Read En el Laberinto Online

Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (62 page)

BOOK: En el Laberinto
8.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Un destello brillante y alegre iluminó los ojos del dragón; después, la bestia suspiró como si lamentase una ocasión perdida irremediablemente.

—Me refiero, señor, a que se notaba mucho que respirabas. Tu pecho se levantaba y se hundía visiblemente. Incluso llegaste a hacer un ruido, en cierto momento, y eso no es algo muy normal en un muerto...

—Se me coló un pelo de la barba en la nariz —murmuró el anciano—. Pensé que iba a escapárseme un estornudo.

—Sí, señor. Fue entonces cuando derribé la pared encima de ti. Y ahora, si estás preparado de una vez...

—¿Y los mensch? ¿Se encuentran bien? —Preguntó el mago, asomando la cabeza por el hueco de la pared—. ¿Estarán a salvo?

—Sí, señor. Los titanes están en la ciudadela. Los siete escogidos ocuparán sus lugares en las siete sillas. Entonces, empezarán a canalizar la energía procedente del pozo y utilizarán sus poderes mentales para irradiarla a Pryan y, por último, a través de la Puerta de la Muerte. Los humanos y los elfos conseguirán ponerse en contacto con otros de sus razas que habitan en las otras ciudadelas. Y, ahora que los titanes vuelven a estar bajo control, los mensch podrán aventurarse en la jungla sin miedo. Encontrarán a otros de sus razas... y también a otros enanos, a los cuales ofrecerán la seguridad de estos muros.

—¡Y vivirán felices y comerán perdices! —concluyó el anciano, jubiloso.

—Yo no diría tanto, señor —dijo el dragón—. Pero llevarán una existencia tan feliz como es razonable esperar. Tendrán mucho de que ocuparse; sobre todo, cuando hayan establecido comunicación con sus congéneres de los otros mundos, Ariano y Chelestra. Eso debería darles bastante en que pensar.

—Me gustaría quedarme a verlo —comentó el anciano con nostalgia—. Me gustaría ver a la gente feliz, colaborando junta en la construcción de unas vidas pacíficas. No sé por qué —continuó con una mueca ceñuda—, pero creo que eso me ayudaría a hacer desaparecer esos sueños terribles que tengo en ocasiones. Ya sabes a cuáles me refiero. —El anciano se puso a temblar—. Esos sueños horribles de incendios voraces y edificios que se derrumban, y la gente agonizando... y no puedo ayudar a los moribundos...

—Sí, claro que puedes, señor Bond —lo interrumpió suavemente el dragón, al tiempo que pasaba su mano con zarpas sobre la cabeza del mago—. Eres el mejor agente secreto de Su Majestad. ¿O tal vez hoy prefieres ser cierto mago chiflado? Siempre has tenido bastante apego por este papel...

—No. —El anciano apretó los labios—. Nada de magos. No quiero que me encasillen.

—Muy bien, señor Bond. Creo que Moneypenny anda buscándote.

—¡Esa chica siempre anda detrás de mí! —Asintió el anciano con una risilla de complicidad—. Bien, vamonos. Démonos prisa. No debemos hacer esperar a «cu».

—Creo que la inicial es «eme», señor...

—¡La que sea!

Los dos empezaron a difuminarse en el aire, a confundirse con el polvo. La mesa construida por los sartán yacía hecha astillas bajo los ladrillos y los bloques de piedra.

Muchos ciclos más tarde, cuando Paithan y su esposa, Rega, se convirtieron en gobernantes de la ciudad llamada Drugar, el elfo ordenó sellar aquella cámara.

Aleatha declaró que oía voces procedentes de allí, voces tristes que hablaban en un idioma extraño. Nadie más podía escucharlas pero, dado que la elfa era ahora Suma Sacerdotisa de los Titanes y su esposo era el Sumo Sacerdote Roland, nadie puso en duda su palabra.

La cámara fue convertida en mausoleo de un viejo mago bastante bobo que había dado su vida por ellos dos veces y cuyo cuerpo, por lo que ellos sabían, yacía enterrado bajo las ruinas.

CAPÍTULO 44

ABRÍ EL LABERINTO

—Disculpa, Haplo...

El cuchicheo de Alfred sacó a Haplo de sus debates internos. Se volvió al sartán, casi satisfecho de bajar sus armas mentales y volver sus sombríos pensamientos hacia otra cosa, probablemente tan sombría como éstos.

—¿Sí, qué quieres?

Alfred dirigió una mirada temerosa a los guardias que marchaban a su lado y se aproximó más a Haplo.

—¡Por todos los...! ¿De dónde ha salido eso?

Haplo asió a Alfred y evitó que tropezara de narices con una pared de roca sólida.

—La montaña lleva aquí mucho tiempo —comentó el patryn y condujo a Alfred hasta la boca de la caverna sin soltarlo, pues los torpes pies del sartán parecían capaces de descubrir todas y cada una de las piedras sueltas, fisuras e irregularidades del camino. Tras un largo y ceñudo examen, los guardias parecían haber considerado a Alfred inofensivo, pues habían dejado de prestarle atención para concentrar ésta casi exclusivamente en Hugh
la Mano.

—Gracias —murmuró el sartán—. Lo..., lo que quería preguntarte... y quizá parezca una tontería...

—Viniendo de ti... —Haplo se estaba divirtiendo.

Alfred sonrió, apurado.

—Estaba pensando en esa prisión a la que nos llevan. Creía que tu gente no hacía una cosa así... a uno de los suyos.

—Yo creía lo mismo —replicó Haplo con sarcasmo.

Vasu, que los había acompañado con la misma actitud silenciosa y preocupada que Haplo, levantó la cabeza.

—Sólo en casos de extrema necesidad —apuntó con solemnidad—. Sobre todo, por el propio bien del prisionero. Algunos de los nuestros padecen lo que llamamos el mal del Laberinto. En las tierras más allá de nuestras murallas, la enfermedad suele conducir a la muerte.

—Más allá de las murallas —añadió Haplo, ominoso—, quien sufre del mal del Laberinto pone en peligro a toda su tribu.

—Y esos enfermos, ¿qué es de ellos? —quiso saber Alfred.

—Normalmente —explicó Haplo, encogiéndose de hombros—, se vuelven locos y acaban saltando por algún despeñadero. O cargan solos contra una manada de lobunos. O se ahogan en el río...

Alfred se estremeció.

—Pero hemos descubierto que, con tiempo y paciencia, podemos ayudar a esos desdichados —intervino Vasu—. Los mantenemos en un lugar donde están a salvo, donde no pueden hacerse daño a sí mismos ni hacérselo a los demás.

—Y es ahí donde nos llevas —dijo Haplo.

—En el fondo, la decisión de encerraros es vuestra —replicó Vasu—. Tengo razón, ¿no? Si quisierais marcharos podríais hacerlo.

—¿Y traer la destrucción a mi propio pueblo? No he venido aquí para eso —declaró Haplo.

—Podrías desembarazarte de ese humano... y de su puñal.

—No. La responsabilidad es mía. Yo he traído aquí el puñal; sin saberlo, pero lo he traído. Entre los tres —señaló a Alfred y a Hugh—quizá logremos dar con un modo de destruirlo.

Vasu asintió en un gesto de comprensión y conformidad.

Haplo guardó silencio un momento; después, añadió con aplomo:

—Pero no permitiré que Xar me lleve.

—No lo hará sin mi consentimiento. —Vasu endureció la expresión—. Te lo prometo. Escucharé lo que tenga que decirme y decidiré en consecuencia.

Haplo estuvo a punto de soltar una carcajada, pero se reprimió y mantuvo un rostro impasible.

—Tú no conoces a Xar, dirigente Vasu. Mi señor coge lo que le apetece. No está acostumbrado a que le nieguen nada.

Vasu sonrió con indulgencia.

—Quieres decir que no tendré nada que decir sobre el tema, ¿no es eso? —Se dio unas palmaditas complacidas en su orondo vientre y agregó—: Quizá te parezco blando, Haplo, pero no me subestimes.

Haplo no quedó muy convencido, pero ponerlo en duda habría sido una descortesía. Cuando llegara el momento, tendría que enfrentarse a Xar él solo. El pensamiento lo sumió de nuevo en su oscura lucha interior.

—No puedo evitar preguntarme, dirigente Vasu —intervino Alfred—, cómo hacéis para mantener encerrada a la gente. Si tenemos en cuenta que nuestra magia se basa en las posibilidades y disponemos de toda la vasta gama de posibilidades de escapar... No es que me proponga intentarlo... —se apresuró a decir—. Además, si prefieres no decirlo, lo comprenderé...

—En realidad, es muy sencillo —respondió Vasu con expresión seria—. En el reino de las posibilidades, siempre existe la posibilidad de que no existan posibilidades.

Alfred miró al patryn con ojos vidriosos.

El perro le dio un ligero mordisco en el tobillo para salvarlo de meter el pie en un hoyo.

—La ausencia de posibilidades —murmuró, meditabundo, y sacudió la cabeza con gesto abatido.

Vasu sonrió.

—Con mucho gusto os lo explico. Como ya debéis de imaginar, la reducción de todas las posibilidades a ninguna requiere de un hechizo extremadamente difícil y complejo. Colocamos a la persona en una zona pequeña y cerrada, como una mazmorra. La necesidad de esta zona cerrada es debida a la naturaleza del hechizo, que exige que el tiempo se detenga en esa zona, pues sólo deteniendo el tiempo puede evitarse la posibilidad de que sucedan cosas en el tiempo.

»Pero no sería aconsejable ni factible detener el tiempo para toda la población de Abri. Así pues, hemos construido lo que se conoce como el «pozo», una pequeña cámara situada en lo más hondo de la gruta, donde el tiempo se detiene literalmente. La persona existe en ese segundo congelado y, durante ese segundo, mientras la magia actúe, no existe ninguna posibilidad de escapar. El prisionero continúa vivo en la celda pero, si permanece allí mucho tiempo, no cambia físicamente ni envejece. Los enfermos del mal del Laberinto nunca permanecen aquí demasiado tiempo; sólo el necesario para que les demos consejo y los curemos.

—¡Qué ingenioso! —se admiró Alfred.

—Nada de eso —replicó Haplo con severidad.

Solitaria y preocupada, Marit deambuló por las calles hasta mucho después de que la penumbra del Laberinto diera paso a la noche. Muchos patryn le ofrecieron su hospitalidad, pero Marit la rechazó y los observó a todos con cautela, recelosa.

Desconfiaba de ellos. Ya no podía seguir confiando en su gente y la reflexión la llenó de pesadumbre. Se sentía más sola que nunca.

Debería acudir al dirigente Vasu, se dijo. Para advertirle, ¿pero de qué? La historia resultaba desquiciada, improbable. Serpientes dragón disfrazadas de patryn. Un ataque a la ciudad. La Última Puerta, sellada...

—¿Y por qué habría de confiar en Vasu? —Se preguntó entre dientes—. Quizás está aliado con ellas. Tengo que esperar a mi señor. Ésas son mis órdenes. Y, sin embargo...

«Guiado por el mal...»

Haplo la creería. Era el único que la entendería y que sabría qué hacer. Pero tratar aquel asunto con él sería traicionar la confianza de Xar.

«He venido a buscar a mi hija...»

¿Y qué habría sido de aquella hija, de la niña que había entregado a la tribu hacía tanto tiempo? ¿Qué sería de ella y de todas las hijas e hijos de los patryn, si la Última Puerta quedaba sellada? ¿Era posible que Haplo le hubiera contado la verdad?

Marit dirigió los pasos hacia las mazmorras de la montaña.

Las calles estaban oscuras y silenciosas. Los patryn ya se habían encerrado en sus viviendas para protegerse, junto a sus familias, de la insidiosa maldad del Laberinto, cuya fuerza aumentaba de noche.

Pasó junto a las casas, vio las ventanas iluminadas, escuchó voces procedentes del interior. Las familias, juntas. A salvo, de momento...

Impulsada por el miedo, apretó el paso.

Abri había empezado como ciudad en las entrañas de la montaña, pero ningún patryn vivía allí ya. La necesidad de refugiarse en cuevas como animales acosados había quedado atrás.

Las entradas a la montaña habían sido tapiadas, le explicó un patryn en respuesta a su pregunta. Estaban cerradas y sólo se utilizaban en ocasiones de emergencia. Sólo permanecía abierto un acceso, la entrada que conducía a las mazmorras.

Mientras se encaminaba hacia allí, Marit ensayó qué decirles a los centinelas y trató de encontrar el modo de convencerlos para que le permitieran ver a Haplo. Sólo entonces reparó en la comezón del brazo, en el escozor, y se dio cuenta de que no era la única que se proponía entrar en la cueva.

Marit tenía a la vista la entrada de la caverna, un hueco negro contra la oscuridad de la noche, más suave y más gris. Dos patryn montaban guardia ante ella. Pero no eran verdaderos patryn. Las runas de su piel no emitían el menor resplandor.

La mujer bendijo su magia por haberla puesto sobre aviso. De lo contrario, habría caído directamente en sus manos. Oculta en las sombras, observó y escuchó.

Otras cuatro siluetas convergieron en la caverna. Las voces de los dos que montaban guardia, bajas y siseantes, se propagaron en el aire nocturno.

—Podéis acercaros tranquilos. No ha aparecido nadie por aquí.

—¿Los prisioneros están solos ahí dentro?

Marit reconoció la voz de Sang-drax.

—Solos y atrapados en un pozo temporal —fue la respuesta.

—Una maravillosa ironía —comentó Sang-drax—. Esos estúpidos patryn serán los responsables de su propia destrucción, por haber encarcelado a los únicos que podían salvarlos. Nosotros cuatro entraremos. Vosotros, quedaos aquí y aseguraos de que no nos molesta nadie. Supongo que no sabréis dónde los tienen, ¿verdad?

—No. No esperarías que los acompañásemos hasta allí, ¿no? Nos habrían reconocido.

—No importa —dijo Sang-drax con un gesto de despreocupación—. Los encontraré. Desde aquí ya alcanzo a oler el aroma a sangre fresca.

Los falsos patryn se rieron a coro.

—¿Tardarás mucho en tu «trabajo»? —preguntó uno de ellos.

—Merecen una muerte lenta —apuntó otro—. Sobre todo el Mago de la Serpiente, que mató a nuestro rey.

BOOK: En el Laberinto
8.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Nightingale by Fiona McIntosh
The Children by Ann Leary
Skinny Italian: Eat It and Enjoy It by Teresa Giudice, Heather Maclean
The Bobby-Soxer by Hortense Calisher
Balancing Acts by Zoe Fishman
The Red Shoe by Ursula Dubosarsky
Joel Rosenberg - [D'Shai 01] - D'Shai by Joel Rosenberg - [D'Shai 01]