Las serpientes dragón desaparecieron.
—¡Hugh! ¡Detén eso! —exclamó Haplo.
Pero, en presencia de su enemigo ancestral, la Hoja Maldita continuó sus intentos de matar. El titán deambuló por la cámara, enfurecido, descargando su garrote contra las paredes y volviendo su ciega cabeza para detectarlos con el olfato.
Unos signos mágicos se encendieron de nuevo en el aire pero, casi al instante, se consumieron y desaparecieron.
—Me lo temía —Vasu, frustrado, soltó un juramento—. Las serpientes dragón han sometido esta cámara a alguna clase de hechizo y mi magia no funciona.
El titán se volvió hacia ellos, ladeando la cabeza, en respuesta a la voz de Vasu.
—¡No ataques! —Haplo detuvo a Marit, que se disponía a arrojar la jabalina—. Si no se siente amenazado, quizá nos deje en paz.
—Me temo que seguirá sintiéndose amenazado mientras quede con vida un solo patryn —apuntó Hugh en tono tétrico.
El titán se aproximó.
Hugh
la Mano
se puso a correr delante del titán, a gritarle, con la esperanza de distraerlo. Haplo agarró al inconsciente Alfred, que corría el peligro de ser aplastado por los enormes pies del monstruo, y lo arrastró hasta una de las esquinas de la estancia.
Vasu y Marit intentaron rodear al gigante con el propósito de atacarlo por detrás, pero el titán percibió el movimiento, se volvió y descargó otro golpe. La rama se abatió con un silbido horrible y se estrelló contra la pared detrás de Marit. De no haberse arrojado al suelo cuan larga era, el impacto le habría aplastado el cráneo.
Haplo abofeteó repetidamente a Alfred.
—¡Despierta! ¡Maldita sea, despierta! ¡Te necesito!
El perro le prestó ayuda y cubrió las mejillas de Alfred de babosos lametones. Los pies del titán, enormes y pesados, estremecieron la caverna. Hugh
la Mano
se plantó de nuevo entre la criatura y Haplo con aire protector. Vasu intentó invocar un nuevo hechizo sin gran éxito.
—¡Alfred! —Haplo sacudió al sartán hasta que a éste le castañetearon los dientes.
Alfred abrió los ojos, dirigió una mirada aterrorizada al titán aullante y, con un leve gemido, cerró los párpados.
—¡No, no lo hagas! —Haplo agarró al sartán por el cuello y lo obligó a sentarse muy erguido—. No es un titán de verdad. ¡Es el puñal! ¡Tiene que haber algún tipo de magia que puedas usar para detener un arma sartán! ¡Piensa, maldita sea! ¡Piensa, o nos matará a todos!
—Magia... —repitió Alfred, como si fuera un concepto nuevo y original—. Magia sartán. ¡Tienes razón! Me parece que quizás existe un modo...
Se puso en pie, vacilante. El titán no le prestó atención. Su ciega cabeza estaba concentrada en los patryn. Una mano enorme descendió y apartó a un lado a Hugh. Después, el titán se dirigió hacia Haplo.
Alfred se plantó ante el gigante. Con su cómica figura envuelta en ropas finas muy gastadas y los cabellos ralos que le caían hasta la espalda desde la cabeza, considerablemente calva, el sartán levantó una mano temblorosa con gesto solemne y con voz vacilante ordenó:
—Basta.
El titán desapareció.
En el suelo de la estancia, a los pies de Hugh estaba la Hoja Maldita. El arma se estremeció un instante, con las runas iluminadas. Los signos mágicos emitieron un destello y se apagaron.
—¿Ya no es peligroso? —preguntó Haplo, sin apartar la vista del puñal. —No —confirmó Alfred—. Mientras nada amenace a maese Hugh.
Haplo dirigió una mirada colérica al sartán.
—¿Vas a decirme que habrías podido hacer eso desde el principio? ¿Que bastaba con decir: «basta» en sartán?
—Supongo que sí, pero no se me había ocurrido hasta que lo has mencionado. Y, en realidad, no estaba seguro de si funcionaría. Pero, cuando me he detenido a pensar en ello, me ha parecido lógico que el sartán que confeccionó el puñal proporcionara a su usuario algún medio de controlar el arma. Y, con toda probabilidad, tenía que ser algo sencillo que resultara fácil de enseñar a los mensch...
—Sí, sí —lo cortó Haplo, cansado de oírlo—. Ahórrate las explicaciones y limítate a enseñarle esa condenada palabra a Hugh, ¿quieres?
—¿Qué significa todo esto? —El asesino no tenía mucha prisa en recuperar el arma.
—Significa que, en adelante, puedes controlar el arma. No atacará a nada que tú no quieras. Alfred te enseñará la magia que necesitas dominar para ello.
—Podemos marcharnos —anunció Vasu tras echar una ojeada en torno a la cámara—. El hechizo de esas criaturas ya se ha desvanecido, pero jamás me había encontrado ante un poder semejante. Es mucho mayor que el mío. ¿Qué son esas criaturas? ¿De dónde salen? ¿Quién las creó, los sartán?
Alfred palideció.
—Me temo que sí. Samah me contó que una vez había hecho esa misma pregunta a las serpientes dragón: «¿Quien os creó?». «Vosotros», fue la respuesta.
—Resulta extraño —comentó Haplo sin alzar la voz—. Es la misma contestación que me dieron cuando les pregunté yo: «¿Quién os creó?». «Vosotros», respondió.
—¿Qué importa quién los crease? —exclamó Marit, impaciente—.
Esas criaturas están aquí y se disponen a atacar la ciudad. Y después, cuando esté destruida... —Marit movió la cabeza a un lado y a otro, pugnando consigo misma—. No puedo creerlo. Seguro que Sang-drax no hablaba en serio.
—¿Qué más dijeron? —quiso saber Haplo.
—Sang-drax afirmó que, después, iba a cerrar definitivamente la Última Puerta.
ABRÍ EL LABERINTO
Vasu se dispuso a abandonar las cavernas para preparar a su gente ante el inminente ataque. Se ofreció a llevar con él a Hugh
la Mano
y a Alfred, no porque fueran a significar una gran ayuda, sino porque el dirigente quería vigilar de cerca a ambos... y al puñal mágico. Marit debería haberlo acompañado —ella sí podía resultar de utilidad—; pero, cuando Vasu la miró, ella fijó la vista en otra dirección y evitó darse por aludida.
Vasu se volvió hacia Haplo, que jugaba con el perro y también evitaba su mirada. El dirigente sonrió y se marchó, llevándose a Hugh y a Alfred.
Haplo y Marit estaban solos, sin contar al perro. Éste se tumbó sobre el vientre y disimuló lo que podía ser una sonrisa, ocultando el hocico entre las patas.
Marit, repentinamente inquieta, puso una expresión de asombro al descubrir que se habían quedado solos en la cámara.
—Supongo que deberíamos irnos. Hay mucho trabajo que...
Haplo la tomó en sus brazos.
—Gracias —le dijo—. Por salvarme la vida.
—Lo he hecho por nuestro pueblo —respondió ella, tensa entre sus brazos, rehuyendo su mirada—. Tú conoces la verdad acerca de Sang-drax. Eres el único. Xar...
Se detuvo, horrorizada. ¡Qué había estado a punto de decir!
—Sí —murmuró Haplo, estrechando aún más su abrazo—. Yo sé la verdad sobre Sang-drax. Y Xar no. ¿Es esto lo que ibas a decir, Marit?
—No es culpa suya —protestó ella. Contra su voluntad y contra su costumbre, Marit se descubrió relajándose en los poderosos brazos de Haplo—. Esas criaturas lo halagan, lo seducen. No le permiten ver su verdadera forma...
—Yo también me decía eso —respondió Haplo sin alzar la voz—. Pero he dejado de creerlo. Xar conoce la verdad. Sabe que son maléficas. Presta oído a sus halagos porque le complacen. Cree que las controla pero, cuanto más se convence de ello, más lo someten ellas a su dominio.
El signo de Xar que llevaba en la piel le produjo un escozor insoportable. Inició un gesto para tocarlo, para frotarlo como se frota uno cuando se da un golpe, para aliviar el dolor, pero se contuvo. El pensamiento de que Haplo viera la marca le descomponía el estómago.
¿Y por qué no había de verla?, se dijo a sí misma con irritación. ¿Por qué había de sentirse avergonzada? Era un honor, un gran honor. Haplo se equivocaba acerca de Xar. Una vez que su señor conociera la verdad acerca de las serpientes dragón...
—Xar se acerca —insistió con terquedad—. Tal vez se presente durante la batalla. Él nos salvará, luchará por nosotros, su pueblo, como siempre ha hecho. Y entonces comprenderá, verá cómo es Sang-drax en realidad...
Marit apartó a Haplo de un empujón y le volvió la espalda. Se llevó la mano a la frente y rascó la marca oculta bajo el tupido flequillo.
—Creo que deberíamos colaborar en la defensa. Vasu necesitará de nosotros...
—Marit —dijo Haplo—, te quiero.
El signo mágico de la frente de la patryn era como un aro de hierro en torno al cráneo. Un aro que lo apretaba, que lo constreñía. Las sienes le latían con punzadas de dolor.
—Los patryn no aman —replicó Marit con voz apagada, de espaldas todavía.
—No. Sólo odiamos —asintió Haplo—. Si hubiera amado más y odiado menos, tal vez no te habría perdido. Ni habría perdido a nuestra hija.
—No la encontrarás nunca, ¿sabes?
—Sí que lo haré. En realidad, ya lo he hecho. Hoy mismo la he visto.
Marit dio media vuelta y lo miró fijamente.
—¿Qué? ¿Cómo puedes estar seguro?
Haplo se encogió de hombros.
—No lo estoy. A decir verdad, supongo que no era ella. Pero podría haberlo sido. Y por ella lucharemos. Por ella venceremos. Y por ella encontraremos el modo de evitar que Sang-drax cumpla la amenaza de cerrar la Última Puerta...
Marit volvía a estar entre sus brazos y lo estrechaba con fuerza. Los círculos de sus respectivos seres se unieron para formar uno solo, completo, sin final.
Viendo que nadie iba a necesitar un perro durante un rato, el animal suspiró satisfecho, rodó de costado y se durmió.
Al salir de las cavernas, Vasu recorrió las calles de Abrí disponiendo los preparativos para el combate. Rodeadas de un territorio hostil, bajo permanente amenaza cuando no ataques, las murallas de la ciudad estaban reforzadas con magia; incluso los tejados de las viviendas tenían runas de protección. Muy pocas criaturas del Laberinto intentaban atacar Abri. Preferían acechar tras las murallas, en los bosques, para asaltar a los grupos de cultivadores y los ganaderos. De vez en cuando, alguna bestia alada —dragones, grifos u otros— decidía hacer una incursión dentro de los muros de defensa. Pero tales sucesos no eran frecuentes.
Lo que preocupaba a Vasu eran aquellos comentarios acerca de unos ejércitos. Hasta aquel momento, como había dicho Haplo, los monstruos del Laberinto habían permanecido prácticamente desorganizados. Los caodines solían atacar a los lobunos. Éstos se mantenían en constante defensa de su territorio frente a los hombres tigres merodeadores. Los dragones errabundos mataban cualquier cosa que pareciera apta para ser devorada. Sin embargo, Vasu no se llamaba a engaño: aquellas rivalidades menores quedarían olvidadas rápidamente si se presentaba la oportunidad de aliarse e invadir la ciudad fortificada que los había tenido a raya tanto tiempo.
Vasu dio la alarma, reunió a la gente en la gran plaza central y les reveló el peligro. Los patryn recibieron la terrible noticia con calma, aunque con rostro sombrío. Su silencio era señal de aceptación. Se dispersaron y se dedicaron a sus respectivas tareas con eficiencia y hablando lo indispensable. Las familias se despidieron, se dijeron adiós sin demorarse, sin una lágrima. Los adultos ocuparon sus posiciones en la muralla. Los hijos mayores condujeron a los más pequeños a las cavernas de la montaña, cuyas tapias fueron derribadas para la ocasión. Grupos de exploradores, envueltos en ropas negras para ocultar las runas que ya brillaban como un mal presagio, se deslizaron al otro lado de la verja de hierro y recorrieron la ribera del río para reforzar la magia de los puentes e intentar calcular la fuerza y la disposición del enemigo.
—¿Qué hay de ese maldito fuego? —Hugh
la Mano
volvió la cabeza hacia la llama que hacía de faro—. Dices que por aquí hay dragones. Esa luz los atraerá como a insectos.
—Nunca ha sido apagada —respondió Vasu—. Desde que se encendió por primera vez. Pero no creo que eso importe mucho —añadió secamente, tras echar un vistazo a los signos mágicos que resplandecían en su piel—. Los insectos ya están acudiendo.
Hugh movió la cabeza, poco convencido.
—¿Te importa si echo un vistazo al resto de tus defensas? Tengo cierta experiencia en esta clase de cosas.
Vasu no supo qué responder. Alfred se apresuró a tranquilizarlo:
—Ahora, la Hoja Maldita estará bastante segura. Y maese Hugh sabe controlarla. Mañana, en cambio, si hay batalla...
Hugh guiñó un ojo al sartán.
—Tengo una idea respecto a eso, no te preocupes.
Alfred suspiró y contempló la ciudad con tristeza.
—Bien, hemos hecho cuanto hemos podido —comentó Vasu, imitando el suspiro del sartán—. No sé vosotros, pero yo estoy hambriento. ¿Os apetece venir a mi casa? Seguro que os vendrá bien comer y beber un poco.
Alfred se mostró asombrado y complacido.
—¡Será un honor para mí!
Mientras cruzaban la ciudad, Alfred se percató de que, por ocupados que estuvieran, todos los patryn que encontraban a su paso dirigían alguna muestra de respeto a Vasu, aunque sólo fuera una leve inclinación de cabeza o un gesto de la mano esbozando en el aire un rápido signo mágico ritual de amistad. Vasu, indefectiblemente, devolvía el saludo con otro gesto rápido.
Su hogar no era distinto de cualquier otra vivienda patryn, salvo que parecía más vieja que la mayoría y estaba apartada de las demás. Encajada contra la montaña, era un vigía fornido y resuelto que apoyaba la espalda contra una superficie firme para enfrentarse al enemigo.