—¡Ese idiota senil! —masculló el anciano, profundamente indignado.
—Si tú lo dices, señor...
El viejo resopló y se agitó, al tiempo que hacía un auténtico ovillo con el sombrero. De pronto, exclamó:
—¡Ah! ¡Ajá! ¡No puedo ser Zifnab! ¡Zifnab está muerto! —Señaló a Paithan y a Roland con un dedo huesudo y añadió—: ¡Ellos lo han dicho! ¡Qué caramba, si hasta tengo testigos!
—
Deus ex machina,
señor. Te salvaste en el último rollo, como antes has dicho.
—¡Malditos latinajos! —clamó Zifnab con creciente irritación.
—Sí, señor —dijo el caballero con voz tranquila—. Y ahora, si me permites que te lo recuerde, el Señor del Nexo está en el patio...
—El patio... ¡Madre santa, el dragón!—Paithan dio media vuelta y estuvo a punto de caer por la ventana. Consiguió sujetarse y parpadeó—. Ha desaparecido.
Roland se volvió.
—¿Qué? ¿Dónde...?
—¡El dragón! ¡Ha desaparecido!
—No exactamente, señor —intervino el caballero imponente tras una nueva reverencia—. Creo que estás refiriéndote a mí. Yo soy el dragón. —Se volvió de nuevo hacia Zifnab y añadió—: Y yo también tengo un asunto pendiente ahí abajo, señor.
El anciano lo miró, alarmado.
—Entonces, ¿esto va a terminar en una pelea?
—Confío en que no, señor —respondió el dragón. Después, suavizó su tono de voz—. Pero me temo que voy a ausentarme una larga temporada. De todos modos, sé que te dejo en buena compañía.
Zifnab extendió una mano temblorosa.
—Sabrás cuidar de ti mismo, ¿verdad, viejo camarada?
—Sí, señor. Y tú te acordarás de tomar tu bebida reconstituyente cada noche, ¿verdad? De poco servirá si no la tomas con regu...
—Sí, sí, el reconstituyente. Me acordaré. —Zifnab se sonrojó y miró de soslayo a Paithan y Roland.
—Y no pierdas de vista al Señor del Nexo. No permitas que descubra... lo que tú ya sabes.
—¿Lo que ya sé? ¿Estás seguro de eso? —inquirió Zifnab, desconcertado.
—Sí, señor. Lo sabes.
—Si tú lo dices... —murmuró el anciano con resignación.
El dragón no pareció demasiado complacido con ello, pero el viejo había vuelto a cubrirse la cabeza con el manoseado sombrero y ya se alejaba a toda prisa por el pasadizo.
—Señores... —El dragón dedicó una última reverencia a Paithan y Roland antes de desaparecer tras Zifnab.
Roland se secó el sudor de la frente.
—Me parece que he tenido una alucinación...
—¡Eh, vosotros! —Zifnab hizo un alto en su avance y volvió la cabeza para mirarlos—. ¿No vais a venir? —Señaló la escalera con gesto majestuoso y añadió—: Tenéis un invitado. Ha llegado el Señor del Nexo.
—... quienquiera que sea —murmuró el elfo al humano.
No sabiendo qué otra cosa hacer, sin la menor idea de qué estaba sucediendo pero con la desesperada esperanza de descubrirlo, Paithan y Roland echaron a andar a regañadientes tras los pasos del anciano.
Y, en el instante en que pasaban ante la puerta de la Cámara de la Estrella, la máquina se puso en marcha otra vez.
LA CIUDADELA
PRYAN
Xar estaba de pésimo humor. Primero, había tenido que huir de un puñado de gigantes ciegos; después, una magia que incluso un mensch podía descifrar le había impedido atravesar una puerta. Por último, ahora le debía, si no la vida, sí al menos su dignidad y bienestar a un dragón. Todo aquello lo irritaba profundamente. Todo aquello y el conocimiento de que Haplo había podido entrar en la ciudadela y él, el Señor del Nexo, había sido incapaz de hacerlo.
—Eso si Haplo no mentía —apuntó Sang-drax en su susurro.
El patryn y Sang-drax se encontraban en el patio, a poca distancia de la puerta de la muralla. Tres mensch los contemplaban con la expresión embobada que Xar esperaba encontrar en ellos.
—Haplo dijo la verdad —replicó el Señor del Nexo con aire ceñudo—. Recuerda que hurgué en su corazón. Estuvo aquí. Estuvo en el interior de esta ciudadela. Y eso..., esos mensch toscos y primitivos también han conseguido entrar. —Xar hablaba en patryn para poder expresar sin trabas sus sentimientos—. ¿Y a ti qué te sucede?
Sang-drax llevaba un rato mirando a un lado y otro con nerviosismo, volviendo su único ojo sano para contemplar todas las partes de la ciudadela: las murallas, las torres, las ventanas, las sombras del suelo y el cielo verdeazulado sobre sus cabezas.
—Me pregunto adonde habrá ido el dragón, señor.
—¿Qué importa eso? La fiera ha desaparecido. ¿No? Deja las cosas como están. Tenemos otros asuntos más importantes de que ocuparnos.
La serpiente dragón prosiguió con sus miradas nerviosas. Los mensch la observaban ahora atentamente, preguntándose sin duda qué le sucedía.
—¡Basta! —Ordenó Xar a Sang-drax, en un tono aún mas colérico—. ¡Pareces atontado! Casi estoy por pensar que tienes miedo.
—Sólo temo por ti y por tu seguridad, mi Señor —respondió la serpiente dragón con una sonrisa untuosa que se notaba algo tensa. El solitario ojo rojo dejó de vagar de un lado a otro y se concentró en los mensch.
Uno de ellos, una mujer humana, se adelantó a los otros.
—Bienvenidos, señores —los saludó en idioma humano—. Gracias por ahuyentar a los titanes. ¡Vuestra magia es maravillosa!
La mujer miraba a Xar con respeto y temor. El Señor del Nexo se sintió complacido y su ánimo mejoró.
—Gracias a ti, señora, por permitirme entrar en vuestra ciudad. Y a ti, señor —dedicó una reverencia al enano— por la ayuda que nos has prestado en la puerta.
Xar observó minuciosamente el colgante que el enano llevaba alrededor del cuello. El patryn había reconocido al instante las runas sartán del objeto.
El enano, con una mirada ceñuda, se llevó la mano al colgante y lo ocultó de nuevo bajo su recia coraza de cuero.
—Te pido disculpas, señor —dijo Xar en tono contrito—. No pretendía ser desconsiderado. Estaba admirando tu amuleto. ¿Puedo preguntarte dónde lo adquiriste?
—Puedes preguntarlo —masculló el enano con aspereza.
Xar esperó.
El enano permaneció callado.
La humana dirigió una mirada colérica al enano, se colocó delante de él y se acercó a Xar.
—No se lo tomes en cuenta, señor. Drugar es un enano —añadió, como si eso lo explicara todo—. Me llamo Rega Hojarroja y ésta es Aleatha Quindiniar.
Con un gesto de la mano, señaló a la tercera componente del grupo de mensch, una elfa. Ésta era bellísima, para tratarse de una mensch. Xar le dedicó un saludo, inclinando la cabeza.
—Encantado, señora.
Ella correspondió al saludo con un frío y lánguido gesto de asentimiento.
—¿Te ha enviado ese Haplo?
Sang-drax se apresuró a intervenir.
—Estás hablando con Xar, el Señor del Nexo. Haplo es un simple súbdito de mi señor. Fue él quien envió a Haplo, y no a la inversa.
Rega se mostró impresionada, la expresión ceñuda de Drugar se hizo aún más marcada y Aleatha reprimió un bostezo como si estuviera aburrida de tanta palabrería.
Rega continuó las introducciones, puesto que dos nuevos mensch, un humano y un elfo, acababan de hacer acto de presencia en la plaza.
—Éste es mi hermano, Roland, y ése es mi... mi amigo, Paithan Quindiniar.
—Hola, señor. —Paithan dirigió una breve mirada a Xar y se volvió de inmediato hacia Rega—. ¿Lo has visto? ¿No ha pasado por aquí?
—¿Dónde has estado durante todo el jaleo, Roland? —inquirió Aleatha en tono melifluo—. ¿Escondido bajo la cama?
—¡Claro que no! —respondió Roland airadamente, volviéndose en redondo hacia ella—. Estaba...
—Roland... —Rega tiró de la manga de su hermano—. Estás olvidando la cortesía. Te presento a Xar, el Señor del Nexo.
—Encantado de conocerte, señor. —Roland dedicó un gesto de asentimiento a Xar; después, se volvió otra vez hacia Aleatha—. Por si te interesa, Paithan y yo estábamos atrapados en la torre con un...
—¡Bajaba justo delante de nosotros! —Lo interrumpió Paithan—. ¡Tiene que estar aquí!
—¿De quién hablas?
—¡Del dragón! —exclamó Roland.
—¡De Zifnab! —dijo Paithan al mismo tiempo.
—¿Quién dices? —preguntó Rega.
—Zifnab.
Rega miró al elfo con perplejidad.
Xar y Sang-drax cruzaron varias rápidas miradas. El patryn apretó los labios.
—Zifnab... —repitió Rega, desconcertada—. Eso es imposible, Paithan. El viejo está muerto.
—No, hermanita. No lo está.
Aleatha se echó a reír.
—No es broma, Thea —intervino Paithan—. Era él. Y ese dragón era el suyo. ¿No lo has reconocido?
Sang-drax tomó aire con un jadeo. Un destello rojo escapó entre los párpados entornados de su único ojo sano. Su boca emitió un siseo.
—¿Qué sucede? —preguntó Xar en patryn.
—Ese viejo del cual hablan. Ya sé quién es.
—¿Un sartán...?
—No. O, mejor dicho, lo fue, pero ya no lo es. ¡Se ha convertido en uno de ellos!
—¿Adónde vas? —preguntó Xar. Sang-drax había empezado a retroceder hacia la puerta.
—Ten cuidado con el viejo, mi Señor. Ten mucho cuidado...
Un caballero de aspecto imponente, vestido de negro de pies a cabeza, se materializó de entre las sombras. Tan pronto como lo vio Sang-drax lo señaló con el dedo.
—¡Es el dragón, mi Señor! ¡Mira el dragón! ¡Atrápalo! ¡Mátalo! ¡Deprisa, mientras está en ese cuerpo débil!
Xar no necesitaba sus advertencias. Los signos mágicos tatuados en la piel del patryn emitían ya su resplandor rojo y azulado, ardiendo con aquel fuego que le advertía de la presencia de un enemigo
—El eterno cobarde, ¿verdad? —El dragón se plantó ante Sang-drax—. Esta vez lucharemos tú y yo.
—¡Mátalo, mi Señor! —insistió la serpiente dragón. Después, se volvió a los demás, que contemplaban la escena con perplejidad sin entender una palabra de lo que hablaban—. Hermanos míos —dijo esta vez en humano—, no os dejéis engañar. Ese hombre no es lo que parece. ¡Es un dragón y se propone matarnos a todos! ¡Acabad con él! ¡Deprisa!
—Id a buscar refugio, amigos míos, yo me ocuparé de esto —indicó Xar a los mensch.
Pero éstos no se movieron, fuera por miedo, por confusión o por estupidez supina. En cualquier caso, estaban justo en medio.
—¡Corred, estúpidos! —gritó Xar, exasperado.
El caballero imponente no prestó la menor atención a Xar ni a los mensch y continuó avanzando hacia Sang-drax. Este siguió, retrocediendo lentamente, entre maldiciones, hacia la puerta de la muralla.
—¡Mátalo, mi Señor! —siseó.
Xar hizo rechinar los dientes. No podía lanzar un hechizo que matara al dragón sin acabar también con la vida de los mensch, y necesitaba a éstos para interrogarlos.
Tal vez, si veían al dragón en su forma verdadera, el susto los empujaría a salir huyendo.
El patryn trazó una única runa en el aire. Era un encantamiento sencillo, no un acto de magia de combate. El signo mágico emitió una llamarada roja, se expandió y surcó el aire como un fogonazo en dirección al caballero vestido de negro.
En aquel preciso instante, el caballero agarró por el cuello al gimoteante Sang-drax. La runa ardiente los alcanzó a ambos y los rodeó, envolviéndolos en una cortina de llamas mágicas.
Un enorme dragón sin alas, de escamas brillantes y relucientes del color verde de la jungla en que vivía, se alzó sobre las murallas de la ciudad. Frente a él apareció una enorme serpiente, con el repulsivo cuerpo cubierto de légamo viscoso y despidiendo una pestilencia que hedía a siglos de muertos. En su cabeza lucía un único ojo rojo.
Aquella aparición produjo en Xar casi el mismo asombro que en los mensch. El Señor del Nexo no había visto nunca a una serpiente dragón con su auténtica forma. Había leído la descripción que había hecho Haplo tras su encuentro con ellas en Chelestra, pero sólo ahora comprendía de verdad el asco, la repulsión, incluso el miedo que habían provocado en su enviado. El propio Xar, Señor del Nexo, que había batallado contra innumerables enemigos terribles en el Laberinto, estaba perturbado y acobardado.
El dragón abrió unas fauces enormes y las cerró en torno al cuello de la serpiente, justo por debajo de la desdentada cabeza de ésta. La serpiente agitó la cola como un látigo y se enroscó en torno al dragón con todas sus fuerzas en un intento de acabar con su enemigo comprimiéndolo hasta asfixiarlo. Retorciéndose entre bramidos furiosos, las dos criaturas se debatieron y se golpearon, amenazando con destruir la ciudadela. Las murallas se estremecieron; la puerta tembló bajo el impacto de los cuerpos enormes. Si los muros caían, los titanes tendrían acceso a la ciudad.
Los mensch no huyeron, sino que permanecieron clavados donde estaban, paralizados de terror. Xar no podía utilizar su magia, fuera por miedo a causar daño a Sang-drax... o, tal vez, por miedo al propio Sang-drax. El Señor del Nexo no estaba seguro de cuál de ambas cosas y aquella confusión lo irritó profundamente, lo que lo hizo titubear aún más.
Y, de pronto, las dos criaturas desaparecieron. El dragón y la serpiente unidos en un abrazo letal, se desvanecieron en el aire.
Los mensch se quedaron mirando el vacío con expresión estúpida. Xar trató de poner orden en sus perplejos pensamientos. Un anciano de ropas pardas apareció de entre las sombras.
—¡Cuídate, mal remedo de reptil! —exclamó Zifnab, al tiempo que agitaba la mano en un compungido adiós.