—Ah, Greta… —dijo suspirando.
—Todo irá bien —le repitió su hermana en voz baja.
—¡Fin de jornada!
Cornelius se enjugó el sudor y se incorporó. Como siempre, un dolor punzante le recorrió la espalda, pero hacía tiempo que se había acostumbrado a él. En cualquier caso, tenía tantos callos en las manos que estas se le habían vuelto insensibles. Las dolorosas ampollas, que no eran las únicas que le habían hecho casi imposible trabajar e incluso sostener la cuchara, eran ya cosa del pasado.
Después de que el capataz anunciara el final del turno, Cornelius se puso en la fila con los demás peones, dispuesto a recibir su jornal. Antes este era el momento en el que sentía algo parecido al orgullo: orgullo por demostrar que era lo bastante trabajador como para no llamar la atención y orgullo, también, por saber ganarse su propio dinero.
Sin embargo, hoy solo se le pasó por la cabeza que había transcurrido un día más y que las horas habían pasado con una lentitud martirizante, sin que Cornelius supiera para qué o para quién se esforzaba tanto.
La sombra del capataz se cernió sobre él.
—Seis reales —anunció este con brevedad.
Cornelius levantó la cabeza con expresión cansada.
—¿Seis? —preguntó—. Ayer fueron diez.
El capataz se encogió de hombros.
—Si no estás satisfecho, te buscas otra cosa.
Cornelius cogió el dinero sin decir palabra y se marchó. Más de una vez había intentado regatear en vano. Sabía que no era culpa del capataz que la paga fuera unas veces más abundante y otras más exigua. Los precios variaban cada día y nadie sabía con exactitud el valor que tenía el dinero. Quien tenía la posibilidad comerciaba con especias, pues en ese caso había normas preestablecidas e invariables.
Un potranco podía cambiarse por cuatro botellas de aguardiente y una vaca preñada hasta por cinco. El aguardiente aquel ardía en la garganta como el fuego y Cornelius sabía muy bien su precio, ya que el pastor Zacharias siempre le daba la lata para que le consiguiera aquel brebaje diabólico. En el barco, su tío había preferido beber vino de Oporto, porque era el que mejor sentaba a su paladar. Pero ahora le daba igual lo que se vertiera en la garganta, le supiera bien o no, lo importante era que el alcohol le provocara ese efecto salvador y le hiciera olvidar aquella vida miserable.
Cornelius emprendió el camino a casa. Aunque entretanto, cada callejuela, cada calle de Valdivia se habían vuelto familiares, aún no tenía, pese a todo, la sensación de haber llegado a Chile.
Aquellos primeros días en la costa, después de que los otros colonos se marcharan con el tal Konrad Weber, los recordaba solo de mala gana. Su anhelo por ver a Elisa lo había paralizado y también el mutismo de su tío, que era más difícil de sobrellevar que sus lamentos. Zacharias le había parecido más muerto que vivo y la tristeza que emanaba de él había envenenado su propia alma. Pero, finalmente, algo lo había estremecido; una noche soñó con Elisa y el sueño lo hizo despertarse asustado; cuando recordó la promesa que le había hecho a la joven, esta ya no lo dejó en paz. No pasaba un día en que no luchara por ese futuro.
Al principio, había convencido a su tío para que dejaran aquel cuartel y se marcharan juntos a Corral. Allí fue de casa en casa buscando un clérigo que no le negara su ayuda a un hermano de confesión y profesión. Fue una empresa desesperada porque en aquella ciudad portuaria solo vivían católicos. De todos modos, un sacerdote tuvo la amabilidad y la compasión de aconsejarles que se marcharan a la cercana Valdivia, donde se habían asentado muchos colonos alemanes.
El pastor Zacharias gruñó, refunfuñó, gimió, maldijo y lloró. Anunció con obstinación que se negaba a dar un paso hacia el interior de aquella tierra.
No podían vivir únicamente de la vista del océano, le había dicho Cornelius, con una brusquedad poco habitual en él, y lo había consolado diciéndole que a fin de cuentas adónde iban no era a la selva, sino a una ciudad.
Y no había mentido. Valdivia era un lugar de aspecto pobre pero animado, donde se hablaba más alemán que español y donde, a lo largo de los últimos cinco años, se habían asentado carpinteros ebanistas y forjadores, zapateros y panaderos, sastres y guarnicioneros, personas todas muy laboriosas que se animaban unas a otras y predicaban a voz en cuello que en aquel país solo podría sobrevivir quien demostrara tener disciplina y tenacidad.
Al pastor Zacharias le faltaban ambas cosas. Años atrás, había llegado a Chile con todos aquellos alemanes un pastor evangélico, que fue tan amable como para acogerlos al principio.
Más tarde, cuando Zacharias se fue convirtiendo cada vez más en una carga, medió para conseguirles un alojamiento a los dos. Pero el pastor Zacharias no vio aquello como un impulso para tomar de nuevo las riendas de su vida. Su mayor felicidad era atrincherarse tras sus cuatro paredes y emborracharse. Y ni siquiera pensaba en ponerse a trabajar para ganarse el aguardiente que se bebía.
Cornelius sacudía la cabeza cuando pensaba en eso. Los bloques de edificios ante los cuales pasaba los días se veían pobres, las puertas y ventanas estaban cerradas solamente con pieles de buey o de vaca. Los edificios con cristales en las ventanas podían contarse con los dedos de una mano. En otro tiempo, Valdivia —ciudad fundada por Pedro de Valdivia, un conquistador español del siglo XVI— había sido una gran ciudad. Pero en 1831 había habido un terremoto tremendo que la había destruido por completo y la mayoría de los españoles se marcharon. Los primeros alemanes que llegaron a Chile solo se encontraron ruinas desoladas, pero pronto pusieron manos a la obra para reconstruir la ciudad, dispuestos a hacerla suya y residir en ella.
Durante el día, el ajetreo de la ciudad engañaba sobre el aspecto desolado que esta podía llegar a ofrecer y no enmascaraba el hecho de que las huellas dejadas por el terremoto aún no hubieran sido eliminadas, aunque eso no le parecía a nadie un mal síntoma, sino una prueba de que allí había trabajo.
Y ahora él iba a buscar ese trabajo, se había dicho Cornelius entonces, después de ver que el tío no mostraba ninguna disposición a contribuir a los costos de su propia existencia. Cornelius se había presentado allí donde se necesitaba mano de obra y había ofrecido sus servicios; y en casi todas partes lo habían mirado con extrañeza porque parecía tan debilucho y porque al final quedaba claro que no era ni campesino ni artesano con experiencia.
Ni siquiera le dejaban demostrar que una voluntad de hierro puede suplir la falta de fuerza y de experiencia, sino que en todas partes lo mandaban a paseo. Sin embargo, uno de los carpinteros tuvo la suficiente amabilidad como para darle un consejo: debía ir a ver a Carlos Anwandter; ese hombre era algo así como el líder de los inmigrantes. Era oriundo de Calau y allí había llegado a ser alcalde durante varios años. Ahora, Carlos Anwandter tenía su propia farmacia y una fábrica de cerveza en Valdivia. En 1848 había sido miembro del Parlamento prusiano y como tal había estado presente en la iglesia de San Paul, en Fráncfort, donde había asistido en el mes de mayo a la primera Asamblea Nacional memorable de la historia de Alemania. El posterior fracaso de la Revolución le había causado tal dolor que ya no vio ningún futuro para él en Calau, razón por la que decidió buscar en Chile la libertad, que era, para él, el bien más preciado de cualquier ciudadano.
—Yo también estuve allí…, en Fráncfort —explicó Cornelius cuando aquel hombre lo recibió. Era mentira, pues solo Matthias había viajado a aquella ciudad. Más tarde su amigo le había contado tantas cosas acerca del acontecimiento que Cornelius creía saberlo todo sobre él.
Carlos Anwandter, cuyo verdadero nombre de pila era Karl —nombre que había hecho cambiar tan pronto como pisó suelo chileno, haciendo que todos lo llamaran por su equivalente español—, se quedó impresionado.
—Entonces, ¿no ha hallado usted, después de la Revolución, un sitio en Alemania donde poder vivir?
—Soy un demócrata cabal. Y he venido en busca de libertad —le explicó Cornelius.
La verdad era que en aquel instante lo que Cornelius buscaba no era libertad ni mucho menos, sino tan solo una posibilidad de sobrevivir. Carlos Anwandter no quiso seguir indagando y le consiguió un trabajo en el ramo de la construcción de caminos. Era un trabajo duro y mal pagado, pero así por lo menos podía costearse una vivienda con dos habitaciones en la última planta de un edificio que pertenecía a una tal Rosaria, de la que Cornelius no sabía gran cosa, salvo que era viuda y codiciosa.
Justo acababa de llegar allí. Abrió la puerta, que emitió un chirrido… O más bien lo emitió el tablón que se usaba como puerta.
Rosaria afirmaba que su casa era de las más antiguas de Valdivia y que también había sobrevivido al terremoto. Y lo que ella anunciaba toda orgullosa llenaba a Cornelius de temor ante la idea de que un buen día todas las paredes se vinieran abajo y cayeran sobre ellos. Mientras subía la torcida escalera, los escalones crujían bajo su peso. Aún no había llegado a la primera planta cuando percibió un olor asqueroso.
El joven soltó un suspiro, aceleró el paso y enseguida supo que llegaba demasiado tarde.
«¡Otra vez no!», dijo maldiciendo en su interior.
Se preparó para el espectáculo que lo esperaría al entrar, pero así y todo se quedó espantado por el estado en que encontró a su tío.
Su furia se disipó y dio paso a la impotencia… y al hastío. Precisamente, Rosaria estaba ocupada reuniendo las monedas que estaban encima de la mesa, lo hacía con una sonrisa de satisfacción y ni siquiera se apresuró cuando vio a Cornelius.
—¡Las he ganado legalmente! —anunció con orgullo.
Cornelius presenció cómo entre sus manos ávidas iba desapareciendo cada vez más dinero; un dinero que era el fruto de su trabajo, del trabajo más duro que había realizado en toda su vida. Un dinero que ellos necesitarían con urgencia si algún día pretendían huir de aquel nido de ratas.
—Ah, tío… —suspiró el joven.
El pastor Zacharias ya se había quedado dormido. Su cabeza había caído sobre el tablero de la mesa y estaba al lado de la botella de aguardiente. Tenía la boca abierta, la saliva le salía en abundancia y no solo caía sobre la mesa, sino sobre su camisa.
Cornelius se había detenido bajo el marco de la puerta.
—¿Cómo ha podido hacer eso? —increpó a Rosaria.
—¿El qué? —resopló la mujer, que acababa de coger la última moneda—. Su tío ha estado bebiendo conmigo de manera voluntaria y también ha estado jugando. Conmigo. ¿Acaso es culpa mía que no aguante la bebida y que, además, haya perdido su apuesta?
La mujer se acercó a Cornelius cojeando. A menudo afirmaba que apenas podía dar un paso sin que le dolieran las caderas, pero eso no era para ella impedimento alguno cuando se trataba de subir hasta sus habitaciones para, primero, emborrachar a su tío y, luego, birlarle todo el dinero con algún juego de azar.
—Y no creas que esto es el pago del alquiler… —le aclaró con descaro, y entonces levantó la mano llena de monedas y se la pasó por delante de la cara. A continuación, se marchó.
Cornelius se acercó a la mesa de muy mala gana. No estaba seguro de si su tío estaba de veras durmiendo o de si solo estaba demasiado borracho para enfrentarse a sus reproches.
Cornelius cogió la botella de aguardiente vacía y la puso sobre la mesa, haciendo ruido. Zacharias se sobresaltó y alzó la cabeza repentinamente.
—¿Por qué, tío? —le preguntó Cornelius conteniendo la rabia—. ¿Por qué?
Con los ojos vidriosos e inyectados en sangre, Zacharias lo miró y, por un instante, pareció no comprender dónde estaba ni qué había hecho. Entonces se limpió las babas con el dorso de la mano, pero de la boca le salió aún más saliva, que goteó sobre su camisa.
—Te has vuelto a gastar nuestro dinero en el juego —lo increpó Cornelius.
Zacharias intentó hallar las palabras. Cornelius esperaba oír alguna de sus evasivas, pero en su lugar el tío inició un contraataque.
—¿De qué nos sirve el dinero si no quieres usarlo para pagar nuestro viaje de regreso a casa?
Su tío refunfuñaba. No era la primera vez que el párroco le daba la lata con eso. Él había viajado a aquel país para cuidar de las almas de los otros inmigrantes, pero en vista de que estos seguían su propio camino, no tenía ningún sentido permanecer allí.
—Pues podríamos partir en busca de ellos, en busca de los que viajaron con nosotros —le había propuesto Cornelius hacía unas pocas semanas—; seguro que alguien puede decirnos dónde encontrar la hacienda del tal Konrad Weber.
Pero el pastor había rechazado la idea, enfadado.
—¡Yo, de aquí, me marcho a Alemania, a ningún otro lugar! —había proclamado con obstinación.
Hoy Cornelius estaba demasiado cansado como para ponerse a discutir nuevamente sobre el tema.
—Entonces, ¿pretendes regresar a casa y presentarte ante tu obispo? ¿Qué vea que eres un borracho? —le preguntó Cornelius, y no pudo evitar dejar entrever cierto tono de desprecio.
Por un momento, Zacharias lo miró con expresión estúpida; pero entonces su mirada se volvió más despierta.
—¿Quieres decir que si dejara de beber, abandonaríamos esta maldita tierra?
—¿Con qué dinero? —resopló Cornelius.
Zacharias no pudo sostener por mucho tiempo la mirada acusadora de su sobrino y se tapó la cara con ambas manos.
—¡No volveré a jugar nunca más! —gimió el anciano—. Nunca más…
Entonces su tío rompió a llorar ruidosamente, pero a Cornelius aquello le sonaba poco sincero. Probablemente Zacharias estuviera intentando despertar su compasión, mostrándose desamparado como un niño pequeño. Pero Cornelius no sentía compasión, solo rabia, una rabia infinita, y desprecio por su tío; al mismo tiempo, se sentía horrorizado por su propia actitud. En realidad hubiera querido coger al pastor y darle una buena sacudida hasta que dejara de llorar.
Ya no lo soportaba. Y tampoco se soportaba a sí mismo. Cornelius salió a toda prisa del cuarto y bajó por la torcida escalera.
Rosaria asomó la cabeza por la puerta de su habitación con expresión curiosa y luego le gritó algo, probablemente recordándole que tenía que pagarle el alquiler.
—¡Maldita mujer! —dijo, y se asustó ante el odio que bullía en su interior.
Ahora lo peor no eran ni el trabajo duro ni las protestas de su tío, ni la miseria en la que vivían. Lo peor eran aquellos oscuros sentimientos, la amargura, la desesperanza. Ya en otra época había sentido aquel sabor amargo, por ejemplo, cuando no le permitieron entrar a formarse como pastor, cuando su madre falleció tras aquella grave discusión con él, cuando Matthias fue asesinado a tiros en aquella manifestación en Berlín. Sin embargo, más tarde, en el barco… Allí todo había cambiado. Elisa lo había liberado de todo. Elisa…