En el Laberinto (61 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
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Los titanes permanecieron inmóviles, con sus cabezas ciegas vueltas hacia la puerta abierta. Aleatha se colocó entre ellos, justo en el umbral de la entrada.

—Por favor —dijo con el porte lleno de elegancia de una reina elfa—, por favor, entrad.

Paithan soltó un gemido y cruzó una mirada con Roland. Los dos se aprestaron a echar a correr hacia Aleatha.

—¡Quietos! —les ordenó Rega con voz asombrada—. ¡Mirad!

En actitud pacífica, humilde, reverente, los titanes dejaron caer sus garrotes del tamaño de árboles y empezaron a desfilar en silencio colina arriba hacia la puerta.

El primer titán que llegó hasta ella se detuvo y volvió la cabeza carente de ojos hacia Aleatha.

¿Dónde está la ciudadela? ¿Qué debemos hacer?

Paithan cerró los ojos. No podía mirar. A su lado, Roland emitió un gemido de angustia.

—Aquí está la ciudadela —se limitó a decir Aleatha—. Estáis en casa.

Herido y exhausto, Xar buscó refugio en la biblioteca y logró llegar hasta ella antes de derrumbarse en el suelo. Allí permaneció largo rato con el cuerpo roto y sangrante, demasiado débil como para curarse a sí mismo.

A lo largo de su existencia, Xar había luchado con muchos adversarios poderosos. Había combatido a muchos dragones, pero nunca con uno de magia tan poderosa como aquella bestia furiosa sin alas.

Pero Xar le había dado tanto como había recibido.

Aturdido de dolor, mareado por la pérdida de sangre, Xar no tenía una idea muy clara de qué había sucedido con el dragón. ¿Lo había matado? ¿Lo había dejado tan malherido que se había visto obligado a retirarse? No lo sabía y, en aquel preciso momento, poco le importaba. La bestia había desaparecido. Ahora, Xar tenía que reponerse enseguida, antes de que los estúpidos mensch lo encontraran en aquel estado de debilidad.

El Señor del Nexo juntó las manos y cerró el círculo de su ser. Una sensación cálida se extendió por su cuerpo y empezó a sumirlo en el sueño reparador que le devolvería todo su vigor y su energía. Casi se había dejado vencer por la modorra cuando una voz que lo llamaba con tono de urgencia lo despertó de nuevo.

Rápidamente, se quitó de encima la modorra. No había tiempo para dormir. Con toda seguridad, el dragón rondaba por alguna parte, recuperándose también del enfrentamiento.

—Marit... Apareces en el momento oportuno. ¿Has obedecido mis órdenes? ¿Están en prisión Haplo y el sartán?

—Sí, mi Señor, pero temo que has..., que has cometido un error terrible.

—Que he cometido un error... —El Señor del Nexo se incorporó, rígido y letal—. ¿A qué te refieres, hija mía, con eso de que he cometido un error?

—Sang-drax es un traidor. He oído sus maquinaciones. Él y sus congéneres se proponen atacar la ciudad y destruirla. Después, tienen la intención de cerrar la Última Puerta. Nuestra gente quedará atrapada. Tienes que venir...

—Lo haré —replicó Xar, apenas capaz de contener la rabia—. Iré a encargarme de Haplo y de ese sartán que, evidentemente, han conseguido pasarte a su siniestra causa...

—No, mi Señor. ¡Te lo ruego! Tienes que creerme...

Xar silenció la voz de Marit como se proponía hacerlo con la propia mujer la siguiente vez que la tuviera delante. Probablemente, Marit trataba de invadir sus pensamientos, de espiarlo.

Aquél era un truco de Haplo; sin duda, intentaba atraerlo al Laberinto con aquellas estúpidas fantasías.

—Volveré al Laberinto, sí —murmuró Xar con una mueca torva y se puso en pie con renovadas energías, muchas más que si hubiera dormido una quincena seguida—. Y vosotros dos, hijos míos, lamentaréis que lo haga.

Pero, antes, tenía que encontrar a los mensch. Sobre todo, a la elfa que había huido con el amuleto del enano.

Extendió su oído por medio de la magia y buscó las pendencieras voces de los mensch y el espantoso gruñido del dragón. Al principio, le resultó difícil captar algo. El canturreo irritante que procedía de lo alto de la ciudadela parecía más potente que nunca. Después, por fortuna, el murmullo cesó y la luz se apagó.

Entonces oyó a los mensch. Y lo que oyó le produjo sorpresa y alarma. ¡Estaban abriendo la puerta a los titanes! ¡Aquellos idiotas, aquellos estúpidos, aquellos...! Le faltaban las palabras.

Se acercó a una pared de sólida piedra y dibujó un signo mágico en el mármol. En él apareció una ventana, como si siempre hubiera existido. Ahora, desde allí, Xar alcanzaba a ver la puerta y distinguió a los mensch, apretujados unos junto a otros como torpes corderillos que eran. Observó la puerta abierta y vio entrar por ella una larga fila de titanes.

Con cierta expectación morbosa, Xar esperó presenciar cómo los titanes convertían a los mensch en una pulpa sanguinolenta. Les estaría bien merecido, aunque una muerte así trastocaría considerablemente sus planes. En cualquier caso, tal vez podría aprovechar la momentánea distracción de los titanes para escapar sano y salvo.

Ante la perplejidad de Xar, los titanes pasaron junto a los cuatro mensch sin prestarles gran atención, aunque tampoco pasaron por alto por completo su presencia (uno de los titanes llegó a coger al humano y apartarlo de su camino con mano delicada). De pronto, volvieron sus ciegas cabezas hacia arriba. La luz de la ciudadela se encendió de nuevo, descendió hacia ellos y los iluminó, haciéndolos casi hermosos.

Los titanes avanzaban en dirección a Xar. Su destino era la ciudadela.

Las siete sillas. Gigantes que no podían ver, que no serían afectados por aquella luz enloquecedora. Los titanes regresaban a la ciudadela para cumplir su destino... fuera éste cual fuese.

Pero lo más importante era... ¡que la puerta seguía abierta! Los titanes estaban distraídos y el dragón no parecía rondar por las cercanías. Era su oportunidad.

Xar dejó la biblioteca, cruzó el edificio a toda prisa y lo abandonó por detrás en el momento en que los titanes hacían su entrada por delante.

Siempre por callejas secundarias, Xar se encaminó hacia la puerta. Cuando la tuvo a la vista, hizo un alto para reconocer el terreno. Sólo siete titanes habían entrado en la ciudadela. El resto permanecía fuera, pero en sus rostros había la misma expresión beatífica de los que habían entrado. Tres de los mensch estaban junto a la puerta y desde allí contemplaban con ojos desorbitados de asombro a los gigantes. El cuarto, la elfa, se encontraba justo en el camino de Xar, obstruyendo la puerta. La mirada del Señor del Nexo se fijó ansiosamente en el amuleto embadurnado de sangre que la mensch sostenía en las manos.

Aquel amuleto le permitiría atravesar las runas sartán y abordar la nave. Al aparecer, ya no tenía que preocuparse de los titanes.

Los siete titanes continuaron su avance, lento y firme, hacia la ciudadela. Xar se aventuró a salir a plena vista. Los titanes pasaron junto a él sin prestarle la menor atención.

Excelente, pensó, frotándose las manos.

Se dirigió rápidamente a la puerta.

Como era de esperar, su presencia desató un tumulto entre los mensch. La humana soltó un chillido, el elfo balbuceó y el humano se adelantó con la intención de causar daño físico a Xar. El Señor del Nexo les lanzó un hechizo como si arrojara un hueso a una manada de lobos hambrientos. El hechizo los alcanzó y los mensch se quedaron muy quietos y muy silenciosos.

La elfa se volvió hacia él con los ojos desorbitados por el miedo.

Xar se acercó a ella con una mano extendida al frente.

—Dame el amuleto, querida —le dijo en un susurro—, y nadie te hará daño.

La elfa abrió la boca, pero no salió de ella sonido alguno. Con una profunda inspiración, movió la cabeza y logró articular:

—¡No! Era de Drugar. —Escondió la piedra tras la espalda—. Yo... no te lo daré. No importa lo que me hagas. Sin él, no podré viajar a la otra ciudad...

Tonterías, se dijo Xar. No tenía idea de a qué se refería, ni le importaba. Se disponía a dejarla seca, a convertirla en un montón de polvo (con el amuleto intacto en lo alto), cuando uno de los titanes cruzó la puerta y se plantó delante de Aleatha.

No le harás daño.
La voz resonó en la cabeza de Xar.
Está bajo nuestra protección.

Una magia sartán, tosca pero inmensamente poderosa, irradió del titán como la luz de la estrella irradiaba desde lo alto de la ciudadela.

Xar podría haberse enfrentado a aquella magia, pero estaba débil tras el combate con el dragón. Además, no era necesario pelearse. Sencillamente, el Señor del Nexo escogió la posibilidad de encontrarse detrás de la elfa, en lugar de delante de ella. La elfa apretaba el amuleto entre sus manos, a salvo —al menos, eso creía— tras la espalda.

Xar cambió de lugar, alargó la mano, arrancó la piedra de entre sus dedos y corrió hacia la puerta.

Oyó a su espalda los gritos de consternación de la elfa.

Los titanes no le prestaron atención mientras corría entre ellos, se adentraba en la jungla y se dirigía a la nave para, con ella, viajar al Laberinto.

—Pobre Drugar —murmuró Rega, al tiempo que se pasaba la mano por los ojos—. Ojalá me hubiera portado mejor con él.

—Estaba tan solo... —Aleatha se arrodilló junto al cuerpo del enano y tomó la mano fría de éste entre las suyas.

—Me siento fatal, pero yo no creía... —intervino Paithan—. Yo pensaba que Drugar deseaba estar solo.

—Ninguno de nosotros se molestó en preguntárselo —asintió Roland calmosamente—. Estábamos demasiado ocupados pensando en nosotros mismos.

—O en cierta máquina —añadió Paithan en un susurro inaudible, y elevó una mirada furtiva en dirección a la Cámara de la Estrella.

En aquel momento, los titanes estaban probablemente allá arriba, sentados en los enormes asientos. ¿Qué harían allí? La máquina se había detenido; hacía ya bastante rato que la luz de la estrella no brillaba. Sin embargo, en la atmósfera se podía mascar un pálpito tenso, una excitación contenida. Paithan deseaba como nada en el mundo subir allá arriba y verlo con sus propios ojos. Y lo haría, pues ya no temía a los titanes. Pero estaba en deuda con el enano. Le debía muchísimo... y parecía que el único modo de recompensarlo era permanecer plantado ante su cuerpo inerte, abrumado de pesar.

—Parece feliz —apuntó Rega.

—Más que cuando estaba entre nosotros —murmuró Paithan.

—Vamos, Aleatha —dijo Roland, ayudándola a ponerse en pie—. No es preciso que tú lo llores. Tú te portaste bien con él. Tengo..., tengo que reconocer que te admiro por ello.

Aleatha se volvió a mirarlo con perplejidad.

—¿De veras?

—Yo también, Aleatha —intervino Rega con timidez—. Antes no me caías demasiado bien. Te consideraba débil y necia, pero has demostrado ser la más fuerte de todos. Yo... quiero que seamos amigas de verdad.

—Has sido la única con ojos en la cara —añadió Paithan a regañadientes—. Todos los demás estábamos tan ciegos como los titanes. Supiste ver al auténtico Xar. Y supiste valorar al enano como se merecía.

—Drugar se sentía solo —murmuró Aleatha. Bajó la vista hacia el cuerpo del enano e insistió—: Se sentía tan solo...

—Te quiero, Aleatha —declaró Roland. Extendió los brazos al frente, posó las manos en los hombros de la elfa y la atrajo hacia sí—. Más aún: me gustas.

—¿Que te gusto? —repitió Aleatha, asombrada.

—Sí. —Roland se sonrojó, incómodo—. Antes, no; antes, te amaba pero no me caías bien. Eras demasiado...
hermosa
—pronunció la palabra con disgusto. Después, apareció en sus ojos un destello cálido y, con una sonrisa, añadió—: Ahora, en cambio, eres hermosa.

Aleatha se mostró perpleja. Se acarició el cabello, sucio y descuidado, que caía en mechones sobre sus delicados hombros. Tenía el rostro manchado de polvo y surcado de lágrimas, la nariz hinchada y los ojos enrojecidos. Había despertado el amor del humano, pero no su aprecio. Sí, lo entendía perfectamente: nunca le había caído bien a nadie. Ni siquiera a sí misma.

—Basta de juegos, Aleatha —dijo Roland con ternura. La presión de sus manos en los hombros de la elfa se incrementó y sus ojos se volvieron hacia el cuerpo del enano—. Nunca se sabe cuándo va a terminar la partida...

—Está bien, Roland, basta de juegos —asintió ella, al tiempo que descansaba la cabeza en el pecho del humano.

—¿Qué hacemos con Drugar? —Preguntó Paithan con voz ronca tras unos momentos de silencio—. Yo no tengo idea de las ceremonias funerarias de los enanos.

Llevadlo a los suyos,
dijo una voz de titán.

—Llevémoslo a los suyos —repitió Aleatha.

Paithan rechazó la propuesta con un gesto de cabeza.

—Eso estaría bien, si supiéramos dónde encontrarlos. O si hubiera todavía algún superviviente...

—Yo sé cómo hacerlo —declaró Aleatha—. ¿Verdad que sí?

—¿Con quién hablas, Thea? —preguntó Paithan, algo asustado.

Sí, lo sabes,
fue la respuesta.

—Pero ahora no tengo el amuleto —dijo la elfa.

No lo necesitas. Espera a que se encienda la luz de la estrella.

—Por aquí —indicó Aleatha a los demás, con confianza—. Venid conmigo.

Se despojó del chal y lo extendió respetuosamente sobre el cuerpo de Drugar. Roland y Paithan levantaron del suelo al enano. Rega se colocó junto a Aleatha y avanzó a su altura. Todos juntos, entraron en el laberinto.

—¿Puedo levantarme ya? —preguntó una voz quisquillosa.

—Sí, señor, pero debes darte prisa. Los otros podrían volver en cualquier momento.

El montón de escombros empezó a moverse. Unos cuantos ladrillos de la parte superior rodaron hasta el suelo.

—¡Estáte quieto, señor, por favor! —exclamó el dragón.

—Podrías echarme una mano —murmuró la voz irritada—. O una zarpa. Lo que estés usando en este momento.

Con un suspiro de resignación, el dragón empezó a escarbar entre los cascotes con una mano de escamas verdes. Finalmente, tras agarrar al viejo por el cuello de su túnica de color gris rata (que en aquel momento presentaba un tono rojizo ladrillo), el dragón extrajo al viejo de las ruinas de la estancia.

—¡Me echaste encima esa pared a propósito! —exclamó el anciano, agitando el puño.

—Fue necesario, señor —respondió el dragón, ceñudo—. Estabas respirando.

—¡Pues claro que respiraba! —Exclamó su interlocutor con marcado enojo—. ¡Uno sólo puede contener el aliento unos minutos! ¿O acaso esperabas que me pusiera azul y me muriese de veras?

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