En la Tierra del Fuego (34 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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«Mejorará —pensó Elisa—, mejorará mucho cuando nos hayamos largado de aquí.»

Ella se acercó a la puerta y observó cómo Annelie se fundía con la noche oscura. Era septiembre, primavera en esas latitudes, pero las noches eran largas y frías.

Impaciente, se frotó las manos, miró con esfuerzo hacia la oscuridad e intentó escuchar los pasos que anunciaran el regreso de Annelie. Pero se estremeció al ver surgir a su lado, de repente, una sombra. Cuando se volvió soltando un grito, vio que era Lukas quien se le había acercado.

En su fuero interno se avergonzaba de no haber sabido controlar mejor su tensión.

—¿Ya está lista la camilla para tu padre?

Lukas asintió.

—Está ansioso por partir.

Jakob se había pasado los últimos meses haciéndole reproches a Christine por haber aplazado la partida por su causa.

—¿Por qué tener esa consideración conmigo? —le había dicho, refunfuñando, en más de una ocasión—. De todas formas, tendréis que llevarme en camilla. Mañana no caminaré mejor que hoy.

Y ahora que, salvo por las piernas inmóviles, no quedaba ninguna señal visible del accidente, por fin Jakob pudo imponer su criterio y estaba tan ansioso como el resto por emprender la huida.

—Al menos tenemos tan pocas posesiones que no es mucho lo que hay que empacar —dijo Elisa, y se estremeció al pensar que habían llegado allí casi sin nada y que así mismo se marcharían, aunque habían trabajado muy duro durante un año y medio.

Se oyeron unos pasos. Un momento después, Annelie apareció en medio de la luz opaca temblando de frío.

—¿Y bien? —preguntó Elisa ansiosa.

Annelie sonrió.

—Se tomó la sopa a grandes cucharadas, tal y como me había imaginado. Dentro de un par de horas tendrá la sensación de que le van a reventar los intestinos. De modo que estará muy ocupado en vaciarlos y ni se dará cuenta de lo que nos traemos entre manos.

Entraron rápidamente en la barraca, donde se habían reunido todos. Fritz tenía aspecto huraño y decidido, Poldi parecía impaciente y Annelie reía con nerviosismo. Christine volvió a expresar sus dudas acerca del plan y Jule, a continuación, la increpó con su voz burlona habitual, a lo que Christine respondió frunciendo la nariz. Katherl seguía frotándose los ojos, cansada, pero sonreía; las otras dos hijas de los Steiner se habían acurrucado la una contra la otra y dormían. También Andreas y Theresa Glöckner, a la que todos llamaban Resa, se habían quedado dormidos, mientras que su padre, Tadeus, estaba sentado a su lado con cara indiferente y Barbara les acariciaba la cabeza.

—Todavía no hemos aclarado cuántas vacas y ovejas ni cuántos caballos vamos a llevarnos —dijo Jule.

Hasta ese momento había estado mirando a otra parte, con gesto arrogante y ahora Christine la increpó con furia:

—¡No voy a convertirme en una ladrona!

Elisa suspiró. Desde hacía días debatían sobre eso, sin que aún hubieran llegado a un consenso.

—No vamos a robar nada —opinó Jule—. Hemos trabajado para él, por lo tanto, nos corresponde una paga justa.

—¡No quiero tener nada que Konrad Weber no me dé por voluntad propia!

—Tampoco te ha endilgado voluntariamente a tu marido tullido y sin embargo lo tienes.

—¡Por favor! —Para asombro de Elisa, no fueron Annelie, a la que le correspondía normalmente el papel de mediadora, ni Fritz Steiner, quien poco a poco se había ido convirtiendo en el líder del grupo, los que intervinieron. Fue Barbara. Se había levantado y separado cautelosamente de sus hijos.

—¡Por favor, no deberíamos discutir! ¡Y creo que no deberíamos llevarnos grandes cabezas de ganado! No conocemos el camino, la selva será en muchos puntos una maleza impenetrable. Acarrear con nosotros unas bestias tercas, para las cuales, además, tenemos poco alimento, sería un esfuerzo enorme. De todos modos, tenemos gallinas y eso debería bastarnos. Y, además, ya le hemos robado a Konrad casi todas sus herramientas.

Jule volvió a refunfuñar malhumorada, diciendo que no podía hablarse de robo, sino de una paga justa, pero no pudo oponer nada a aquellas palabras que sonaban tan razonables a oídos de todos.

Ya por la mañana habían empezado, sin que nadie se diera cuenta, a sacar las gallinas de los corrales de Konrad y a meterlas en unas pequeñas cestas que luego pensaban echarse al hombro. Al principio, los animales empezaron a cacarear, nerviosos, pero ahora ya estaban tranquilos, gracias a Dios.

El silencio se cernió sobre la barraca. Elisa sabía que lo mejor era echarse a dormir como los niños, pero no podía quitarse de encima la tensión y la inquietud. Hasta Christl y Lenerl se despertaron al cabo de un rato; Lenerl murmuró algo parecido a una oración. Barbara y Annelie cuchichearon algo entre ellas y, de pronto, empezaron a reír: un ruido que se antojó inoportuno no solo a ojos de Elisa. Pero nadie se acaloró. Antimán, el hombre de Chiloé, el de la honda cicatriz en la cara, estaba sentado muy tranquilo.

Annelie, en contra de los deseos de Jule, le había contado el plan de abandonar la hacienda de Konrad y él había estado de acuerdo en acompañarlos, pero con la condición de que la huida tuviera lugar sin prisas innecesarias.

—Quien se apresura pierde —había dicho, o por lo menos eso había entendido Annelie.

—Él no domina nuestro idioma y tú tampoco dominas el suyo. ¡Seguramente lo habrás entendido mal! —le había respondido Jule furiosa.

A pesar de aquel nerviosismo en su estómago, Elisa cerró los ojos y recostó la cabeza contra la pared.

Como tantas veces en que se sentía desamparada y perdida, invocó en su memoria a Cornelius. Entonces se imaginó que estaba con él, que se tranquilizaba gracias a su manera reflexiva de ser, a su valor y a su determinación. Imaginó que él le estrechaba la mano y que ella apoyaba la cabeza en su pecho; tal vez se besarían, como aquella vez en la playa: y ella se sentiría viva, fuerte y dispuesta a aceptar cualquier reto.

Elisa sonrió, al tiempo que su pulso se iba apaciguando. La imagen de Cornelius desapareció, pero en su lugar afloraron las impresiones del día, mezcladas con imágenes de una vida futura; aquellas imágenes se fueron haciendo cada vez más confusas, más descabelladas, hasta que Elisa se sacudió asustada y se dio cuenta de que se había dormido brevemente y de que todo no había sido más que un sueño. Se frotó los ojos y en su boca sintió un sabor amargo.

—¡Despierta! —Era Lucas el que le sacudía el brazo; Fritz y Tadeus ya se habían echado a hombros la camilla en la que iban a llevar a Jakob. En realidad, había sido Poldi el elegido para esa tarea, pero Tadeus había intervenido aduciendo que él era más fuerte.

—Pero se trata de nuestro padre —había dicho Fritz.

—A partir de ahora lo haremos todo en equipo —había respondido Tadeus.

Elisa se recuperó rápidamente, tras aquel breve sueño se sentía cansada y pesada, y estiró las extremidades para sentirse fresca otra vez. Richard salió al exterior del brazo de Annelie y Elisa los siguió, aliviada de que su padre no se negara a partir y se quedara allí sentado, sin moverse.

Una luz opaca los esperaba fuera. La selva estaba oculta tras un espeso velo de niebla. El suelo estaba vaporoso, como siempre, y estaban metidos hasta las rodillas en aquella sopa viscosa. De todos modos, no llovía; y cuando la niebla se disipara, tal vez podrían disfrutar de algunos rayos de sol. Elisa cerró los ojos brevemente y respiró un par de veces.

Fritz anunció entonces el orden en el que marcharían.

—Tadeus y yo iremos delante, con mi padre, marcando el ritmo. Las chicas nos seguirán en compañía de mi madre y Jule. Poldi, tú te quedarás con Barbara y sus hijos. Lukas y Elisa, vosotros seréis los últimos y tendréis que velar por que nadie se quede rezagado.

Todos atendieron a sus indicaciones y tomaron posición. Cuando se alejaron del barracón, el suelo se volvió más blando. No pasaría mucho tiempo hasta que tuvieran los pies metidos en el lodo hasta los tobillos.

—¡Bien, adelante! —gritó Fritz, y Elisa pudo notar en su voz lo ansioso que estaba por abandonar aquel maldito lugar. No tenía palabras para expresar su triunfo. Una vez más se acercó a la barraca y le pegó una patada a la puerta, que se vino abajo debido a la fuerza del golpe.

Se oyó un estampido y luego otro, mucho más sonoro, más inesperado, ya que Fritz no había vuelto a golpear la puerta, sino que se había quedado allí, callado. Todos se asustaron, se dieron la vuelta. Konrad Weber apareció entre la niebla matutina; la escopeta que llevaba en la mano echaba humo.

—¡No puedo creer que os atreváis! —dijo con un tono entre amargo y burlón—. ¡De verdad, no puedo creer que os atreváis!

—¡No puedes hacer eso!

Greta lo miraba con ojos desorbitados. Viktor se asustó muchísimo cuando ella se detuvo a sus espaldas, pero eso no le impidió seguir con su plan, aunque su hermana seguía diciéndole:

—¡No puedes hacer eso!

—Pero tengo que hacerlo. ¿Es que no lo entiendes? —le dijo él—. ¡De lo contrario, no nos llevarán con ellos! ¡Nos dejarán con nuestro padre!

Normalmente, Viktor no le hablaba a su hermana con tal brusquedad.

Greta bajó la mirada.

—Seguiremos juntos —le dijo ella—. Debemos seguir juntos, pase lo que pase.

—Y lo hago precisamente por eso. Por ti. Por nosotros.

Al joven le temblaban las manos cuando tomó el fusil. Jamás lo había tocado, hasta entonces ni siquiera se había atrevido a acercarse al arcón donde se guardaba el arma. Su padre lo habría matado de una paliza si lo hubiese pillado con ella, ya que era un regalo de Konrad Weber.

Su padre, que normalmente estaba amargado, alardeaba de poseer aquella arma. Seguro que la vida en la selva iba a ser dura, pero sería el primer lugar donde se podría poner de manifiesto lo que se ocultaba en Viktor, donde nadie podría menospreciarlo constantemente.

Viktor cerró el arcón, después de haber sacado la escopeta. De la cama de su padre solo llegaba un tenue ronquido, una señal de que Lambert estaba profundamente dormido.

—¡Escúchame, Greta! —En el rostro de su hermana seguía habiendo una expresión de duda, pero por lo menos la chica ya no intentaba disuadirlo de su propósito—. Tú te quedarás aquí, esperando… Y luego…, al cabo de un rato, cuando yo lo haya arreglado todo, me sigues con cuidado.

Quedaba por responder cómo sabría su hermana que había llegado el momento en que él lo hubiera arreglado todo. Pero eso era lo de menos en aquel instante. Cuando Viktor se dio la vuelta, se tambaleó bajo el peso de la escopeta.

—Pero si ni siquiera sabes cómo se dispara ese chisme —le dijo ella.

¿Había cierto tono despectivo en su voz?

Él agarró el arma con más firmeza, aunque sus manos seguían temblando.

—¡Eso no importa! ¡Basta con que les apunte con ella! Entonces sentirán miedo y…

Su hermano no lo dijo, pero ella sabía sin duda lo que él quería decir: «Y entonces nos llevarán con ellos. Y entonces no nos dejarán aquí, con nuestro padre».

—Sencillamente, podríamos pedírselo por favor —propuso Greta.

—¡Venga ya! —dijo él entre dientes—. ¿Acaso han pensado alguna vez en nosotros? ¿Una sola vez? Yo los he estado escuchando… Durante semanas los he estado espiando. Y te aseguro que jamás han mencionado nuestro nombre. ¡Jamás!

Greta se encogió de hombros y se apartó, dejándole libre el paso a su hermano para que saliera. El chico tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no dejar caer el fusil. Cada paso le costaba un esfuerzo enorme y más ahora que la luz del amanecer lo cegó de repente.

Haciendo un esfuerzo, se puso a escuchar. Antes había observado cómo los demás colonos abandonaban el barracón. Habían intentado no hacer ruido, pero a él —muy al contrario que al hijo de Konrad— no se le había escapado el murmullo de las conversaciones. Viktor también lo había estado vigilando durante las últimas horas, pero la mayor parte del tiempo se lo había pasado doblado y gimiendo entre la maleza. Ahora no se oía a nadie, ni a Moritz Weber ni a los colonos. Un silencio sepulcral se había cernido sobre las barracas… ¿Acaso había llegado demasiado tarde?

Sin embargo, de pronto, Viktor percibió una voz, una voz muy familiar, amenazante. Pero esa voz no podía asustarlo más que la de su padre. Se estremeció, sus manos se le humedecieron tanto que la escopeta amenazó con resbalársele, mientras que las piernas casi se le doblaron.

Pero entonces pensó en Greta, en su hermanita, tan llena de dudas, con su actitud de desprecio. Lo conseguiría… Y lo haría por ella. Sencillamente, tenía que conseguirlo. Viktor contuvo el aliento, pero cuando se aproximó, con paso taimado, implorando para sus adentros que nadie oyera el crujido de sus pisadas, vio al hombre que estaba hablando allí en voz muy alta: era Konrad Weber.

A diferencia de él, el patrón sostenía el fusil entre sus manos con firmeza. Y a diferencia de él, aquel hombre seguramente sabía cómo se disparaba.

—De aquí no se larga nadie sin mi autorización.

Viktor vio cómo las mujeres se pegaban unas a otras, con miedo, y a pesar de su propio terror, tuvo que sonreír con sorna, involuntariamente. De modo que él no era el único cobarde.

Fritz Steiner, por su parte, no era ningún cobarde. Con gesto orgulloso, estaba plantado ante Konrad Weber.

—No somos tus esclavos —le dijo con voz firme—. ¡Podemos hacer lo que nos venga en gana!

Konrad soltó una risotada.

—¿Y adónde pretendéis iros? ¿A la selva? ¡Os extraviaréis! ¡Sucumbiréis de un modo miserable!

—Tenemos un plan —le respondió Fritz con determinación—. Y no podrás detenernos.

—¿Ah, no? —Con un rápido movimiento, apuntó al joven con el arma.

«Por Greta, lo haré por ella —pensó Viktor nuevamente—. Por mi hermana, tan llena de dudas, con esa actitud de desprecio. Tengo que conseguirlo.»

El joven no estaba ni a cinco pasos de Konrad, así que se decidió a vencer el último trecho. Tenía la mente hueca, vacía de pensamientos, y toda imagen desapareció de su cabeza; ante él solo veía con claridad el rostro de su hermana, que le decía que tal vez podía sostener el arma, pero que no sabía disparar.

«De todos modos, no tendré que hacerlo», pensó Viktor casi con obstinación.

Él no tenía intención de disparar a los colonos, lo único que quería era amedrentarlos; y tampoco se proponía dispararle a Konrad, de modo que solo le clavó el cañón de la escopeta en la espalda. Konrad se asustó y esa agitación pareció transmitirse por el arma al cuerpo delgaducho del propio Viktor. Un temblor se apoderó de él, un temblor más incontrolable que el de antes.

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