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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (36 page)

BOOK: En el Laberinto
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CAPÍTULO 26

LA CIUDADELA PRYAN

Xar se quedó mirando, asombrado. Las dos criaturas habían desaparecido. De golpe. Extendió su mente para encontrar su rastro. Buscó en la Puerta de la Muerte. Buscó en los otros mundos. Se habían esfumado por completo. Y no tenía idea de adonde habían ido.

Si había que creer a Haplo...

Pero no lo hizo. Xar apartó tal idea de su cabeza.

Estaba desconcertado, enfurecido..., intrigado. Si el dragón y su rival habían desaparecido de aquel mundo, tenían que haber encontrado una salida de él. Lo cual significaba que tal salida
existía.

—¡Pues claro que existe! —Una mano dio una sonora palmada en la espalda de Xar—. Una salida. Un camino al Inmortal.

El Señor del Nexo se dio la vuelta rápidamente y frunció el entrecejo:

—¡Tú!

—¿Quién? —Al anciano se le iluminó el rostro.

—¡Zifnab! —Xar escupió el nombre.

—¡Oh! —El viejo hundió los hombros, desalentado—. ¿Seguro que no soy otro? ¿No estabas esperando a otra persona? ¿A un tal señor Bond, quizás?

Xar recordó la advertencia de Sang-drax: «Cuidado con el viejo». Casi resultaba gracioso. Con todo, el anciano había escapado de las prisiones de Abarrach.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó, observando a su interlocutor con más interés.

—No tengo ni idea —respondió Zifnab, tan contento—. ¿De qué estaba hablando? Apenas me acuerdo. En realidad, intento no recordar.

Su tez se volvió cenicienta. Sus ojos perdieron la expresión vaga y, de pronto, miraron con fijeza, con un destello de dolor.

—Recordar... duele. No lo hago. Mis recuerdos, no. Los de otros... Sí, los de otros son más fáciles, mucho más fáciles...

Xar lo miró, ceñudo.

—«Una salida», has dicho. «Un camino al Inmortal»...

Zifnab entrecerró los ojos.

—La pregunta final del concurso, ¿verdad? Tengo treinta segundos para escribir la pregunta. Tictac, tictac, ¡tachan! ¡Ya está! Creo que ya la tengo. —Miró a Xar con aire triunfante—. ¿Qué es la Séptima Puerta?

—¿Qué es la Séptima Puerta...? —repitió Xar con indiferencia.

—¡Ésa es la pregunta!

—¿Pero cuál es la respuesta? —La paciencia de Xar se estaba agotando.

—¡Ésa es la respuesta! A la pregunta. ¿He ganado? —inquirió Zifnab esperanzadamente—. ¿Tendré ocasión de concursar en el próximo programa?

—¡Quizá te dé ocasión de terminar vivo el día de hoy! —exclamó Xar. Extendió el brazo, asió el del mago y apretó con fuerza—. ¡Basta de tonterías, anciano! ¿Dónde está la Séptima Puerta? Es evidente que tu compañero lo sabía...

—¡Bueno, el tuyo también! —Replicó Zifnab—. ¿No te lo dijo él? Oye, haz el favor de no arrugarme la ropa...

—¿Mi compañero? ¿Sang-drax? Tonterías. Sólo sabe que la estoy buscando. Si Sang-drax conociera su paradero, me habría conducido hasta ella.

Zifnab adoptó una expresión de extrema perspicacia e inteligencia; al menos, ésa fue su intención. Acercó el rostro al oído de Xar y le susurró:

—Al contrario. La serpiente no hace más que despistarte y confundirte.

Como respuesta, Xar retorció dolorosamente el brazo del viejo.

—¡Vamos! ¡Tú sabes dónde está la Séptima Puerta!

—Sé dónde no está —repuso Zifnab dócilmente—. Si eso te sirve de ayuda...

—¡Déjalo en paz!

Ocupado con el viejo sartán, Xar se había olvidado por completo de los mensch, uno de los cuales había tenido la osadía de entrometerse. El Señor del Nexo volvió la cabeza.

La mujer elfa (Xar no lograba recordar su nombre) intentaba obligarlo a abrir la mano y soltar el brazo de Zifnab.

—¡Le haces daño! ¡Déjalo en paz! No es más que un viejo chiflado. ¡Paithan, ven a ayudarme!

Xar se recordó otra vez que necesitaba a aquellos mensch, por lo menos hasta que le hubieran enseñado los secretos de la ciudad. Retiró la mano del brazo de Zifnab y se dispuso a improvisar unas palabras de disculpa cuando otro mensch se acercó corriendo. Éste parecía escandalizado.

—¡Aleatha! ¿Qué estás haciendo? Esto no es asunto tuyo. Señor, te ruego que disculpes a mi hermana. Es un poco... en fin, un poco... —el elfo titubeó.

—¿Testaruda? —apuntó un humano, varón, al tiempo que se colocaba detrás de la elfa. Ésta, al oírlo, se volvió en redondo y le cruzó la cara de un bofetón.

En aquel punto, entró en la disputa una mujer humana.

—¿Por qué has pegado a Roland? ¡No te ha hecho nada!

—Rega tiene razón —asintió el humano llamado Roland mientras se acariciaba una mejilla enrojecida—. No he hecho nada.

—¡Me has insultado! —declaró Aleatha con arrogancia.

—Sólo ha dicho que eres testaruda, hermana —intentó explicar Paithan—. Los humanos no emplean esa palabra en el mismo sentido que nosotros...

—¡Vamos, Paithan, no intentes disculparla! —Intervino Rega—. Aleatha sabe perfectamente qué ha querido decir Roland. Tu hermana domina el idioma humano mejor de lo que aparenta.

—Disculpa, Rega, pero éste es un asunto entre Aleatha y yo...

—Sí, Rega —terció la elfa, arqueando las cejas—. No necesitamos que ninguna
intrusa
se entremeta en nuestros asuntos familiares.

—¡Intrusa! —Rega, sofocada, dirigió una mirada iracunda a Paithan—. ¿De modo que eso es lo que opinas de mí? ¡Me consideras una intrusa! Roland, ven conmigo. Tú y yo, los
intrusos,
nos volvemos a
nuestra
parte de la ciudad.

La humana agarró del brazo a su hermano y tiró de él, arrastrándolo calle abajo.

—Rega, yo no he dicho en ningún momento... —Paithan corrió unos pasos tras los humanos; después, se detuvo y volvió la vista a Xar—. ¡Hum...! Discúlpame un momento, ¿quieres?

—¡Oh, Paithan, por el amor de Orn, un poco de seriedad! —exclamó Aleatha.

Paithan no respondió. Continuó en pos de Rega mientras Aleatha se alejaba en otra dirección, contoneándose.

El único mensch que no se movió fue el enano, que no había dicho una sola palabra. Drugar estudió con mirada ceñuda y sombría a Xar y a Zifnab; después, sin un gruñido de despedida, dio media vuelta sobre los talones y se marchó.

Mucho tiempo atrás, sartán y patryn habían combatido por el control de aquellas criaturas. ¿Para qué molestarse?, se preguntó Xar. Lo que deberían haber hecho con ellas era meterlas todas en un saco y echarlas a un pozo.

—Haplo lo sabe —anunció Zifnab.

—Eso me han dicho —asintió Xar con irritación.

—No sabe que lo sabe, pero lo sabe. —Zifnab se quitó el desvencijado sombrero y se frotó la cabeza hasta que los cabellos le quedaron de punta.

—Si estás probando alguna estratagema para intentar que Haplo siga vivo, no te dará resultado —masculló Xar, colérico—. Haplo morirá. Tal vez haya muerto ya. Y su cadáver me conducirá a la Séptima Puerta.

—Una estratagema... —Zifnab suspiró—. Me temo, colega, que el lazo te lo estás echando tú. Morir... Sí, Haplo podría morir, sin duda... ¡en un lugar donde tú nunca lo encontrarás!

—¡Ah! Entonces, sabes dónde está... —Xar no lo creía, pero le seguía la corriente al anciano con la esperanza, todavía, de descubrir algo que le resultara útil.

—¡Pues claro que lo sé! —afirmó Zifnab en tono ofendido—. Está en... ¡gulp!

El anciano se cubrió la boca con una mano.

—¿Sí? —probó Xar.

—No puedo decírtelo. Es un asunto confidencial.

Xar tuvo una idea.

—Quizá me he precipitado en mi decisión de ejecutar a Haplo —dijo, meditabundo—. Es un traidor, pero puedo permitirme ser generoso. Sí, seré generoso. Perdono a Haplo. Ya lo ves: lo perdono... como un padre debe perdonar los yerros de un hijo. Y ahora dices que corre alguna clase de peligro. Iremos a encontrarlo, tú y yo. Tú me conducirás a él.

Xar empezó a guiar al viejo hacia la puerta de la ciudad.

—Acudiremos a rescatar a Haplo en mi nave y...

—Estoy conmovido, verdaderamente conmovido —murmuró Zifnab con los ojos humedecidos—. Mi dragón dice a menudo eso mismo de mí, ¿sabes?, pero es de todo punto imposible, realmente...

Xar empezó a trazar un signo mágico.

—Vendrás conmigo, viejo...

—¡Oh!, te acompañaría gustosísimo —dijo Zifnab en tono jovial—si fueras a alguna parte. Pero no es así. Como ves, tu nave...

El anciano levantó la vista al cielo. La nave de Xar se elevaba por encima de las copas de los árboles, alejándose cielo arriba. El Señor del Nexo la observó unos instantes con asombro; después, se apresuró a formular un hechizo que debería haberlo llevado a bordo instantáneamente. Las runas de su cuerpo emitieron su resplandor y Xar inició el salto a través del tiempo y del espacio, pero quedó frenado como si hubiera topado con una pared. Magia sartán, se dijo. Hizo un nuevo intento y volvió a chocar contra la barrera invisible.

Enfurecido, se volvió en redondo hacia el anciano, dispuesto a lanzarle un hechizo que abrasara la carne que cubría sus frágiles huesos.

El caballero de aspecto imponente vestido de negro de pies a cabeza reapareció de entre las sombras. Esta vez venía ensangrentado y desgreñado, con las ropas desgarradas y aspecto agotado. Pese a ello, asió la muñeca de Xar entre sus dedos y la retuvo con una fuerza que ni el Señor del Nexo con toda su magia fue capaz de vencer.

—¡Déjalo en paz! —Dijo el caballero—. Él no tiene la culpa. Tu amigo, la serpiente dragón a quien conoces como Sang-drax, se me ha escapado. Es él quien anula tu magia. Y quien te ha robado la nave.

—¡No te creo!

La nave de Xar ya no era más que una mota de polvo en el cielo.

—Ha tomado tu aspecto, Señor del Nexo —insistió el caballero—. Tu gente ha caído en el engaño. Obedecerá todas sus órdenes... y Sang-drax, probablemente, los recompensará a todos con la muerte.

—Si es cierto lo que dices, Sang-drax debe de tener urgente necesidad de la nave por alguna razón —afirmó Xar, en tono confiado, e intentó tranquilizarse, aunque se le escapó una mirada ceñuda hacia la nave que desaparecía.

El caballero de negro estaba hablando con Zifnab.

—No tienes buen aspecto, señor.

—No es culpa mía—respondió el anciano, enfurruñado. Señaló a Xar con dedo acusador y añadió—: Le he dicho que era Bond, James Bond, pero no me ha creído.

—¿Qué más le has dicho, señor? —preguntó el caballero con tono severo—. Nada que no debieras, espero.

—Bueno, eso depende. —Zifnab se frotó las manos con gesto nervioso y rehuyó la mirada de su interlocutor—. La verdad es que hemos tenido una conversación muy agradable.

El caballero imponente asintió lúgubremente.

—Me lo temía. Ya has hecho suficiente daño por hoy, señor. Es hora de que entres a tomar tu reconstituyente. La humana te lo preparará con mucho gusto.

—¡Desde luego que le gustaría! ¡La haría feliz! ¡Pero no dejaré que lo haga! —Zifnab soltó un gemido quejumbroso—. La mensch no sabría prepararlo. Nadie lo hace como tú...

—Sí, señor. Gracias, señor, pero lo siento mucho. No voy a poder... prepararte la bebida esta noche. —El caballero de negro mostraba una palidez extrema. Consiguió esbozar una débil sonrisa y añadió—: No me siento muy bien. Te acompañaré a tu alcoba, señor...

Cuando se hubieron marchado, Xar pudo dar rienda suelta a su cólera y contempló con rabia las murallas de la ciudad, unas murallas que, de pronto, se habían transformado en muros de prisión pues, aunque podía cruzar su puerta con facilidad (si no tenía en cuenta a los titanes, convertidos ahora en la menor de sus preocupaciones), se había quedado sin nave y no tenía modo de volver a cruzar la Puerta de la Muerte. No tenía modo de llegar a Haplo, vivo o muerto.

Esto es, si tenía que creer lo que había dicho el anciano.

Xar se sentó en un banco bajo la extraña oscuridad que parecía estar cayendo sobre la ciudadela y solamente sobre ella. Se sentía débil, viejo y cansado, sensaciones insólitas para el Señor del Nexo. Intentó de nuevo ponerse en comunicación con Marit, pero no tuvo respuesta a sus urgentes llamadas.

¿Lo habría traicionado su esposa? ¿Lo habría hecho Sang-drax?

—¿Vas a creer la palabra de mi enemigo?

El susurro surgió de la noche y sobresaltó a Xar. Escrutó las sombras y observó el resplandor rojo de un único ojo. Se puso en pie.

—¿Eres tú? ¡Sal donde pueda verte!

—No estoy aquí en presencia tangible, mi Señor. Sólo mis pensamientos están contigo.

—Preferiría tener conmigo mi nave, Sang-drax —dijo Xar, irritado—. Devuélvemela.

—Si así lo ordenas, lo haré —asintió Sang-drax con humildad—. Pero permíteme que te proponga un plan alternativo. He oído tu conversación con ese viejo chiflado, que quizá no es tan estúpido como quería hacernos creer. Permíteme a mí buscar a Haplo mientras tú prosigues el asunto que te ha traído aquí.

Xar meditó la propuesta. No era una mala idea. Tenía demasiado que hacer, demasiado en juego, como para marcharse en aquellos momentos. Su gente estaba en Abarrach, presta para la guerra. Tenía que seguir buscando la Séptima Puerta; aún tenía que determinar si había dominado el arte de resucitar a los muertos. Varios de aquellos objetivos podía alcanzarlos allí. Además, así descubriría si Sang-drax era leal.

Empezaba a perfilar el esbozo de un plan.

—Si accedo a dejarte buscar a Haplo, ¿cómo volveré a Abarrach? —inquirió. Quería evitar que Sang-drax pensara que tenía el dominio de la situación.

—Existe otra nave de la cual puedes disponer, mi Señor. Los mensch conocen su paradero.

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