En la Tierra del Fuego (31 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—Entonces, ¿ya tenéis tierras propias? —preguntó Jule para de inmediato añadir—: ¿Por qué no os habéis quedado allí?

Elisa esperaba que Tadeus Glöckner también dijera algo; hasta entonces el hombre había permanecido en silencio, al igual que sus hijos, pero por lo visto lo habitual en aquella familia era que Barbara hablara en nombre de todos.

«Es como en nuestro caso», pensó Elisa. Annelie hablaba por Richard, Christine en nombre de Jakob y Jule… Bueno, ella no tenía marido en nombre de quien hablar, pero actuaba con tal autoridad y tan segura de sí misma como si lo tuviera.

—Todo era muy duro por entonces —continuó Barbara—. Solo el camino desde Melipulli hasta el lago nos robaba todas nuestras fuerzas. El terreno es pantanoso como el de aquí y no hay caminos. Las dos hijas de una familia se extraviaron en la selva y desaparecieron sin dejar rastro.

Un escalofrío recorrió la espalda de Elisa. Christl y Lenerl Steiner miraron a la familia tirolesa con los ojos desorbitados. Solo Katherl seguía sonriendo, como siempre.

—Y cuando por fin llegamos al lago, allí no había nada de nada. Ni casas, ni campos de cultivo, ni semillas ni animales. En Melipulli no nos habían preparado para eso. Durante un tiempo nos las arreglamos con nuestras provisiones, pero el invierno llegó ese año antes de lo previsto. Algunas familias decidieron quedarse allí, pero yo, por el contrario, apremié a los míos para que regresáramos a Melipulli. Mi hija… —dijo, y puso las manos sobre los hombros de Theresa—, mi hija estaba muy enferma. Teníamos intención de quedarnos en Melipulli por lo menos hasta el año siguiente y luego regresar al lago.

—Pero no lo habéis hecho —comentó Jule.

—Como ya os he dicho —replicó Barbara—, a esas alturas ya estábamos hartos de aquellos viajes tan agotadores. Hace quince años que nos expulsaron del valle de Ziller por nuestra condición de protestantes. El rey Federico Guillermo nos permitió instalarnos al pie de la Riesengebirge, en Silesia. Nos prometieron una nueva vida, más fácil; nos dijeron que podríamos criar vacas y que encontraríamos trabajo en las hilanderías de lino de la zona. Pero, en realidad, aquella franja de tierra enseguida se quedó demasiado pequeña para todos los que buscábamos un futuro allí. Vivíamos con otras tres familias en una casa diminuta y aunque el trabajo se repartía de forma justa, los jornales y la comida eran injustos.

—¡Y luego vino la tuberculosis! —intervino por primera vez Tadeus.

—Logré sacar adelante a dos de mis hijos —añadió Barbara Glöckner, y esta vez puso una mano también sobre el hombro de su hijo varón—. Pero perdí otros dos.

Por un instante, su voz se quebró, pero cuando continuó hablando, las lágrimas que se le habían acumulado en los ojos ya habían desaparecido; aquello daba fe de que era de esa clase de personas que prefieren mirar hacia delante, hacia el futuro, y no hacia los reveses del pasado.

—Una de mis cuñadas decidió marcharse a América con su familia. Y un vecino partió poco después hacia Australia. «Morir a causa de alguna epidemia o del hambre puede ocurrirnos también en cualquier otra parte —decía aquel hombre, con sencillez—, solo que allí no tendremos que estar mirando las mismas caras de tontos que vemos aquí.»

—¿Y vosotros os habéis decidido por Chile? —Era la primera vez que Christine abandonaba su puesto al lado de Jakob. El recelo ante los desconocidos se le había borrado de la cara y había dejado paso al cansancio. Estaba demacrada de un modo que no era habitual en ella. A aquella mujer le gustaba mucho atraer a sus hijos, sobre todo a la pequeña, y apretarlos contra sus grandes y firmes pechos, pero ahora estos parecían haberse encogido; tanto que la tela sobrante de su vestido estaba arrugada.

—Sí, nos decidimos por Chile —confirmó Barbara Glöckner—, probablemente atraídos por las mismas promesas que vosotros: la perspectiva de disponer de una tierra fértil propia. Pero ya en Corral nadie se declaró responsable de nuestros destinos. Durante el viaje a Melipulli nuestro barco estuvo a punto de hundirse y allí, como ya os he contado, nos enviaron al lago sin medios suficientes.

—Aquí solo salen adelante los tenaces —objetó Jule impaciente—. Hemos tenido que ver cómo nuestro barco quedaba envuelto en llamas.

Su voz sonaba casi orgullosa, como si evocar una catástrofe aún peor supusiese un triunfo.

«Hasta dónde hemos llegado —se le pasó por la mente a Elisa—; ya no nos asustan ni la miseria ni las torturas, sino que nos conformamos con que haya cosas peores.»

—Tras nuestro primer fracaso en aquel lago, decidimos pasar el invierno en Melipulli. Es probable que hubiéramos muerto de hambre si no fuera porque sacábamos del mar algunos pescados y moluscos. Estábamos agotados y desmoralizados, nos animaba únicamente la promesa de que en primavera llegaría Pérez Rosales y esta vez nos abastecería de abundantes herramientas y semillas. Lo esperamos. Pero, en primavera, el primero en llegar fue Konrad Weber. En su afán por encontrar trabajadores voluntarios ni siquiera aquel largo viaje hasta el páramo lo había arredrado.

—¡Y él os ofreció ayuda! —exclamó Fritz, al tiempo que reía con amargura—. Os dijo que el gobierno os había mentido, que el tal Pérez Rosales era un incapaz y que estaríais perdidos sin él.

Barbara se encogió de hombros, insegura.

—Nos ofreció trabajo en su hacienda y aquello sonaba tan atractivo…

El silencio se extendió entre los presentes. Tan solo se oía la respiración estentórea de Jakob. Christine regresó a su sitio al lado de la camilla, se sentó junto a su marido y le enjugó con un paño la frente empapada en sudor.

—¿Y ahora qué? —preguntó Jule hoscamente.

—Ahora ya sabemos mucho. Hemos averiguado algunas cosas sobre él. Konrad Weber es un arribista sin escrúpulos. En Valdivia, donde vivió algún tiempo, se hizo enemigos muy pronto y por eso le compró estas tierras a un español, a un precio mucho más bajo de lo que valían. Y también es culpa de Konrad Weber y de los que son como él el que el gobierno interviniera y, yendo en contra de las promesas que había hecho antes, se lo pusiera todo más difícil a los inmigrantes a la hora de adquirir tierras. Él ha venido aquí para hacerse rico y se aferra a ese propósito: sin consideración por nadie, sin escrúpulos y, por si fuera poco, a costa nuestra. Y fue entonces cuando pensamos que…

Barbara Glöckner se detuvo por primera vez tras aquel enérgico alegato. Mientras hablaba de Konrad Weber, un rumor se había extendido entre los presentes, pero luego se hizo un silencio sepulcral.

—¿Qué habéis pensado? —preguntó Jule, y esta vez su voz no sonó tan hosca.

—No nos atrevemos a irnos solos de nuevo al lago Llanquihue. Pero juntos podríamos intentarlo. Es verdad que tenemos que vencer un camino muy largo que discurre a través de una selva bastante hostil.

—Pero nosotros conocemos la ruta —intervino Tadeus—. Tendríamos que partir desde aquí y caminar siempre en dirección oeste.

Los pensamientos de Elisa estaban como paralizados y necesitó un tiempo para comprender lo que los tiroleses les estaban proponiendo.

Fritz lo había comprendido al momento, por eso se levantó de un salto, entusiasmado.

—¡Y allí hay suficiente tierra en barbecho! —exclamó, y aquella voz emocionada, tan poco habitual en él, no dejaba lugar a dudas sobre lo rápido que se había dejado entusiasmar por aquel plan.

—Las familias que llegaron aquí con nosotros podrían ayudarnos…, por lo menos al principio —dijo Barbara—. Aquí nada va a cambiar para bien. ¡Nosotros mismos tenemos que hacer algo para no resignarnos a este destino!

Su mirada recorrió la habitación en busca de respaldo. Elisa la siguió con la vista. Annelie miró dudosa hacia Richard, que había vuelto a meterse del todo en su crisálida; Jule, en cambio, asintió pensativa. Christl se mostró algo temerosa ante la perspectiva de lo que se había anunciado: una larga y agotadora marcha a través de la selva; Poldi, en cambio, dejaba entrever su placer por la aventura. Fritz había apretado los puños, pero antes de que su hijo mayor pudiera decir algo, Christine dio un paso adelante.

—Es imposible —decidió escuetamente—. Mi marido está gravemente herido.

—¿Es que pretendes quedarte aquí? —protestó Fritz—. ¿Con Konrad Weber? ¡No puedes decirlo en serio!

Entonces el joven se acercó adonde estaban los Von Graberg, echó una ojeada a los ojos vidriosos de Richard, luego miró a Annelie, que se encogió de hombros, y terminó deteniéndose ante Elisa.

—¿A ti también te parece sensato que nos larguemos de aquí?

—Sí —dijo la joven en voz baja—. Yo también lo creo… Pero… —Elisa echó un breve vistazo a Jakob—, pero no tenemos que decidirlo esta misma noche. Ni tampoco tendríamos que partir mañana por la mañana. Cuando las heridas de Jakob hayan sanado, entonces…

Jule soltó una carcajada despectiva, como si quisiera declarar que aquellas lesiones jamás sanarían. Christine, por el contrario, asintió, dando su aprobación.

—Mientras mi marido no esté mejor, no me voy a ninguna parte.

—De todos modos, pronto llegará el invierno —dijo Barbara Glöckner pensativa—. Pero para la primavera que viene… Para la primavera que viene deberíamos hacernos con las riendas de nuestras vidas.

Fritz apretó aún más los puños y Christine Steiner no contradijo la idea en esta segunda ocasión.

Viktor había oído todas y cada una de aquellas palabras.

Se acurrucó cuando los tiroleses salieron del barracón y corrió apresuradamente hasta esconderse tras una esquina de la nave. Cuando se pegó a la pared, algo se zarandeó y el chico contuvo el aliento. Pero no, nadie lo había oído, nadie lo había visto mientras espiaba en la oscuridad.

En realidad, no era de extrañar. Tampoco durante el día los advertía nadie, ni a él ni a Greta. Eran los hijos de Lambert y nadie quería tener nada que ver con su padre. Algunas mujeres sentían compasión por aquellos chicos, pero la compasión —y de eso Viktor estaba seguro— no tenía ningún valor en aquel páramo verde y vaporoso.

Los pasos de la familia tirolesa se alejaron, la puerta de la barraca se cerró. Alrededor del chico, todo quedó oscuro como boca de lobo.

Viktor se abrazó el cuerpo. Intentaba convencerse de que, a sus catorce años, ya no era un crío y de que, por ello, no debía comportarse como tal ni tener miedo a la oscuridad. No obstante, temblaba como una hoja y se sentía tan desamparado como en aquellas noches en que las pesadillas lo despertaban. En ellas, veía una y otra vez el barco ardiendo y a su madre dentro. Se despertaba bañado en lágrimas y se quedaba temblando y sollozando durante horas; se sentía expuesto e indefenso ante los horrores del mundo, como en los días de la infancia, cuando se ocultaba tras la espalda de Emma, su madre, para que el padre no lo encontrara, confiando en que ella no lo entregaría. Pero su padre siempre lo encontraba y su madre siempre lo entregaba.

Viktor se mordió los labios para, al menos, controlar el castañeteo de los dientes. Sí, tenía miedo, siempre tenía miedo; pero ¿seguía habitando en él aquel niño desamparado de siempre? Llegado el momento, ¿se atrevería a pensar de veras en la mejor manera de que Greta y él pudieran huir de allí?

Los otros pobladores también querían largarse, eso lo había oído claramente. Pero por culpa de Jakob Steiner no se podía pensar en una partida inmediata. Sin duda pasarían un par de meses hasta que llegara el momento.

La esperanza de escapar para siempre de aquella selva húmeda, pero sobre todo de los contundentes puños de su padre, era casi dolorosa. Sin embargo, en cuanto esa esperanza empezaba a aflorar titubeante, un golpe la derribaba de nuevo: los otros inmigrantes, sin duda, se irían sin ellos. Ciertamente, tampoco se les ocurriría informar a Lambert y llevarse a Greta y Viktor consigo.

—¡Viktor!

El joven se estremeció. Aquella voz sonaba como un ladrido. Un momento antes, su padre estaba con Konrad, limpiando las armas, y él, Viktor, había aprovechado ese instante para escabullirse fuera de la vivienda.

Pero, al parecer, Lambert había regresado antes de lo previsto a la barraca y no lo había encontrado allí.

—¡¡Viktor!!

Casi se enredó con sus propios pies cuando salió corriendo en dirección a la casa. Con gran presencia de ánimo, cogió un cubo; es cierto que estaba vacío, pero si tenía suerte, el padre no lo notaría y así evitaría la paliza.

Lambert estaba de pie ante la puerta y como la luz opaca incidía en su espalda, parecía una enorme sombra negra.

—¿Dónde estabas? —ladró Lambert de nuevo.

—Fu… fu… fui a buscar a… a… agua.

Viktor se mordió los labios. El padre detestaba que tartamudeara.

—Yo no te he mandado a buscar agua.

Lambert levantó la mano y Viktor creyó que la sentía aterrizar sobre su cara.

Pero, de repente, al lado de aquella sombra gigantesca que tanto miedo suscitaba apareció otra, más pequeña, más frágil.

—Fui yo, padre, yo se lo pedí —dijo Greta—. Para ablandar las alubias de mañana.

Viktor contuvo la respiración. Hacía una eternidad que no comían alubias; no recordaba haberlas visto nunca entre las raciones de comida que Konrad Weber les asignaba. Así y todo, ¿creería su padre a su hermana?

Y hubo otra cosa más que al jovencito se le pasó por la cabeza. ¿Cómo era posible que Greta, que era más pequeña y frágil que él, jamás tartamudeara cuando hablaba ni mostrara miedo ante su padre?

Viktor le estaba infinitamente agradecido. Y al mismo tiempo tenía envidia de que la chica pudiera mostrarse tan indiferente, tan inaccesible, tan… fría. Y todo porque Greta no parecía estar tan a merced como él de los muchos terrores que la vida traía consigo.

Lambert bajó la mano. De su boca salió un gruñido, pero al final dio un paso atrás. Viktor sentía cómo le temblaba todo el cuerpo, que siguió estremeciéndose cuando Greta se apartó del marco de la puerta y se acercó a él. La niña le puso la mano sobre los hombros, pero evitó pegar su cuerpo contra el de su hermano.

—Todo va a ir bien, todo saldrá bien —le susurró.

—No… no… no podemos quedarnos a… a… aquí, con… con… él.

Su padre no era el único que detestaba a Viktor cuando el chico tartamudeaba. Él mismo se odiaba y se maldecía por ello.

—Los o… o… otros quieren largarse…

—Todo irá bien —dijo Greta, y aumentó la presión de sus manos. Viktor no estaba seguro de si aquel contacto le resultaba agradable o no, de si le proporcionaba consuelo o más bien le causaba un nuevo malestar, de si debía estar agradecido por tener una hermana o amargado por que esta fuera capaz de soportar a su padre con más facilidad que él.

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