Pero ahora la tierra bullía de muerte.
Lobunos, caodines, hombres tigres, snogs y multitud de otros monstruos, creados y criados por la magia maléfica del Laberinto, se amontonaban a lo largo de la orilla del río presa de un nervioso frenesí, hasta formar lo que parecía otro Río de la Rabia.
El bosque ocultaba las fuerzas enemigas congregadas en su seno, pero los patryn observaron cómo se mecían las copas de los árboles, agitadas por el movimiento de los ejércitos. Una gran polvareda se levantaba allí donde los árboles gigantes eran abatidos para servir de puentes y de arietes o para ser transformados en escalas con las que asaltar las murallas.
Y más allá del bosque, en las praderas dispuestas para la siembra, creció una cosecha espantosa. Brotando en la noche como las malas hierbas que prosperan con la oscuridad, las filas de enemigos se extendían hasta el horizonte.
Y a la cabeza de aquellos ejércitos había unas criaturas nunca vistas hasta entonces en el Laberinto: unas serpientes enormes de escamas grises, carentes de alas y de patas, que avanzaban reptando. Aquellas criaturas rezumaban una baba que emponzoñaba la tierra, el agua, el aire: cualquier cosa que tocara. Su olor repulsivo, a materia descompuesta, era una película aceitosa en el aire. Los patryn pudieron percibirlo en la lengua y en la garganta, notaron cómo les cubría los brazos y las manos y cómo oscurecía su visión.
Los ojos encendidos de las serpientes despedían un intenso resplandor rojo sediento de sangre, y sus bocas desdentadas se abrían de par en par para engullir el terror y el miedo que inspiraba su presencia, para alimentarse con ellos y hacerse cada vez más grandes, más fuertes, más poderosas.
Una de las serpientes tenía un único ojo y con él escrutaba las almenas de la muralla de la ciudad con malévola fijeza, como si buscara a alguien en particular.
Llegó el amanecer, la luminosidad grisácea que surgía de una fuente nunca vista y que sólo servía para iluminar levemente, sin proporcionar el menor calor o alivio. Pero, aquel día, el tono ceniciento de la mañana iba acompañado de un halo azul, de una aureola roja. La magia rúnica de los patryn no había brillado nunca con tal intensidad, reaccionando con toda su potencia a las poderosas fuerzas dispuestas contra ella.
Los signos mágicos refulgían en la muralla de protección con un brillo tan cegador que muchos de los que esperaban la señal del ataque en la orilla del río tuvieron que protegerse los ojos. El cuerpo de los propios patryn brillaba como si cada uno de ellos se consumiera en su propia llama vibrante.
Sólo una silueta permanecía a oscuras, solitaria y afligida, casi asfixiada de terror.
—¡Estamos perdidos!
Alfred se asomó entre las almenas. Sus manos, agarradas a la muralla, temblaban de tal manera que desprendieron algunos fragmentos de roca, los cuales cayeron en una pequeña cascada de arena que le cubrió los zapatos.
—Sí, la situación es desesperada—respondió Haplo a su lado—. Lamento haberte metido en esto, amigo mío.
El perro iba y venía a lo largo de la muralla con aire nervioso, lanzando gañidos porque no alcanzaba a ver nada; de vez en cuando, se ponía alerta y respondía con gruñidos a los aullidos desafiantes de un lobuno o al siseo insolente de una serpiente dragón. Marit permaneció junto a Haplo con la mano cerrada con fuerza en torno a la de él. Los dos se intercambiaban continuas miradas y sonreían, encontrando el valor y el consuelo en los ojos del otro.
Mientras los contemplaba, Alfred notó que aquel consuelo lo abarcaba también a él. Por primera vez desde que conocía a Haplo, Alfred veía al patryn casi completo, casi en paz. Todavía no estaba completo del todo, pues el perro aún seguía con él. Fuera cual fuese la razón que había llevado a Haplo a volver al Laberinto, lo había devuelto a su hogar. Y el patryn estaba satisfecho de encontrarse allí, de poder morir allí.
«Amigo mío», lo había llamado.
Alfred lo oyó a duras penas entre los chillidos del ejército invasor y las palabras avivaron un pequeño fuego en su interior.
—¿De veras lo soy? —preguntó a Haplo con timidez.
—¿Eres qué?
La conversación había pasado a otra cosa, al menos entre Haplo, Marit y Hugh
la Mano.
Alfred no había prestado atención. Se había quedado absorto con la voz que llegaba del otro lado del abismo.
—Eso..., eso que has dicho: amigo tuyo —apuntó con turbación.
—¿Yo te he llamado así? —Haplo se encogió de hombros—. Seguramente se lo decía al perro —añadió, pero acompañó sus palabras de una sonrisa.
—Sabes que no... —insistió Alfred, rojo de satisfacción.
Haplo guardó silencio. Los ejércitos asaltantes lanzaron alaridos y aullidos, gritos confusos y maldiciones. El silencio de Haplo envolvió a Alfred como una manta reconfortante. Sus oídos no captaron los gritos de muerte; sólo oyeron a Haplo, cuando éste volvió a hablar:
—Sí, Alfred, eres amigo mío.
Haplo le tendió una mano firme y poderosa, tatuada de runas azules en el revés.
Alfred alargó la suya, blanca, arrugada, de muñecas huesudas y huesos finos, con la piel fría y sudorosa de miedo.
Las dos manos se encontraron, se asieron y permanecieron firmemente encajadas.
Dos seres que se tendían la mano a través de un abismo de odio. En aquel momento, Alfred miró a su interior y se encontró.
Y ya no tuvo miedo.
Otro estridente toque de corneta y se inició la batalla.
Los patryn habían destruido los puentes que cruzaban el río o habían instalado trampas mágicas en ellos. Aquellos obstáculos, no obstante, sólo detuvieron al enemigo momentáneamente; no fueron para él más que un inconveniente menor. El estrecho puente de piedra que había costado a Alfred aquellos penosos momentos estalló en un destello de magia, llevándose consigo a un puñado de enemigos que habían cometido la estupidez de aventurarse por el angosto pasadizo.
Pero, antes de que los últimos fragmentos hubiesen llegado a las turbulentas aguas del fondo, unas criaturas de largos colmillos arrastraron hasta la ribera del río seis grandes troncos. Unos dragones —los verdaderos dragones del Laberinto—
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levantaron los troncos con sus zarpas y con su magia, y los depositaron en los lugares previstos. Legiones de aquellos temibles enemigos cruzaron el obstáculo del cauce. Cuando alguno de ellos resbalaba y caía al torrente, como sucedía con muchos, los demás lo abandonaban a su suerte.
A más altura sobre los acantilados se alzaban varios puentes de piedra permanentes. Los patryn dejaron éstos intactos, pero utilizaron la magia de las runas grabadas en ellos para confundir al enemigo, despertando un profundo pánico en quienes intentaban cruzarlos; de ese modo, quienes avanzaban en vanguardia daban media vuelta y huían presa del pánico, con lo que desorganizaban y ponían en estampida a los que los seguían.
Los patryn que defendían la muralla se animaron al observar lo que sucedía, convencidos de que el grueso del enemigo no conseguiría alcanzar la ciudad, pero su alegría se apagó cuando las enormes serpientes se irguieron y se lanzaron de cabeza contra la parte inferior de los puentes, una zona desprotegida por la magia. Las runas de las piedras resplandecieron con furia, pero las grietas se extendieron y perturbaron la magia, la debilitaron y, en algunos casos, la destruyeron por completo. Los comandantes enemigos reagruparon a sus tropas con gritos furibundos. La retirada fue contenida y los ejércitos del Laberinto se lanzaron a través de los puentes agrietados, que temblaron bajo su peso pero resistieron.
A media mañana, el cielo sobre Abri quedó oscurecido por las alas de dragones y grifos, de murciélagos gigantescos y de aves de presa de alas coriáceas, que se lanzaban en picado sobre los defensores patryn. Hordas de caodines, manadas de lobunos y tropas de hombres tigres cruzaron a la carrera la tierra de nadie hasta el pie de la muralla. Se levantaron torres de asalto y se apoyaron escalas contra los muros. Los arietes golpearon las puertas de hierro con estruendo ensordecedor.
Los patryn desencadenaron una lluvia de defensas mágicas sobre sus enemigos: las lanzas se transformaban en dardos llameantes, las jabalinas estallaban en una rociada de chispas que consumían la carne que tocaban, las flechas volaban directamente al corazón de la víctima escogida, guiadas por una magia que impedía que fallaran. El humo y una niebla mágica impidieron la visión a los monstruos que descendían desde el cielo y varios se estrellaron de cabeza contra la montaña. La magia de las runas inscritas en la muralla y en los edificios de Abri repelió a los invasores. Las escaleras de madera apoyadas en los muros se volvieron agua. Las torres de asalto se incendiaron y se consumieron. Los arietes de hierro se fundieron y el metal licuado consumió a cuantos estaban próximos.
Confundidos ante la fuerza y poder de la magia patryn, los ejércitos enemigos vacilaron y retrocedieron. Alfred, que observaba desde su puesto en las murallas, empezó a pensar que se había equivocado.
—¡Estamos venciendo! —dijo con tono excitado a Haplo, que había hecho una pausa para tomar aliento.
—No, nada de eso —respondió el patryn con aire sombrío—. Ésa sólo ha sido la primera oleada. Su objetivo era ablandar nuestras defensas y obligarnos a gastar nuestra reserva de armas.
—Pero se están retirando —protestó el sartán.
—Sólo se reagrupan. Y esta lanza que tengo en la mano es la última que me queda. Marit ha ido a buscar más, pero no las encontrará.
Los arqueros estaban a cuatro manos, buscando por el suelo cualquier flecha perdida. Incluso recuperaban los dardos clavados en los cuerpos de los muertos para utilizarlos contra quienes los habían disparado. Abajo, protegidos por la muralla, los que eran demasiado viejos para el combate se inclinaban sobre las pocas armas que quedaban y trazaban unas runas apresuradas, mediante las cuales reponían la magia que ya empezaba a desaparecer de ellas.
Pero todos los esfuerzos no bastarían para mantener a raya al enemigo, que ya se disponía a su siguiente ataque. A lo largo de las murallas, los patryn empuñaron espadas y puñales y se aprestaron a afrontar el asalto, que se libraría cuerpo a cuerpo.
Marit regresó con un par de jabalinas y una lanza rota.
—Es todo lo que he podido encontrar.
—¿Me permites? —Intervino Alfred, colocando la mano sobre las armas—. Puedo crear otras idénticas.
Haplo movió la cabeza.
—No. Tu magia, ¿recuerdas? ¿Quién sabe en qué podrían convertirse?
—¡Ah! —exclamó Alfred, abatido—. No puedo ser de ninguna ayuda.
—Por lo menos, no te has desmayado —apuntó Haplo.
El sartán levantó la vista, algo perplejo.
—¡Es verdad!
—Además, no creo que importe, a estas alturas —añadió Haplo fríamente—. Podrías convertir en lanzas las ramas de todos los árboles del bosque y no cambiaría las cosas. El ataque lo conducen las serpientes dragón.
Alfred se asomó sobre las almenas. Las rodillas le fallaron y estuvo a punto de perder el equilibrio. El perro se acercó y trató de darle ánimos con un lametón y un alegre meneo de rabo.
El Río de la Rabia se había congelado, probablemente por efecto de la magia de las serpientes, y ejércitos de criaturas avanzaban ahora a través de su sólida superficie negra. Tras rodear la ciudad, las serpientes empezaron a lanzarse con todas sus fuerzas contra la muralla. La piedra con inscripciones rúnicas se estremeció con los impactos. En la muralla aparecieron unas grietas, pequeñas al principio, pero luego cada vez más grandes. Una y otra vez, las serpientes atacaron los propios huesos de Abri. Las grietas se extendieron y empezaron a ensancharse, dividiendo las runas y debilitando la magia.
Los patryn combatieron a las serpientes con todas las armas y todos los hechizos mágicos imaginables, pero las armas golpeaban las grises escamas de su piel y salían rebotadas sin producir daño y la magia estallaba sobre las serpientes sin surtir efecto. Avanzaba la tarde, y los ejércitos enemigos permanecieron en el río helado y alentaron a las serpientes, a la espera de que la muralla se derrumbara.
El dirigente Vasu subió hasta la posición de Haplo. Un súbito impacto hizo temblar la muralla bajo sus pies.
—Has dicho que una vez combatiste contra esos seres, Haplo. ¿Cómo podemos detenerlos?
—Con acero —respondió éste—. Una hoja con inscripciones de magia rúnica, hundida directamente en la cabeza. ¿Puedes encontrarme una espada?
—Eso significaría luchar fuera de la muralla —gritó Vasu sobre el estruendo de los golpes.
—Dame un grupo de gente experta con el puñal y la espada —lo apremió Haplo.
—Tendríamos que abrir las puertas —apuntó Vasu con expresión sombría.
—Sólo lo imprescindible para dejarnos salir. Después, volveríais a cerrar.
Vasu movió la cabeza.
—Nada de eso. No podría permitirlo. Quedaríais atrapados ahí fuera...
—Si fracasamos, poco importará eso —replicó Haplo tétricamente—. O morimos ahí fuera, o lo hacemos aquí dentro. Fuera tenemos una oportunidad.
—Iré contigo —se ofreció Marit.
—Yo también—dijo Hugh
la Mano,
frustrado e impaciente por entrar en acción. El asesino había intentado participar en la lucha, pero cada lanza que arrojaba iba a parar lejos de su objetivo y las flechas que disparaba podrían haber sido flores, por el daño que hacían.
—Tú no puedes matar —le recordó Haplo.
—Ellas no lo saben —contestó Hugh con una mueca.
—En eso tienes razón —reconoció Haplo—. Pero quizá deberías quedarte aquí y proteger a Alfred...
—No —intervino éste con decisión—. Maese Hugh es necesario. Todos vosotros seréis necesarios. A mí no me sucederá nada.
—¿Estás seguro? —Haplo acompañó la pregunta de una penetrante mirada. Alfred se sonrojó. Haplo no le preguntaba si estaba seguro de que no le sucedería nada; se refería a otra cosa. Haplo siempre había sido capaz de leerle los pensamientos. Pero, claro, aquello solía suceder entre amigos...
—Estoy seguro —respondió con una sonrisa.
—Buena suerte, entonces, Coren —murmuró Haplo.
Acompañados del perro y de Hugh
la Mano,
los dos patryn —Haplo y Marit— se marcharon y pronto desaparecieron entre la niebla y el humo de la batalla.
—Buena suerte a ti, amigo mío —dijo Alfred en un susurro.
Cerró los ojos, sondeó en las profundidades de su ser (un lugar que nunca hasta entonces había visitado, al menos conscientemente) y empezó a revolver entre la confusión allí reinante en busca de las palabras de un hechizo.