenemos más remedio que acudir —respondió el elfo sin alzar la voz—. ¿Qué excusa podríamos ofrecer?

—Dile, sencillamente, que no queremos —dijo Roland, refugiándose detrás de Paithan.

—¿Dile? ¿Por qué no te encargas tú de hacerlo? —replicó el elfo.

—Creo que no le caigo bien.

—¿Dónde está tu hermana, elfo? —Las cejas de Xar se juntaron en el centro de su frente—. ¿Y el enano?

—No lo sé. No los he visto. Eh... ¡iremos a buscarlos! —Se apresuró a ofrecerse Paithan—. ¿Verdad que sí?

—Sí. Ahora mismo.

—Yo también voy.

Los dos humanos y el elfo echaron a correr escalera abajo. Al llegar al pie, se detuvieron. Xar se encontraba ante ellos, obstruyéndoles el paso. Roland y Rega forzaron a Paithan a tomar la palabra.

—Eh... vamos a buscar a Aleatha..., a mi hermana —explicó Paithan con un hilo de voz—. Y al enano. A Drugar, el enano.

Xar asintió con otra sonrisa.

—Daos prisa o se enfriará la comida.

—Tienes razón.

Paithan se escabulló de la presencia del hechicero y se lanzó como un dardo hacia la puerta.

Rega y Roland avanzaron pisándole los talones. Ninguno de los tres dejó de correr hasta que estuvieron fuera del edificio principal, en la amplia escalinata de mármol a cuyos pies se abría la ciudad desierta. Nunca la ciudadela había producido la impresión de estar tan vacía.

—Esto no me gusta —dijo Rega con voz temblorosa—. Y ese Señor Xar, todavía menos. ¿Qué quiere de nosotros?

—¡Chitón! Ten cuidado —le avisó Paithan—. Nos está observando. No, no mires. Está ahí arriba, en un mirador.

—¿Qué vamos a hacer?

—¿Qué podemos hacer? —Intervino Roland—. Acudiremos a la fiesta. ¿Acaso queréis enfurecerlo? Quizá ya no recordéis lo que hizo a los titanes, pero yo sí. Además, ¿qué puede haber de malo en la invitación? Yo diría que nos asustamos de nuestra propia sombra.

—Roland tiene razón. Sólo es una fiesta. Si el hechicero nos deseara algún mal, y no hay ninguna razón para ello, seguro que podría causárnoslo sin tomarse tantas molestias.

—No me ha gustado su manera de mirarnos —insistió Rega con terquedad—. Y parecía demasiado impaciente. Demasiado excitado.

—A su edad y con su aspecto, no creo que lo inviten a muchas celebraciones —apuntó Roland.

Paithan observó la figura vestida de oscuro recortada en el mirador, inmóvil y silenciosa.

—Creo que deberíamos complacerlo. Será mejor que nos demos prisa en encontrar a Drugar y a Aleatha.

—Si se han metido en el laberinto, no habrá modo de dar con ellos. Y mucho menos enseguida —predijo Rega.

Paithan emitió un suspiro de frustración.

—Vosotros dos quizá deberíais regresar; yo intentaré encontrar a Aleatha...

—¡No, no! —Protestó Roland, al tiempo que se pegaba materialmente al elfo—. Iremos todos.

—Está bien —asintió Paithan—. Entonces, supongo que deberíamos dividirnos...

—¡Mirad! ¡Ahí viene Aleatha! —exclamó Rega, señalando con la mano.

La amplia escalinata en la que se encontraban dominaba una vista de la parte posterior de la ciudad. Aleatha acababa de aparecer en la esquina de un edificio; su vestido hecho trizas era una brillante mancha de color en contraste con el mármol blanco.

—Bien. Ahora sólo nos queda Drugar. Y supongo que al viejo no le importará que falte el enano...

—Le sucede algo —anunció Roland de improviso—. ¡Aleatha!

Bajó a grandes zancadas los anchos escalones y echó a correr hacia la elfa. Aleatha avanzaba hacia ellos con paso agitado; a la carrera, en realidad. Paithan intentó recordar la última ocasión en que había visto correr a su hermana.

En aquel instante, Aleatha se había detenido y estaba apoyada en la pared de un edificio, con una mano sobre el pecho en un gesto que parecía de dolor.

—¡Aleatha! —exclamó Roland cuando llegó cerca de ella.

La elfa tenía los ojos cerrados. Al oírlo, los abrió, lanzó una mirada de gratitud al humano y, con un sollozo, alargó las manos hacia él y casi se derrumbó en sus brazos.

El la sostuvo, sujetándola con firmeza.

—¿Qué sucede? ¿Qué te pasa?

—¡Drugar! —consiguió articular Aleatha.

—¿Qué te ha hecho? —Exclamó Roland, estrechándola en sus brazos con ferocidad—. ¿Te ha hecho daño? ¡Por los antepasados que lo voy a...!

—¡No, no! —Aleatha movió la cabeza enérgicamente. Sus cabellos flotaron en torno a su rostro en una nube rubio ceniza que emitía ligeros reflejos. Tomó aliento con esfuerzo y añadió—: ¡El enano ha..., ha desaparecido!

—¿Desaparecido? —Paithan llegó al lugar en compañía de Rega—. ¿Qué significa eso, Thea? ¿Cómo ha podido desaparecer?

—No lo sé. —Aleatha levantó la cabeza y mostró sus azules ojos, desorbitados y asustados—. Lo tenía al lado, al alcance de la mano y, de pronto...

Apoyó la cabeza en el pecho de Roland y empezó a llorar. El humano le dio unas palmaditas en la espalda y dirigió una mirada de interrogación al elfo.

—¿De qué está hablando?

—Ni idea—reconoció Paithan.

—No os olvidéis de Xar —intervino Rega sin alterarse—. Aún sigue observándonos.

—¿Han sido los titanes? Vamos, Thea no te pongas histérica...

—Demasiado tarde —anunció Rega, tras volverse hacia ella.

Aleatha había roto en un incontrolable sollozo. De no ser por Roland, se habría derrumbado en el suelo.

—Miradla. Tiene que haberle sucedido algo terrible —murmuró el humano, sosteniéndola en brazos con ternura—. Normalmente, no reacciona así. Ni siquiera cuando el dragón nos atacó.

Paithan tuvo que darle la razón. Él también empezaba a sentirse nervioso e impaciente.

—¿Qué debemos hacer con ella?

Rega tomó el mando de la situación.

—Tenemos que tranquilizarla lo suficiente como para que nos cuente qué ha sucedido. Llevémosla al edificio principal. Acudamos a esa estúpida fiesta y démosle a beber un buen vaso de vino. Si realmente ha sucedido algo tan terrible... por ejemplo, que los titanes hayan entrado y hayan raptado a Drugar, el Señor Xar debería saberlo. Tal vez él pueda protegernos.

—¿Por qué iban los titanes a entrar y raptar a Drugar? —interpeló Paithan. Era una pregunta perfectamente lógica, pero quedó sin respuesta. Roland no alcanzó a oírla a causa de los sollozos e hipidos de Aleatha, y Rega dedicó una mirada despectiva al elfo y movió la cabeza con gesto recriminatorio.

—Que beba un vaso de vino —repitió, y los tres volvieron en comitiva al edificio principal, transportando a Aleatha.

Xar salió a recibirlos a la puerta y torció el gesto al observar a la elfa con una crisis nerviosa.

—¿Qué tiene?

—Ha sufrido una especie de conmoción —explicó Paithan, elegido portavoz una vez más gracias a un empujón de Rega por la espalda—. No sabemos qué le sucede porque está tan perturbada que no es capaz de decírnoslo.

—¿Dónde está el enano? —preguntó Xar, ceñudo.

Al oírlo, Aleatha soltó un grito sofocado.

—¿Que dónde está el enano? ¡Ésta sí que es buena! —Se cubrió el rostro con las manos y soltó una violenta carcajada.

Paithan estaba cada vez más preocupado. Nunca había visto tan alterada a su hermana.

—Tiene por costumbre vagar por el laberinto y...

Rega intervino, nerviosa:

—Hemos pensado que un vaso de vino...

Elfo y humana se dieron cuenta de que estaban hablando a la vez y se callaron. Xar lanzó una mirada penetrante a Rega.

—Vino... —murmuró. Volvió la vista a la elfa y añadió—: Tienes razón. Un buen vaso de vino la reconfortará enormemente. Todos deberíamos tomar uno. ¿Dónde decís que está el enano?

—No lo hemos dicho —respondió Paithan con cierta impaciencia, receloso de aquella insistencia en Drugar—. Si conseguimos que Aleatha se tranquilice, quizá lo averigüemos.

—Sí, la tranquilizaremos —dijo Xar sin alzar la voz—. Entonces averiguaremos lo que necesitamos saber. Por aquí —indicó, y se deslizó furtivamente detrás de ellos, con los brazos abiertos—. Por aquí.

Paithan había visto a los agricultores humanos en tiempo de cosecha, cuando recorrían los campos moviendo las guadañas entre las altas mieses, segándolas con amplios movimientos. Los brazos de Xar le recordaron esas guadañas, como si en cualquier momento fueran a caer sobre ellos, y sintió el impulso de dar media vuelta y salir de allí. Pese a ello, se obligó a seguir a los demás.

¿Qué había de temer, al fin y al cabo? Se sentía ridículo. Se preguntó si los dos humanos compartirían sus temores y les dirigió una breve mirada. Roland estaba tan preocupado por Aleatha que se habría arrojado por un precipicio sin enterarse. Rega, en cambio, daba visibles muestras de nerviosismo. No dejaba de volver la cabeza hacia Xar mientras éste los apremiaba con aquellos brazos como hojas de guadaña.

El hechicero condujo a los mensch hacia una amplia sala circular que antiguamente había sido, quizás, un salón de banquetes o de recepciones. En el centro había una mesa redonda. La estancia se hallaba situada bajo la Cámara de la Estrella y era uno de los lugares de la ciudadela desierta en el que los mensch no habían entrado nunca.

Al llegar ante la puerta en arco que daba paso a la sala, Paithan se detuvo en seco, tan de improviso que Xar topó con él. El brazo del viejo hechicero rodeó la cintura del elfo. Rega se detuvo junto a Paithan, alargó la mano y tiró de la manga a su hermano, alertándolo de la situación.

—¿Qué sucede ahora? —La voz de Xar tenía un leve tono de irritación.

—Nosotros no..., no vamos a entrar ahí —declaró el elfo.

—Esta cámara no quiere que entremos en ella —lo secundó Rega.

—Tonterías —replicó Xar—. Sólo es una sala más.

—No. Es mágica —dijo Paithan en voz baja, con un tono de temor reverencial—. Se oyen voces. Y el globo...

Miró a su alrededor y no terminó la frase.

—¡Ha desaparecido! —exclamó Rega.

—¿De qué habláis? —Xar había recuperado el tono afable—. Decidme.

—Verás... Ahí, colgado sobre la mesa, había un globo de cristal que tenía cuatro extrañas luces en su interior. Y, cuando me acerqué a mirar y puse la mano sobre la mesa, de repente empecé a oír voces. Voces que hablaban en un idioma extraño. No entendí lo que decían, pero no parecía que me quisieran cerca, de modo que... me marché...

—Y ninguno de nosotros ha vuelto aquí desde entonces —añadió Rega con un estremecimiento.

—Pero ahora el globo ha desaparecido. —Paithan clavó la mirada en Xar—. Tú lo has movido.

—¿Que yo lo he movido? —Xar adoptó una expresión divertida—. ¿Y por qué habría de hacer tal cosa? Este salón no es diferente de otras estancias de la ciudadela. No he encontrado ningún globo ni he oído voces, pero es un lugar magnífico para una fiesta, ¿no os parece? Vamos, haced el favor de pasar. Nada de magia, os lo aseguro. No sufriréis ningún daño...

—¡Fijaos! ¡Qué banquete tan espléndido! —Exclamó Roland—. ¿De dónde ha salido toda esa comida?

—Bueno... —dijo Xar con aire modesto—, una pizca de magia, tal vez. Y ahora, por favor, pasad y sentaos. Comed, bebed...

—Déjame en el suelo —ordenó Aleatha de improviso, con una voz muy calmada, sólo ligeramente llorosa.

Roland dio un respingo y la elfa casi le resbaló de las manos. La visión de la comida le había resultado irresistible.

—¡Tenemos que volver atrás! —Aleadla se agitó entre sus brazos—. ¡Déjame en el suelo, estúpido! ¿No entendéis? ¡Tenemos que volver al laberinto! Drugar se ha ido con ellos. Tenemos que obligarlo a volver.

—¿Adonde ha ido el enano? ¿Y con quién? —quiso saber Paithan.

—¡Déjame en el suelo!

Aleatha dirigió una mirada furibunda a Roland y éste, ceñudo, la depositó en el suelo sin la menor delicadeza.

—Supongo que no pensarás que ha sido un placer —murmuró el humano con frialdad, y se acercó a la mesa rebosante de bocados exquisitos—. ¿Dónde está el vino?

—En una jarra —Xar señaló la mesa con un gesto, sin apartar la vista de Aleatha—. ¿Dónde has dicho que está el enano, querida?

La elfa le dirigió una mirada altiva, le volvió la espalda y se dirigió a Paithan.

—Estábamos en el laberinto. Encontramos... el teatro. Allí había gente, un montón de gente. Elfos, humanos y enanos...

—Déjate de bromas, Thea. —Paithan se sonrojó de bochorno.

—¿Dónde está el vino? —murmuró Roland con la boca llena.

—Hablo en serio —exclamó Aleatha con un enérgico pisotón—. No son gente de carne y huesos. Sólo son gente de bruma. Se hacen visibles cuando se enciende la luz de la estrella. Pero... pero ahora... —se le quebró la voz—. ¡Ahora, Drugar es uno de ellos! ¡Se ha... transformado en uno de esos seres de niebla!

Asió del brazo a su hermano e insistió, irritada:

—Ven conmigo, ¿quieres, Paithan?

—Cuando hayamos comido un poco, quizás. —El elfo intentó aplacar a su hermana—. Tú también deberías tomar algo. Ya sabes cómo se ven las cosas con el estómago vacío.

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