Pero Barbara no pudo pasar del primer verso y se calló sin previo aviso. La comitiva había aminorado el paso y finalmente se detuvo. Delante se oyeron unas furiosas voces masculinas.
Barbara y Poldi vieron cómo Fritz dejaba bruscamente en el suelo la camilla en la que iba el padre de los chicos. Hasta ese momento había sido siempre extremadamente cuidadoso con ella, pero ahora la ira le deformaba el rostro. Jakob no pareció notar la sacudida, estaba dormido; cuando Poldi lo miró, sintió un poco de envidia de su padre. ¡Qué agradable hubiera sido que lo llevaran por la selva en una camilla! ¡A esas alturas le dolían tanto los pies!
Con furia, Fritz se lanzó en ese momento hacia donde estaba Tadeus Glöckner.
—Te lo he dicho, habríamos tenido que tomar la otra dirección.
—¡Si tú lo sabes todo, entonces ve delante! —respondió Tadeus con una violencia poco habitual en él.
—¡Bueno, no vayáis a pelearos ahora! —intervino Christine. Pocas veces Poldi había visto a su madre con los cabellos tan despeinados. El moño que normalmente llevaba se había deshecho y los mechones de pelo le caían por la espalda, como le sucedía a Elisa.
Fritz y Tadeus se observaron con mirada siniestra.
—No encontraremos jamás el camino para salir de esta selva —dijo Fritz entre dientes—. Sucumbiremos aquí de un modo miserable.
—¡Mira, vayamos hacia el norte, sin más!
Visiblemente dudoso, Tadeus levantó la mano y señaló en una dirección.
—¡Bah! —gruñó Fritz—. Hoy por la mañana estabas muy seguro de hacia dónde debíamos dirigirnos… Y ahora esto —dijo el mayor de los hermanos Steiner, y pegó una patada en el suelo, levantando salpicaduras de lodo.
Poldi se acercó a Elisa, que, como todos los demás, escuchaba acongojada la discusión.
—¿Qué ha pasado?
Elisa suspiró.
—Hemos estado andando en círculos todo el tiempo —dijo la joven—. ¿Ves ese árbol de ahí, el del tronco rajado del que salen infinidad de setas? Pasamos junto a él esta mañana.
Elisa suspiró de nuevo cuando miró a sus padres.
A Richard von Graberg, según le pareció a Poldi, habría sido mejor llevarlo también por la selva en camilla, pues parecía totalmente exhausto. Y Annelie tenía un aspecto tan demacrado que daba la impresión de que iba a partirse en dos en cualquier momento. Solo Lukas, que se había quedado al lado de Elisa cuando la comitiva se detuvo, intentaba dar impresión de firmeza.
—Lo conseguiremos —murmuraba alguna que otra vez—. Claro que lo conseguiremos.
Fritz parecía tener otra opinión.
—Y bien —le dijo a Tadeus en tono de reproche—. ¿Confías en encontrar el camino o no?
—Bueno, la pregunta más bien sería: ¿tienes un poco de confianza en mí? ¿Confías en que encuentre el camino? Si tú lo sabes todo, entonces deberías ir en una dirección y yo en otra; los demás deberán decidir a quién quieren seguir.
Parecía que Fritz había sacado algo en limpio de aquella propuesta, pues asintió, pensativo.
Christine, por el contrario, puso el grito en el cielo e intervino:
—¡Vaya idea tan absurda! ¡Basta ya de eso! Estamos todos cansados, agotados. Y estas peleas nos hacen perder nuestras últimas fuerzas.
Jule se había puesto a su lado y la secundó al instante:
—Bajo ningún concepto debemos separarnos. Dijimos que nos marcharíamos juntos y que permaneceríamos juntos, y así lo haremos.
—¡Eso es! —reafirmó Christine.
A Poldi no le quedó más remedio que soltar una sonrisita irónica ante aquella alianza tan singular. Las dos mujeres se quedaron juntas, una al lado de la otra, y estuvieron mirando severamente a los dos hombres durante un buen rato, hasta que el joven Fritz cedió.
—Está bien —dijo—. Intentémoslo.
Fritz se agachó para levantar la camilla con su padre y Tadeus hizo lo mismo, en silencio.
Y una vez más se pusieron en marcha. Al cabo de un rato, Poldi tuvo la sensación de que los árboles crecían ahora más pegados y que las enredaderas salían del suelo en mayor número, haciendo caer a cualquiera que no levantara demasiado los pies al dar un paso. Aquel camino le resultaba extraño y eso, por lo menos, significaba que por allí no habían pasado todavía. Entonces, se dio la vuelta hacia donde estaba Barbara, confiando en que la mujer volviera a unírsele para cantar, a fin de facilitar la marcha. Pero ella estaba ahora ocupada en arrastrar consigo a su remisa hija.
Cuando Poldi volvió a darse la vuelta, una rama le golpeó en plena cara.
«¡Vaya, maravilloso!»
El joven soltó un improperio en voz baja, aunque, de inmediato, iba a darse cuenta de que todo iría a peor. Al dar el paso siguiente, chocó con algo húmedo y esta vez no era una rama ni una hoja, sino una gruesa gota de agua. Alzó la cabeza; la poca luz que entraba a través de las copas de los árboles parecía haberse vuelto gris. Y entonces la llovizna que los atormentaba desde hacía días se convirtió en un violento aguacero.
La lluvia, sencillamente, no cesaba. El suelo se volvía cada vez más resbaladizo. No podían dar un paso sin hundirse hasta los tobillos. Al cabo de un tiempo, Elisa tuvo que aferrarse a Lukas para poder continuar, pero aun con la ayuda del joven la marcha era un tormento. En una ocasión, Lukas resbaló y tropezó. Ella no pudo contrarrestar su peso, de modo que los dos cayeron al suelo y solo a duras penas consiguieron levantarse. De todos modos, la lluvia se encargó de lavarles el lodo casi al momento. El agua los rodeaba como un muro gris, así que, salvo Lukas, de los demás solo veía unas sombras borrosas.
En algún momento, el cansancio terminó por extirparles todo pensamiento. El espíritu de lucha, la esperanza se esfumaron y con ellos toda sensación de tiempo y espacio. El mundo parecía vacío, solo estaban ella, Lukas y la lluvia; y aquel vacío no generaba pánico, sino que les regalaba una profunda tranquilidad interior. Se trataba de no pensar en nada, no decidir nada, sino, sencillamente, seguir andando. Si la dirección era correcta o no ya no era importante, pues no parecía haber dirección alguna; de hecho, su objetivo, el destino que antes se habían imaginado con los colores más vivos y brillantes, se difuminaba ahora bajo el gris de la lluvia.
Andar y respirar. Caer y levantarse. Resbalar y aferrarse a la mano de Lukas. Soltarla y continuar andando. Se sentía como en medio de un sueño recurrente en el que avanzaba con torpeza por la selva en compañía de Cornelius. Pero ese sueño siempre despertaba en ella sentimientos muy fuertes: el amor que abrigaba por Cornelius; el terror que sentía al pensar en no poder sentir su mano nunca más; la desesperación cuando cobraba conciencia de haberlo perdido, de estar completamente sola en este mundo.
Sin embargo, su mente estaba ahora demasiado vacía como para pensar en nada.
Elisa no sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando, de pronto, el rumor de la lluvia se hizo más tenue y finalmente desapareció. Alzó la cabeza. Unas gotas aisladas la golpearon todavía en la cara, pero ya no se trataba de aquellos torrentes. Y cuanto más se calmaba la lluvia, más desagradables empezaron a ser los ruidos que perturbaban aquella paz y la trasladaban de esa tierra de nadie a un mundo enlodado, frío y húmedo.
—¡Estoy seguro de que nuevamente hemos tomado la dirección equivocada!
—¿Es que no podéis poneros de acuerdo de una vez?
—¡Fritz es el responsable, no yo!
—¡Pero Tadeus afirmó que él conocía el camino!
—¡Jamás debí fiarme de eso!
—¡Bueno, dejad ya de pelear!
Los demás se detuvieron, formaron un círculo y empezaron a hablarse unos a otros con agitación. La única que no se les unió fue Elisa, que continuó caminando. Apenas notaba las gotas, pero sí la luz, más brillante y más clara que antes. La joven echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito cuando vio el cielo. En los últimos días solo habían podido intuir su presencia tras las copas de los árboles, pero ahora la vista de aquella vasta superficie azul cubierta de nubes quedaba despejada.
—¡Mirad! —exclamó.
Pero nadie la escuchó; estaban peleando todavía —en especial Fritz y Tadeus—; con todo, cuando Lukas se acercó a ella y vio el cielo, se unió a sus exclamaciones y en ese momento todos se dieron la vuelta.
—Ahí al fondo se termina la selva —gritó Poldi.
Todos se dirigieron tan rápidamente en la misma dirección que muchos de ellos resbalaron y quedaron tendidos en el suelo. Barbara rio, Fritz maldijo, las chicas lloraron y Jule dijo que, por lo menos, el suelo de la selva era tan blando que uno podía ahogarse en él, pero no romperse la crisma.
Solo Elisa continuó andando con decisión, sin tropezar, sin resbalar. Los árboles eran cada vez más delgados; casi daba la sensación de que se retiraban a su paso para darle una cordial bienvenida. Y, de pronto, lo tuvo delante: el enorme lago, que no era gris como el cielo, sino de un brillo plateado, de aguas tranquilas e inmóviles, como si no lo hubiese cruzado nunca una embarcación ni un rostro humano se hubiera reflejado jamás en sus aguas. Una vez más, el mundo parecía haber encogido, los sonidos se habían acallado y ya no importaba de dónde venían ni hacia dónde iban; solo existían ella y aquel ancho lago.
—Qué preciosidad —se le escapó a Elisa—. Qué preciosidad.
Tardaron algún tiempo en vencer la maraña de maleza y reunirse todos a orillas de la masa de agua. También allí se hundieron hasta las rodillas en las hierbas, los matojos y las enredaderas. En cada descampado crecía la nalca, esa planta que, según Annelie, sabía como el ruibarbo.
Unas pequeñas olas se encrespaban en el lago, normalmente tan liso; de la bruma que flotaba sobre el agua se vio salir a un cisne de plumaje blanco como la nieve y cuello negro. Elisa aguzó el oído intentando percibir a lo lejos el ruido atenuado por la niebla de los chillidos y gorjeos de otras aves, tristes y melancólicas como las gaviotas que habían rodeado el barco.
Durante mucho rato, estos fueron los únicos sonidos. Nadie dijo nada; todos miraban fijamente el lago que prometía tanta tranquilidad y tanta fiereza, tanta paz y tanto trabajo duro. Desde allí no veían la orilla opuesta, solo los muchos árboles gigantescos que unas veces aparecían en filas apretadas y otras veces orlaban el agua por separado, arrojando sobre el lago alargadas sombras.
Elisa se acercó un poco más a la orilla. Sintió cómo la humedad se le colaba por los zapatos y se agachó para lavarse las manos en aquellas aguas oscuras. Cuando se incorporó, la niebla se había despejado. El cielo estaba cubierto de nubes, es verdad, pero el aire se aclaraba y a lo lejos la joven vio que se elevaba una cadena montañosa, como una ilusión óptica oculta bajo miles de velos. No eran cumbres agrestes y afiladas las que se alineaban una al lado de otra, como las había visto en la costa, sino conos de suave ondulación que terminaban en volcanes. ¿De verdad estaban blancos a causa de la nieve? ¿O era por la bruma que los envolvía y les confería ese manto puro e impoluto?
Elisa no lo sabía, solo sentía un enorme respeto ante algo que era mucho más antiguo, mucho más grande y excelso que todas las criaturas humanas que habían venido a parar por equivocación a aquel paraje virgen.
Se puso en pie y tras ella se escuchó un murmullo, primero vacilante, cauteloso, como si los demás también sintieran que había que plegarse a ese silencio.
La más sonora era la voz de Christine, que de repente exclamó:
—¡Santo cielo, mira eso!
Las montañas, sobre todo la más alta —el volcán Osorno, según supo Elisa más tarde—, solo habían aparecido brevemente de forma nítida; luego se habían ocultado de nuevo tras las nubes; pero entonces, el cielo se abrió sobre el lago. Un delgado rayo de sol cayó sobre el agua e iluminó un pequeño sector de la superficie de color azul brillante. Pero Christine no señalaba eso, sino una columna de humo que se elevaba no lejos de ellos hacia el cielo y anunciaba que las tierras de alrededor del lago no estaban del todo vírgenes, que no eran del todo salvajes ni estaban del todo abandonadas, al contrario de su primera impresión.
—¡Tal vez esa sea la colonia de nuestros compatriotas! —opinó Barbara.
Fritz frunció el ceño con expresión de duda.
—Sí que es humo, pero parece que sube directamente ante nuestras narices. Hasta que nos hayamos abierto paso entre la maleza y lleguemos allí, puede transcurrir medio día.
Los pensamientos de Tadeus Glöckner no se detuvieron demasiado en ello, sino que se dirigieron rápidamente hacia el futuro. Se había alejado un poco del lago y miraba ahora, lleno de duda, hacia la selva.
—Hay muy pocas partes llanas junto a la orilla, casi todo lo demás cae en picado. Será difícil despejar estos terrenos y hacerlos cultivables. Solo cuando hayamos liberado suficiente espacio de maleza podremos pensar en talar árboles.
—El suelo es húmedo —dijo Jule, que examinó el terreno dando unos pasos—. Pero esperemos que no lo sea demasiado, de lo contrario, se nos pudrirían todas las cosechas.
—Pero las tierras selváticas aportan suficiente alimento para los animales —objetó Fritz.
—¿Qué animales?
Elisa alzó la cabeza, asombrada. Había sido su padre quien había lanzado aquella pregunta. Por lo visto, ya no se acordaba de lo que habían planeado antes de su fuga.
—Hemos decidido que una parte de nosotros partirá de inmediato hacia Melipulli para recibir allí, de manos del agente de colonización, las semillas y animales que nos corresponden —le explicó rápidamente Annelie—. Esperemos que nos los den: los bueyes, las vacas, tal vez incluso algún caballo… Y hasta entonces nos alojaremos en las viviendas de los conocidos de Barbara y de Tadeus. Por lo menos durante los primeros meses.
La cara de Richard se tornó de nuevo inexpresiva.
—Ojalá no nos hayan prometido demasiado —dijo Fritz echando una mirada dubitativa a los Glöckner. Aunque era cierto que Tadeus había encontrado el camino correcto, su enfado con él aún no había desaparecido del todo.
—Por lo menos tendremos madera en abundancia —opinó Jule secamente—. Deberíamos procurar hacer las primeras cabañas cuanto antes. A juzgar por lo verde que está todo aquí, debe de llover con suma frecuencia.
—Podríamos cultivar lino —propuso Barbara—. Necesitamos ropa nueva, si seguimos llevando estos harapos mucho tiempo más, nos quedaremos en cueros muy pronto.
Poldi soltó una risita pícara al imaginarse el cuadro.