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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (30 page)

BOOK: En el Laberinto
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—¡Ah! Bien, entonces me alegro de que se haya marchado —declaró Aleatha fríamente—. No habría ido a ninguna parte con él. Ese Haplo nos condujo a esta prisión insoportable fingiendo ser nuestro salvador y, luego, nos abandonó. El es la causa de todas las desgracias que nos han sucedido. No me sorprendería que fuera él quien azuzó a los titanes contra nosotros.

Paithan dejó que su hermana continuara sus divagaciones. Necesitaba tener a alguien a quien echar las culpas y, gracias a Orn esta vez no le tocaba a él.

Pero no podía dejar de pensar que Haplo había tenido razón. Si las tres razas se hubieran aliado para combatir a los titanes, sus pueblos quizás estarían vivos todavía. Pero, tal como habían sucedido las cosas...

—Por cierto, Thea —Paithan salió de sus sombrías meditaciones cuando lo asaltó un pensamiento—, ¿que hacías ahí en la plaza del mercado?
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Nunca llegas tan lejos en tus paseos.

—Estaba aburrida. No tengo a nadie para hablar, aparte de esa golfa humana. Hablando de Rega, me ha pedido que te dijera que está sucediendo algo raro en esa Cámara de la Estrella que tanto aprecias.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —Paithan le dirigió una mirada de ira—. ¡Y no llames golfa a Rega!

A la carrera, el elfo cruzó las calles de la reluciente ciudad de mármol, una ciudad de torres y agujas y cúpulas, de maravillosa belleza. Una ciudad que tenía muchas probabilidades de convertirse en su tumba.

Aleatha lo observó alejarse y se preguntó cómo podía gastar todas aquellas energías en algo tan inútil como acudir a una sala gigantesca y manosear unas máquinas que nunca hacían nada y que, con toda seguridad, nunca lo harían. Nada constructivo, al menos, como producir comida.

Bien, por lo menos no pasaban hambre todavía. Paithan había intentado imponer algún tipo de sistema de racionamiento, pero Roland se había negado a aceptarlo con el argumento de que los humanos, al ser más corpulentos, necesitaban comer más que los elfos y que, por tanto, era injusto que Paithan adjudicara a Roland y a Rega la misma cantidad de comida que a el y Aleatha.

Ante lo cual Drugar había dejado oír su voz —un hecho excepcional en él— y había afirmado que los enanos, con su masa corporal mis pesada, necesitaban el doble de comida que un elfo o un humano.

Llegados a aquel punto, se había armado una trifulca y, finalmente, no había habido reparto de ninguna clase.

Aleatha contempló la calle y se estremeció bajo el radiante sol. Las paredes de mármol siempre estaban frías. El sol no conseguía calentarlas, sin duda a causa de la extraña oscuridad que se extendía sobre la ciudad cada noche. Habiendo crecido en un mundo de luz perpetua, Aleatha había llegado a disfrutar de la noche artificial que caía sobre la ciudadela y en ninguna otra parte de todo Pryan. Le gustaba pasear en la oscuridad, disfrutando del misterio y de la suavidad aterciopelada del aire nocturno.

Especialmente agradable resultaba pasear en la oscuridad
acompañada.
Miró a su alrededor. Las sombras se hacían más densas. La extraña noche no tardaría en caer. Podía hacer dos cosas: volver a la Cámara de la Estrella y llorar de aburrimiento observando a Paithan enfrascado en su estúpida máquina, o ir a ver si Roland acudía a la cita en el jardín del laberinto.

Aleatha contempló su imagen reflejada en el cristal de la ventana de una casa vacía. Estaba un poco más delgada, pero aquello no desmerecía su belleza. Si acaso, su cintura de avispa hacía más voluptuosos sus generosos pechos. Con destreza, se arregló el vestido lo mejor posible y hundió los dedos entre los tupidos cabellos.

Roland la estaría esperando. Lo sabía.

CAPÍTULO 21

LA CIUDADELA

PRYAN

El jardín del laberinto estaba en la parte de atrás de la ciudad, en una suave pendiente que descendía desde la ciudad propiamente dicha hasta el muro protector que la circundaba. A ninguno de sus compañeros le agradaba demasiado aquel laberinto; Paithan se quejaba de que producía una sensación extraña, pero Aleatha se sentía atraída por el lugar y solía rondar por allí a la hora del vino. Si tenía que estar sola, y en aquellos tiempos era cada vez mis difícil encontrar compañía, era allí donde más le gustaba estar.

—El jardín del laberinto fue construido por los sartán —le había contado Paithan, que había descubierto el dato en uno de los libros que se vanagloriaba de haber leído—. Lo hicieron para ellos, porque les gustaba pasear al aire libre y les recordaba el lugar del que procedían. Nosotros, los mensch —en sus labios se había formado una mueca al pronunciar la palabra—, teníamos prohibido el acceso. No sé por qué se molestaban. No puedo imaginar a ningún elfo en sus cabales que quisiera entrar ahí. No te lo tomes a mal, Thea, pero ¿qué encuentras de fascinante en este rincón tan lúgubre?

—¡Oh!, no lo sé —había respondido ella con un encogimiento de hombros—. Tienes razón, quizá sea un poco tétrico. Pero aquí todo... todos resultan tan aburridos...

Según Paithan, en el pasado, el laberinto —una serie de setos, árboles y arbustos— había sido cuidado y conservado con gran atención. Sus caminos conducían, a través de intrincadas rutas, hasta un anfiteatro situado en el centro. Allí, lejos de los ojos y oídos de los mensch, los sartán celebraban sus reuniones secretas.

—Yo, en tu lugar, no entraría ahí, Thea —le había advertido Paithan—. Según el libro, esos sartán dotaron al laberinto de algún tipo de magia, destinada a atrapar a cualquiera que no estuviera autorizado a entraren él.

A Aleatha, la advertencia le resultó emocionante, del mismo modo que encontraba fascinante el laberinto.

Con el paso del tiempo, abandonado y olvidado, el laberinto se había asilvestrado. Los setos que en otra época eran recortados con todo cuidado se alzaban de forma desigual, crecían en los caminos y formaban una cúpula verde entretejida de modo que impedía el paso de la luz y mantenían el laberinto fresco y oscuro incluso en las cálidas horas diurnas. Penetrar en él era como aventurarse en un túnel de vida vegetal, pues algo mantenía despejado el centro de los caminos: quizás eran las extrañas marcas grabadas en la piedra, aquellas marcas que podían verse en los edificios de la ciudad y en sus murallas y que, según Paithan, eran algún tipo de magia.

Una verja de hierro (una rareza en Pryan, donde poca gente llegaba a ver el suelo en algún momento de su vida) conducía a un arco Formado por un seto sobre un sendero de piedra. Cada losa del camino llevaba grabado uno de los signos mágicos. Paithan había prevenido a su hermana de que las marcas podían causarle daño, pero Aleatha sabía que no era así. La elfa las había recorrido muchas veces sin prestarles atención, antes de enterarse de qué eran, y nunca le habían causado el menor mal.

Desde la verja, el camino conducía directamente al laberinto. Unos altos muros de vegetación se elevaban por encima de su cabeza, y las flores llenaban el aire con su dulce fragancia.

El camino avanzaba recto durante un breve trecho; después se dividía en dos direcciones distintas que se adentraban aún más en el laberinto. La bifurcación era lo más lejos que se había adentrado Aleatha en sus paseos: los dos caminos que partían de ella la llevaban fuera de la vista de la verja, y la elfa, aunque atrevida y temeraria, no carecía de sentido común.

En la bifurcación había un banco de mármol y un estanque. Aleatha solía sentarse allí bajo la fresca sombra y escuchar el trino de unos pájaros ocultos mientras admiraba su imagen reflejada en el agua y se preguntaba ociosamente que encontraría si se internaba más en el laberinto. Después de ver un dibujo del laberinto en el libro de Paithan, había llegado a la conclusión de que no había allí nada interesante que mereciera el esfuerzo. Se había llevado una tremenda decepción al enterarse de que los caminos sólo conducían a un círculo de piedra rodeado de filas de asientos.

Mientras recorría la calle vacía (¡tan vacía!) que conducía al laberinto, Aleatha sonrió. Allí estaba Roland, meditabundo, deambulando arriba y abajo ante la verja sin dejar de lanzar miradas indecisas y sombrías hacia la vegetación.

Aleatha permitió que su falda crujiera audiblemente y, al captar el sonido, Roland irguió los hombros, hundió las manos en los bolsillos y empezó a pasear con aire calmoso, contemplando el seto con interés como si acabara de llegar.

Aleatha reprimió una carcajada. Llevaba todo el día pensando en Roland, en lo mucho que le desagradaba. En realidad, lo detestaba. Roland era tan tosco, tan arrogante y tan... en fin, tan humano... Al evocar lo mucho que lo odiaba, le vino a la cabeza espontáneamente el recuerdo de la noche en que había hecho el amor con él. Naturalmente, aquello había sucedido en circunstancias excepcionales. Ninguno de los dos había tenido la culpa. Los dos estaban recuperándose del terrible trance de haber estado a punto de ser devorados por un dragón. Roland estaba herido y ella sólo había querido reconfortarlo...

¿Por qué no podía borrar de su mente aquella noche, ni olvidar los fuertes brazos de Roland, sus labios tiernos y su manera de hacerle el amor como no se había atrevido a hacer ningún otro hombre...?

Aleatha no se había acordado de que Roland era un humano hasta el día siguiente; entonces, le había ordenado terminantemente que no volviera a tocarla jamás. Él, al parecer, había obedecido con sumo gusto, a juzgar por la respuesta que había dado a la elfa. Sin embargo, desde entonces, ella se dedicó con entusiasmo a burlarse de él. Era el único placer que le quedaba. Roland, a su vez, parecía encontrar igual deleite en provocar su irritación.

La elfa llegó a las proximidades de la verja. Roland, apoyado en el seto, le dirigió una mirada de soslayo con una sonrisa que ella consideró aviesa.

—¡Ah!, veo que has venido —comentó el humano, dando a entender que Aleatha había acudido a la cita por él. Sus palabras frustraron el comentario que la elfa había preparado como salutación (una insinuación de que Roland había acudido allí por ella), lo cual desató de inmediato su cólera.

Y, cuando Aleatha estaba furiosa, se mostraba más dulce y más encantadora que nunca.

—¡Vaya, Roland! —Exclamó en un tono de sorpresa que sonó muy natural—. De modo que eres tú, ¿eh?

—¿Y quien más podría ser? ¿El noble Dumdum, tal vez?

Aleatha se sonrojó. El noble
Durndrun
había sido su prometido elfo y, aunque ella no había estado enamorada de él y sólo iba a casarse por el dinero del novio, ahora estaba muerto y aquel humano no tenía derecho a burlarse de él y... ¡Bah, mejor dejarlo estar!

—No estaba segura —contestó, echándose el cabello hacia atrás sobre el hombro desnudo (la manga del vestido ya no le ajustaba como era debido porque había perdido peso y se le deslizaba por el brazo dejando a la vista un hombro blanco de excepcional belleza) —. ¿Quién sabe qué cosa viscosa podría haber surgido de Abajo?

La blancura de su piel atrajo la mirada de Roland. Ella le permitió mirarla y desearla (confió en despertar su deseo); Luego, despacio y con suavidad, se cubrió el hombro con un chal de encaje que había encontrado en una casa abandonada.

—Bueno, si realmente apareciera de la nada algún ser viscoso, estoy seguro de que lo espantarías, —Roland dio un paso hacia ella y volvió a fijar la vista en su hombro con una mueca de sarcasmo—, te estás quedando en los huesos.

¡En los huesos! Aleatha le dirigió una mirada de odio, tan furiosa que olvidó cualquier asomo de dulzura y se lanzó contra él con el puño levantado para golpearlo.

Roland la asió por la muñeca, le retorció el brazo, se inclinó sobre ella y la besó. Aleatha se resistió el tiempo preciso, no demasiado (lo cual quizás habría desanimado al humano), pero sí el suficiente como para obligarlo a emplear la fuerza para dominarla. Después, se relajó en sus brazos.

Los labios de Roland se deslizaron por su cuello.

—Sé que te vas a llevar una decepción —susurró él—, pero sólo he venido a decirte que no voy a venir. Lo siento.

Y, con esto, la soltó.

Aleatha había apoyado todo su peso en el cuerpo de Roland y, cuando éste retiró los brazos, la elfa se desplomó en el suelo a cuatro pies. El hombre la miró con una mueca burlona.

—¿Me estás suplicando que me quede? Me temo que es inútil.

A continuación, le dio la espalda y abandonó el lugar.

Aleatha, furiosa, intentó incorporarse pero su falda larga y voluminosa le obstaculizó los movimientos.

Cuando por fin estuvo en pie y dispuesta para sacarle los ojos al humano, éste ya había doblado la esquina de un edificio y había desaparecido de la vista.

La elfa se detuvo, con la respiración acelerada. Si echaba a correr tras él, produciría la impresión de estar haciendo precisamente eso: correr tras él. (De haber ido tras sus pasos, habría descubierto a Roland acurrucado contra una pared, tembloroso y secándose el sudor del rostro.) Aleatha, enfurecida clavó las uñas en la palma de las manos, cruzó la verja que daba acceso al laberinto, avanzó por las piedras marcadas con las runas sartán y se arrojó sobre el banco de mármol.

Convencida de encontrarse a solas, resguardada de la curiosidad donde nadie vería si se le enrojecían los ojos o se le hinchaba la nariz, la elfa se echó a llorar.

—¿Te ha hecho daño? —preguntó una voz áspera.

Sobresaltada, Aleatha levantó la vista.

—¿Que...? ¡Ah!, Drugar... —murmuró con un suspiro. En un primer momento se sintió aliviada; después, no tanto. El enano era un tipo extraño y adusto. ¿Quién sabía qué le rondaba en la cabeza? Además, ya había intentado matarlos a todos en una ocasión.. .
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